Batido de coco

El mejor trabajo del mundo

Este es el trabajo que más envidio: el de la persona que decide exactamente cuáles son los tramos de las carreteras -incluidas las más minúsculas y remotas- que merecen ir subrayados en verde en los mapas Michelin porque son los más bonitos.

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Por qué escribo tanto de penes

Por qué escribo tanto de penes, me preguntan.

Hace unos años publiqué un reportaje titulado ‘El hombre de los doscientos penes’.

Acabo de publicar el libro Cansasuelos, que empieza con este párrafo:

Neptuno tiene el pito muy pequeño. O eso parece, si miramos de frente al dios de bronce de la plaza mayor de Bolonia, si lo miramos por un costado, si lo miramos por el otro. En lo alto de una fuente, Neptuno se alza como el dios de los esteroides anabolizantes: qué brazos musculosos, tensos, venosos; qué hombros, qué pectorales, qué abdominales, qué muslos de esprínter de velódromo, qué dos nalgas como dos globos terráqueos. Los boloñeses lo llaman al zigant, el gigante. Con su pose amanerada, parece que está interrumpiendo una exhibición culturista para girar el rostro barbudo, observarte un momento y atravesarte con el tridente. Pero Neptuno, tan tenso, tan poderoso, tan tan, tiene un pene cacahuetesco. O eso parece.

El pene de Neptuno esconde un misterio y aparece varias veces en el libro.

Neptuno de Bolonia

Una vez presumí en público de que la expresión “pene cacahuetesco” iba a ser mi aportación a la literatura universal: al menos desde que existe Google, nadie había escrito ese sustantivo con ese adjetivo. Y después de la vanidad, viene la confesión: me he plagiado. El pene cacahuetesco ya estaba en el reportaje islandés y lo he trasplantado al libro italiano. En fin: quienes conocen las tentaciones del onanismo sabrán perdonarme.

Y aquí se acaba todo. Llevo escribiendo veinte años y he escrito sobre penes dos veces.

Diría, de memoria, que la parte del cuerpo sobre la que más he escrito son los pies. Recuerdo haber escrito sobre una nariz, sobre unos culos y un perineo, en el libro Cansasuelos dedico bastantes líneas a las manos. Nadie me pregunta por qué escribo sobre esas partes del cuerpo, pero en estos últimos días algunos lectores cabroncetes y algún periodista simpático me han preguntado varias veces sobre los penes. Que siempre hablo de penes, dicen. Cada vez que ven un pene, se acuerdan de mí. Incluso hubo un lector que me tiró un pellizco, acusándome de recurrir al caca, culo, pedo, pis -como si no fueran cuatro temas interesantísimos, por cierto.

Me ha hecho pensar: escribes sobre penes dos veces en veinte años y a la gente le llama la atención.

¿Qué os pasa a vosotros con los penes?

A mí me parece que los penes dan historias muy interesantes, al menos tan interesantes como los pies, la nariz, el culo, el perineo o las manos. A los humanos los penes les producen reacciones serias, divertidas, mojigatas, estrambóticas, vergonzosas, terribles, y su manera de mostrarlos o de ocultarlos revela un mundo. Sería muy estúpido renunciar a esas historias.

reclining_nudeModi 1 Bloomberg TV

Todavía más: ahora que algunos medios ñoños (Bloomberg TV y Financial Times) consideran que el coño y las tetas son partes ofensivas o vergonzosas del cuerpo, ahora que se las han tapado a un cuadro de Modiglani, escribir sobre penes se ha convertido en una tarea militante y hasta puedes sentirte levemente heroico. Así da gusto.

Bolonia

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Negrita

Me explicaron que era «para posicionarse mejor en los buscadores», para que alguien busque una palabra y caiga primero en tu texto, para conseguir más visitas, más clics, más megustas, pero mecagüen la manía que tienen algunos editores webs de marcar en negrita frases y más frases de los textos, mecagüen ese empeño por agitar banderas para que no se pierdan los tontos y los cagaprisas, mecagüen la idea que tienen de los lectores. A veces convendría animarse y escribir contra los robots, contra las fórmulas para ser más leídos, contra los clics y contra la gente que dice posicionar.

*

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Goenatxo

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Selfikrazia

«Ez dut gustuko gailurretan bozkarioz zoratzea. Ba al zenekien ez dagoela Edmund Hillary 1953an lehenengo aldiz Everesteko tontorrera igo zeneko argazkirik?», Nives Meroi alpinista italiarraren hitzak dira, Erri de Lucak idatzi zuen «Sulla traccia di Nives» liburukoak. «Hillaryk kamera bat zeraman eta tontorrean Tenzing Norgay sherpari argazkia atera zion, inguruko mendien irudiak hartu zituen, baina ez zion Tenzingi eskatu argazki bat atera ziezaion. Ez al da deigarria? Niretzat, atera ez zuten argazki hura da argazkietan ederrena, egindako lanari lehentasuna ematen diona, eta ez lanaren egileari. Metro eta laurogeita hamabi zentimetro neurtzen zituen zeelanda berritar hezurtsu hark ez zuen bere buruaren argazkirik nahi izan, Everesteko tontorrera iritsitako lehenengo gizakiak bihurtu zirenean. Hori, niretzat, irakaspen handia da».

Hemen jarraitzen du. Artikulu bat hilero, Gaur8 gehigarrian.

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Una lección

«¿Sabes que no hay ninguna foto de Edmund Hillary sobre el Everest en aquella primera ascensión de 1953? Hillary llevaba una cámara y fotografió a Tensing, el perfil de las montañas a su alrededor, pero no le pidió a Tensing que le hiciera una fotografía. Aquel huesudo neozelandés larguirucho de un metro noventa y dos no se dejó fotografiar en la cima del Everest. Eso es para mí una lección». Nives Meroi a Erri de Luca (Tras la huella de Nives, Siruela, 2006).

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Para dejar de mirarse

Una profesora universitaria pone a sus alumnos a mirar una vela y se desata un cachondeo gigante en Twitter.

Mi amiga Bea, profesora de Periodismo, escribe esto:

«Yo pongo a mis alumnos a mirar una fruta. Igual me están poniendo verde en Twitter, lo mismo me da. A los que se ríen o critican este tipo de ejercicios les invito, de corazón, a pasarse por clase esta semana. Si para que dejen de mirarse y pensarse (y contarse) tengo que ponerlos a pelar mandarinas, bienvenido sea. Dejaré para más adelante la crónica internacional.

Tengan paciencia, señores, tengan paciencia. Mientras, describan una naranja en 600 palabras (o quédense quietos diez minutos mirando una vela). Ahí les quiero ver».

La negrita es mía.

Para salir de este velódromo del ombligo y aprender a mirar fuera, para que dejemos de mirarnos, de pensarnos y de contarnos todo el rato, para apagar de vez en cuando todo este ruido, añado algunas historias de personas que saben callarse y observar. Y, por tanto, entienden mejor y cuentan mejor. Copio ‘La Sirenita (retrato al plastidecor)’, una entrada de este blog de hace tres años:

«Nunca he apurado tanto un equipaje como cuando Josema y yo salimos en una moto modesta a darle la vuelta a media Europa (desde San Sebastián hasta Nordkapp, en la punta norte de Noruega, y vuelta por los países bálticos: Buscando el norte, 1999). En la moto íbamos tan justos de sitio que decidimos llevar como toda cubertería una cuchara y un tenedor, en cuyo uso nos íbamos alternando, con la emoción de esperar a quién le tocaría la cuchara la noche en que cenábamos huevos fritos.

A pesar de semejantes apreturas, Josema metió en su mochila un elemento superfluo: un paquete de pinturas plastidecor. Él, conviene destacarlo, no dibuja nunca salvo cuando va de viaje. Y lo hace con la habilidad de un macaco.

Cuando llegamos a Copenhague, visitamos la famosa estatua de La Sirenita. Varias docenas de turistas le sacábamos fotos y muchos posaban delante de ella, mientras dos chicas vestidas de bailarinas de cancán repartían entre el gentío publicidad de un museo erótico. Josema me pidió el cuaderno, se sentó en el muro, sacó los plastidecor y se tomó su tiempo para pintar La Sirenita:

Josema no es dibujante ni escritor pero sí uno de los observadores más agudos que conozco. Las postales que me envía son, para mí, uno de los subgéneros más interesantes de la literatura de viajes. Con letra apretadísima, están plagadas de detalles en los que nadie más se fijaría -las cualidades del mármol travertino, el remoto origen del granito con el que está construido el Empire State, las extrañas variaciones de los platos combinados en los bares próximos al estadio del Rayo Vallecano, las piernas distorsionadas en los cuadros de su admiradísimo El Greco-. Y siempre incluyen un dibujo; por ejemplo, el de la torre del Big Ben: Josema descubrió con gran conmoción que el reloj más famoso de Londres no tenía segundero, un hallazgo que desencadenó sus reflexiones sobre el mito de la puntualidad británica (“¡pueden llegar 59 segundos tarde y presumir de ser puntuales!”).

Tres años después de ver a Josema pintando La Sirenita con plastidecores, leí El arte de viajar, de Alain de Botton. Lo cité aquí mismo hace pocos días: en aquel párrafo De Botton decía que viajar en solitario es ventajoso, porque la presencia de otros compañeros nos cohíbe, nos hace actuar dentro de la normalidad que se nos supone, y así frena algunos arrebatos y algunos intereses que pueden nacer espontáneamente de nuestra curiosidad. Si os fijáis, De Botton terminaba ese párrafo dibujando el escaparate de una ferretería que le había entusiasmado.

En su libro habla de John Ruskin, escritor inglés del siglo XIX, quien reflexionaba sobre la tendencia humana a responder a la belleza, sobre el deseo de poseerla y la necesidad de comprenderla. Ruskin daba clases de dibujo y no le importaba que sus alumnos tuvieran una técnica mediocre: “No he pretendido enseñarles a dibujar sino tan sólo a ver“, les decía. “Dos hombres caminan por el mercado de Clare. Uno de ellos sale por el otro extremo ni un ápice más sabio que cuando entró; el otro repara en un poco de perejil que sobresale por el borde de la cesta de una mantequera y lleva consigo imágenes de belleza que incorpora en más de una ocasión en el transcurso de su trabajo cotidiano. Quiero que ustedes vean las cosas de esta manera”.

“A Ruskin le resultaba desolador lo poco que solía fijarse en los detalles la gente”, escribe De Botton. “Deploraba la ceguera y la premura de los turistas modernos, especialmente de aquellos que se jactaban de recorrer Europa en tren en una semana: `No habrá cambio de lugar a 160 kilómetros por hora capaz de incrementar un ápice nuestra fortaleza, nuestra felicidad o nuestra sabiduría. En el mundo siempre hubo más de cuanto las personas alcanzaron a ver con su paso tan lento. No lo verán mejor por más que se apresuren. Las cosas realmente valiosas son cuestión de visión y pensamiento, no de velocidad’”.

Cuando empezaron a aparecer las primeras cámaras fotográficas, a Ruskin le entusiasmaron. Pero pronto “se percató del diabólico problema que planteaba la fotografía para la mayor parte de quienes la practicaban. Más que usar la fotografía como suplemento para la visión activa y consciente, la empleaban como alternativa, prestando menos atención que antes al mundo, confiados como estaban en que la fotografía les garantizaba automáticamente su posesión”.

“La auténtica posesión de una escena”, sigue De Botton, “pasa por realizar un esfuerzo consciente para reparar en sus elementos y comprender su construcción. Podemos ver la belleza con la suficiente nitidez con sólo abrir los ojos, pero la pervivencia de esta belleza en la memoria depende del grado de intención de nuestra manera de captar. La cámara enturbia la distinción entre mirar y percatarse. Puede brindarnos la opción del auténtico conocimiento, pero puede tornar superfluo el esfuerzo de adquirirlo. Sugiere que hemos hecho todo el trabajo con el simple hecho de tomar una fotografía, mientras que la auténtica ingestión de un lugar, como por ejemplo un bosque, plantea una serie de interrogantes como `¿cuál es la conexión entre los troncos y las raíces?’, `¿de dónde sale la niebla?’, ‘¿por qué unos árboles parecen más oscuros que otros?’. Esas preguntas están implícitamente formuladas y respondidas en el proceso de dibujar.

“Por pésimo que sea, el dibujo de un objeto nos hace pasar súbitamente de una borrosa percepción de su aspecto a una conciencia precisa de sus partes integrantes y de sus particularidades. (…). Otro beneficio que podemos obtener del dibujo es una comprensión consciente de las razones de la atracción que sentimos hacia ciertos paisajes y ciertas construcciones. Hallamos explicaciones para nuestros gustos.  Sabemos detectar de dónde surge el poder de una escena que nos impresiona. Pasamos del escueto ‘me gusta’ al ‘me gusta porque’…”.

Josema viaja mucho, nunca lleva cámara de fotos y sigue dibujando en todas las postales que envía. Recuerda y saborea sus viajes con una precisión y una intensidad que a mí me llenan de envidia».

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Porvenir

Los vascones del siglo IV tenían fama de ser muy buenos arúspices y ornitomantes (o sea: leían el futuro en las entrañas de los animales y en los vuelos de los pájaros). Por qué no voy a leer yo mi porvenir en la grasa que deja el chorizo.

Once de la mañana del 1 de enero, tras subir al monte Adarra y bajar a Besabi, cuatro barritas energéticas:

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Igual que el primer párrafo marca el tono de todo el libro, deseé que las primeras horas marcaran el resto del año. Por la compañía, por el rito, por la sencillez, por la facilidad para convertir la pesadez en alegría. Leí la grasa del chorizo y no lo vi claro. No importa mucho. En los libros, en las películas, en los mensajes y en los platos, siempre leemos lo que queremos. Si hace falta, achinamos los ojos hasta leerlo.

Luego hay que abrir los ojos y no insistir. Se arranca un pedazo de pan, se rebaña la grasa, se saborea despacio y a correr.

*

El 1 de enero a media tarde recibí un mensaje. Esta era la última frase, creo que por despiste: «Termina bien el año».

Que terminéis bien el 2014.

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La Carbonero

Me llama la atención ese tic de añadir el artículo “la” al apellido de una mujer o de usar su nombre de pila en un contexto formal en el que a los hombres se les nombraría simplemente con el apellido. Indica un tic en el pensamiento de quien lo escribe, un tic que tenemos muy extendido: si aparece un apellido a secas, por defecto pensamos que se refiere a un hombre. Si se refiere a una mujer, parece que es necesario especificarlo. No ocurre tanto con apellidos como Merkel o Botella, porque son nombres muy compartidos en nuestro contexto y no hay dudas, pero es muchísimo más habitual encontrar “la Campos” que “el Gabilondo”, “la Carbonero” que “el Casillas”, “la Caballé” que “el Carreras”,  «la Barcina» que «el Sanz», incluso en titulares de periódicos y en otros contextos formales. Esto indica que lo universal, lo genérico, lo normal mientras no se diga otra cosa, es lo masculino. Lo femenino es una excepción que se debe señalar con alguna marca. Leo que Belloch ha dicho hoy en la tele: «Aposté por Borrell y ganó Almunia; por Bono y ganó Zapatero; por Carmen y ganó Rubalcaba».

PD: Si alguien va a decir, como suele ser habitual en estos casos, que hay problemas de desigualdad y sexismo mucho más graves en el mundo: muchas gracias, ya estoy informado.

La Campos y no el Mariñas:

La CamposLa Carbonero y no el Casillas:

La CarboneroLa Merkel y no el Rajoy:

La MerkelLa Caballé y no el Carreras:

La Caballé

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Todo lo que tenía que decir

1) Todo lo que tenía que decir lo guardé ayer aquí.

012) Y al bajar vi otras pruebas de que a veces el silencio es mejor opción que las palabras y las imágenes. No sé, digo yo.

0203 3) A mí que me coman los buitres, por favor.

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Sur place

Quiero ser más lento. Quiero quedarme mucho más tiempo quieto en el mismo sitio.

Decidí ver este vídeo entero, sin saltarme ni un segundo. En Youtube algunos comentan que es aburrido.

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Dos ciclistas se quedan quietos sobre sus bicis durante cinco minutos. Sin esa musicaza anfetamínica y esos focos danzantes, parecería un fragmento del siglo XIX, de cuando la gente contemplaba espectáculos en los que no sucedía nada durante minutos y horas. Entonces causaban furor las pruebas de Seis Días en los velódromos europeos y norteamericanos, con los ciclistas dando vueltas y más vueltas a la pista durante diez o doce horas diarias, seis días seguidos, con apenas algunos momentos de emoción espolvoreados entre tantas horas de persistencia. Duraban seis días porque el séptimo era el día del Señor y no se podía competir.

La mayoría de nosotros ya no tenemos esa capacidad de espera. No aguantamos los tiempos de elaboración y avanzamos los vídeos, directos al momento de la decisión final, lo único que nos interesa. Ahora que todos los deportes necesitan una emoción histérica cada dos minutos, que los planos de las películas tienen que ser cada vez más breves para no aburrir al espectador, ahora que la narración de la vida es un videoclip, aspiro a que algunos de mis días se parezcan a esas retransmisiones de los últimos 140 kilómetros de etapas insulsas del Tour de Francia: calma, paisajes, pedaleo suave. Me gusta que el ciclismo sea un deporte en el que no pasa nada durante horas. Y me encanta que televisen esa nada, en la que siempre hay algo, para quien sepa verlo.

Me dicen que la Unión Ciclista Internacional prohibió hace unos años el sur place: esa estrategia de quedarse quieto sobre la bici en el velódromo. No sé si lo prohibieron para no aburrir a los espectadores. Desde mi infancia guardo la leyenda de dos ciclistas que estuvieron parados  tres o cuatro horas, ya confirmará alguien cuál era el récord de estar quietoparaus.

En las pruebas de velocidad ninguno quiere tomar la cabeza, porque al lanzarse el sprint el primero tiene que luchar contra la resistencia del aire y el segundo se aprovecha del rebufo y le puede adelantar con más facilidad. Es una ventaja muy decisiva. Por eso, en estas pruebas de apenas tres vueltas al velódromo, la primera parte consiste en un juego muy lento para ganarle la posición al rival o intentar sorprenderle tomando altura en el peralte y lanzarse cuesta abajo con mucha velocidad. De ahí esos marcajes feroces, que a veces culminaban así, con los dos ciclistas completamente quietos sobre la pista, en un pulso de estrategia y hasta orgullo para no moverse hasta que se mueva el otro.

Yo soy un acelerado, un impaciente, hago mil cosas a la vez. Quiero ser más lento. No me sale natural: es un empeño. Me obligo a caminar o pedalear durante horas, me obligo a desconectarlo todo y sentarme en silencio a leer largo, y si viajo por algún compromiso a otra ciudad procuro llegar una o dos horas antes para que me sobren horas vacías.

Procuro apagar el teléfono cuando estoy paseando o cenando o conversando con alguien. Y no protesto cuando en mitad de una conversación la otra persona empieza a distraerse con su pantalla, pero me digo que yo no quiero andar así. Por respeto y porque creo que perdería capacidad de paciencia, de observación, de reflexión. Me digo que quiero aprender a concentrarme mejor sur place.

Ayer le leí a Karmelo C. Iribarren que la gente que nunca se aburre le resulta muy aburrida.

Os dejo otro vídeo de este deporte que parece una combinación de ajedrez y lanzamiento de martillo.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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