UCRANIA

Una visita a Chernóbil y a sus supervivientes

En el número 1 de la revista Jot Down Smart, que se vende durante todo octubre con el diario El País, viene el reportaje que escribí sobre Chernóbil: «No sabíamos que la muerte pudiera ser tan bella».

Vasili Koválchuk recibió una llamada el mediodía del 26 de abril de 1986.

—Me dijeron que me presentara inmediatamente en Chernóbil. No me explicaron para qué.

Koválchuk tiene ahora 55 años, viste vaqueros, chaquetón de camuflaje y una gorra que se quita para mostrar una cicatriz que le atraviesa en diagonal la ceja derecha y le distorsiona levemente la mirada. Le eleva la ceja, le marca una especie de gesto de sorpresa permanente. Es una variación del famoso «collar de Chernóbil», el tajo que muchos ucranianos y bielorrusos llevan en la base del cuello, señal de que les han extirpado la glándula tiroides para curarles el cáncer producido por la radiación. A Koválchuk le extirparon un osteoma, un tumor óseo que le creció encima de la ceja.

Cuando el reactor número 4 de Chernóbil explotó a la 01.23 de la madrugada, Koválchuk dormía a catorce kilómetros de allí, en su aldea natal de Korogod (Ucrania, cerca de Bielorrusia). Él era un soldado soviético de veintiocho años. Aquel sábado tenía fiesta. Se despertó, desayunó y salió al campo a sembrar patatas con sus padres. Era un sábado estupendo, recuerda Koválchuk, una mañana calurosa de primavera. Tomó la azada y se puso a cavar bajo un cielo despejado y luminoso.

A esas horas la central ardía. Una explosión había destruido el núcleo del reactor y había reventado el techo del edificio. El combustible nuclear y los materiales de la central, fundidos en una masa incandescente, ardían a dos mil grados de temperatura, y de esa hoguera atómica se elevaba una columna de humo de mil quinientos metros de altura. Mientras Koválchuk cavaba la tierra en camiseta de tirantes, del cielo caía una lluvia invisible y silenciosa de cesio, estroncio, yodo, plutonio, neptunio, circonio, cadmio, berilio, lantanio, rutenio y otras partículas radiactivas.

—Me presenté en Chernóbil, me dieron una pala y me mandaron corriendo a llenar sacos de arena.

Seguir leyendo: «No sabíamos que la muerte pudiera ser tan bella» (Jot Down).

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Lectura fácil en euskera: ‘Txernobil txiki bat’

Ya está a la venta Txernobil txiki bat etxe bakoitzean («Un pequeño Chernóbil en cada casa»), el libro que he publicado en euskera con la editorial Gaumin, siguiendo los criterios de la Lectura Fácil.

Txernobil txiki bat

A un 30% de la población le cuesta mucho leer y comprender textos, según explica el movimiento Lectura Fácil, y esas carencias apartan a mucha gente de la información y el conocimiento. A mí ese dato también me hace pensar que mucha gente se está perdiendo muchas cosas. Que la lectura te multiplica la vida y que es una pena no tener la opción de disfrutarla. Por eso me pareció preciosa la propuesta de la editorial Gaumin. El movimiento Lectura Fácil se fundó en varios países escandinavos en la década de 1970. Los catalanes empezaron a publicar libros con este formato en 2002. Y ahora llegan en euskera.

En el caso del euskera, el porcentaje de personas con dificultades lectoras es aún mayor, porque muchos adultos vascoparlantes se alfabetizaron en castellano o francés y nunca leen en esta lengua. La colección de Gaumin pretende ofrecer historias atractivas en euskera, narradas de forma sencilla, para jóvenes, adultos y mayores, para estudiantes del idioma, para vascoparlantes sin costumbre de leer en esta lengua, para personas con problemas de lectura y comprensión…

SINOPSIA:

Txernobilgo istripu nuklearra gertatu zenean, 
Juliak 13 urte zeuzkan eta aire librean jolasean ibili zen egun osoan. 
Igorrek 28 urte zeuzkan, soldadua zen 
eta zentralera lanera korrika joateko agindu zioten. 
Inork ez zien azalpenik eman. 
Orain Juliak erreportaje bat idatzi nahi du, 
Txernobilen zer gertatu zen eta gaur egun ingurua nola dagoen kontatzeko. 
Igorri eskatu dio laguntza, 
katastrofearen garaiaz biek dituzten oroitzapenak biltzeko eta, Txernobil bisitatzen duten bitartean, 
ondoan lagun bat izateko.  

Primeras páginas del libro (PDF).

(Txernobil txiki bat etxe bakoitzean, Gaumin, 2014. 80 páginas. Precio: 11,90 euros).

Gaumin lanza la colección con otros tres títulos: Santiago Bidearen misterioa, de Fernando Morillo, Traizioa lakuan, de Núria Martí, y Rif mendietako ura, de Montse Flores (estos dos últimos, traducidos del catalán).

La foto de la portada es del amigo y compañero de viaje Santi Yániz.

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Txernobil txiki bat etxe bakoitzean

Txernobil txiki bat etxe bakoitzean liburua aurkeztuko dugu asteazken honetan, apirilak 30, Bilbon. Alhondigan izango da, Jarduera Osagarrietarako Zentroan. Ordua: 19.00. Joan nahi izanez gero, mezu bat bidali behar zaie helbide honetara: mediatekabbk@alhondigabilbao.com (goizeko 11etan prentsaurrekoa izango da).

Txernobil txiki bat

Irakurketa Erraza formatuan idatzita dago, irakurtzeko zailtasunak dituzten helduentzat edo euskara ikasten ari direnentzat. Gaumin argitaletxeak atera du. Azaleko argazkia Santi Yanizena da. Aldi berean, bilduma horretan bertan, beste hiru liburu kaleratu eta aurkeztuko dituzte: Fernando Morilloren ‘Santiago Bidearen misterioa’ eta katalaneetik itzulitako bi (‘Rif mendietako ura’, Montse Floresena, eta ‘Traizioa lakuan’, Núria Martírena).

«Txernobilgo istripu nuklearra gertatu zenean, 
Juliak 13 urte zeuzkan eta aire librean jolasean ibili zen egun osoan. 
Igorrek 28 urte zeuzkan, soldadua zen 
eta zentralera lanera korrika joateko agindu zioten. 
Inork ez zien azalpenik eman. 
Orain Juliak erreportaje bat idatzi nahi du, 
Txernobilen zer gertatu zen eta gaur egun ingurua nola dagoen kontatzeko. 
Igorri eskatu dio laguntza, 
katastrofearen garaiaz biek dituzten oroitzapenak biltzeko 
eta, Txernobil bisitatzen duten bitartean, 
ondoan lagun bat izateko».  

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La puerta de Alvarhillo

El alicantino Alvarhillo, a quien no conozco en persona, es comentarista y lector de este blog desde hace muchos años, creo que desde los tiempos de Vespaña (¡oh!). Cuando por aquí andábamos obsesionados con viajar al cero, Alvarhillo se convirtió en nuestro enviado especial, salió a por el cero y mandó fotos. Fantaseamos con ver algún día juntos un Hércules-Real Sociedad.

Alvarhillo ha vuelto a hacer algo precioso: ha tomado un detalle de mi reportaje sobre Chernóbil (‘No sabíamos que la muerte pudiera ser tan bella‘) y ha escrito un cuento.

LA PUERTA  (Por Álvaro García Sirvent)

“Vasyliuch, ven que te mida”. Aun, si cierro los ojos, recuerdo el timbre de su voz. Cada vez que pasaba alguna enfermedad propia de la infancia; tos ferina, paperas o una gripe más larga de lo normal, mi padre cogía un lápiz y un grueso diccionario, me hacía descalzarme y me ponía firmes pegado a la puerta de la casa para ver cuánto había crecido.

Los niños pegan el estirón a base de enfermedades, parece un castigo del cielo”, decía siempre mi madre que, a escondidas, seguía rezándole a un icono de la virgen de Grushev, que tenía escondido en el armario, detrás de los abrigos.

“A ver, junta los pies. Levanta la barbilla”. Entonces ponía el lomo del libro sobre mi cabeza y lo apretaba contra la puerta. “Quítate” me decía. Luego, hacía una marca con el lápiz en el lugar donde había estado mi coronilla y a su lado escribía la fecha del año.

Era una puerta recia y tosca, de tablones de haya y la había construido, al igual que la casa, el padre de mi padre, el abuelo Oleksandr, que había llegado a Zalissia a comprar unas vacas, se enamoro perdidamente de la hija del granjero, mi abuela Iryna y no volvió a dejar el pueblo.

Aquella puerta era un mapa genealógico de la familia Kovalenko. Allí estaban las marcas del crecimiento de mí padre, Vasyl, las de la tía Olena y las del tío Roman que habían quedado interrumpidas a los 12 años cuando unas fiebres se lo llevaron en unos pocos días.

Allí estaban también las mías y las de mis hermanos pequeños, Ludmyla y Mykola que llegaban hasta que dijimos que ya éramos muy mayores para esas cosas y mi padre, tras repetidos intentos, dejó de insistir.

Allí marqué yo, siguiendo el rito de la familia, las estaturas de mis hijos Vasyl y Halyna y entonces comprendí el empeño que mi padre ponía en ese cotidiano ritual. Era el recordatorio del paso inexorable del tiempo, de las estaciones y los años. De que habíamos nacido y crecido y que algún día moriríamos. Como los abuelos, como el tío Roman, como mi propio padre y, era, además el lugar último donde los veríamos, pues esa misma puerta servía como catafalco donde los Kovalenko habíamos velado a aquellos que nos habían dejado. Mi hermano Mykola y yo mismo habíamos sacado la puerta de sus goznes y sobre cuatro sillas, cubierta por una colcha que había tejido la abuela Iryna, yació el cuerpo de mi padre, como antes lo habían hecho el de los abuelos y el del tío Roman y como algún día debía de haberlo hecho el de mi ya anciana madre y el mío cuando me llegara la hora.

Por eso, aquella tarde de abril del 86, cuando los soldados nos obligaron a abandonar el pueblo, dejando atrás la casa y todo lo que en ella había, fue como si nuestras vidas, todo lo que habíamos sido, amado, llorado, ganado y perdido durante tanto tiempo, desapareciera por un oscuro agujero abierto en la tierra. Como si nada hubiera existido. Era algo que me revolvía las entrañas, como si me hubieran arrancado una parte de mi cuerpo.

Así, una noche de luna nueva, me puse la ropa mas oscura que tenía y conduje mi vieja UAZ los 200 kilómetros que me separaban de Zalissia, esquivando con los faros apagados los controles del ejercito, por viejos caminos que conocía como la palma de mi mano, llegué hasta la casa y con mis propias manos cargué la puerta en la caja de la camioneta y regresé de nuevo al apartamento que el gobierno nos había asignado.

Allí estuvo durante muchos años, ocupando una pared del salón, detrás del sofá, como el tótem de una tribu, como el recuerdo palpable de nuestra estirpe, con las marcas visibles de lo que había sido la vida de los Kovalenko los últimos 90 años. Pero no era algo muerto. Nuevas marcas lucían en su superficie. Los hijos me habían hecho abuelo y yo, ante la incomprensión de mis hijos ya adultos, seguía empeñado en dejar constancia de las alturas de los nietos, que a mí me parecía crecían más rápido de lo que lo habíamos hecho los de mi generación.

En la ciudad adonde nos trasladaron conseguí trabajo en una fábrica. Después vino el desmoronamiento de la URSS y de todo lo que conocíamos. La fábrica cerró y después de muchos trabajos y penalidades conseguí un puesto de guarda nocturno en unos flamantes grandes almacenes que se habían levantado para que los nuevos ricos que habían surgido de la nomenclatura del partido se gastaran sus fortunas. Era un buen trabajo y el sueldo me permitió hacerme con unos ahorros y, al jubilarme, yo que era hombre de campo y nunca me había sentido cómodo en la ciudad, pude comprar un pequeño terrenito donde levanté una modesta casa, en donde una tarde de primavera, con la solemnidad que requería la ocasión y rodeado de mi mujer, mis hijos y mis nietos, se colocó sobre los nuevos goznes la vieja puerta de la vieja casa. Aquella que había construido el abuelo Oleksandr llevado del amor por la hija de un granjero y que narraba, mejor que cualquier libro la pequeña gran historia de los Kovalenko.

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No sabíamos que la muerte pudiera ser tan bella

Este es el arranque del reportaje que escribí tras la visita a Chernóbil y a algunos de sus supervivientes. Lo ha publicado la revista Jot Down.

«Vasili Koválchuk recibió una llamada el mediodía del 26 de abril de 1986.

—Me dijeron que me presentara inmediatamente en Chernóbil. No me explicaron para qué.

Koválchuk tiene ahora 55 años, viste vaqueros, chaquetón de camuflaje y una gorra que se quita para mostrar una cicatriz que le atraviesa en diagonal la ceja derecha y le distorsiona levemente la mirada. Le eleva la ceja, le marca una especie de gesto de sorpresa permanente. Es una variación del famoso «collar de Chernóbil», el tajo que muchos ucranianos y bielorrusos llevan en la base del cuello, señal de que les han extirpado la glándula tiroides para curarles el cáncer producido por la radiación. A Koválchuk le extirparon un osteoma, un tumor óseo que le creció encima de la ceja.

Cuando el reactor número 4 de Chernóbil explotó a la 01.23 de la madrugada, Koválchuk dormía a catorce kilómetros de allí, en su aldea natal de Korogod (Ucrania, cerca de Bielorrusia). Él era un soldado soviético de veintiocho años. Aquel sábado tenía fiesta. Se despertó, desayunó y salió al campo a sembrar patatas con sus padres. Era un sábado estupendo, recuerda Koválchuk, una mañana calurosa de primavera. Tomó la azada y se puso a cavar bajo un cielo despejado y luminoso.

A esas horas la central ardía. Una explosión había destruido el núcleo del reactor y había reventado el techo del edificio. El combustible nuclear y los materiales de la central, fundidos en una masa incandescente, ardían a dos mil grados de temperatura, y de esa hoguera atómica se elevaba una columna de humo de mil quinientos metros de altura. Mientras Koválchuk cavaba la tierra en camiseta de tirantes, del cielo caía una lluvia invisible y silenciosa de cesio, estroncio, yodo, plutonio, neptunio, circonio, cadmio, berilio, lantanio, rutenio y otras partículas radiactivas.

—Me presenté en Chernóbil, me dieron una pala y me mandaron corriendo a llenar sacos de arena».

El reportaje completo se puede leer aquí.

Gracias por la paciencia a los buenos compañericos de viaje por Ucrania: Josu Iztueta, Santi Yániz y Belén Lobos. A la gente vascoucraniana de Chernóbil que nos acogió en sus casas y nos mimó tanto: Svieta, Vika, Elena, Iván…

Y a los jugadores de la Real Sociedad que saltaron al campo del Shakthar Donetsk a recibir una paliza, cuando el destino negreaba a lo lejos. Ellos fueron el verdadero origen de este viaje.

OFoto: Vasili Koválchuk, liquidador de Chernóbil.

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Viaje por la Ucrania subterránea

Os propongo cinco planes ucranianos: acariciar torpedos nucleares, besar momias, encontrar a Hitler en unas catacumbas, bajar -y bajar y bajar y bajar- al metro y buscar lombrices en Chernóbil.

Es el ‘Viaje por la Ucrania subterránea’,  que he publicado en la revista Traveler. Algunos fragmentos:

1) BALAKLAVA: LA BASE DE SUBMARINOS ATÓMICOS EN EL INTERIOR DE UNA MONTAÑA

Los submarinos de la Unión Soviética entraban de noche en la bahía de Balaklava, una especie de fiordo estrecho y sinuoso. En una de las orillas, invisible desde el mar abierto, había una gigantesca compuerta de acero camuflada. La compuerta se abría y el submarino navegaba hacia el interior de la montaña Tavros, en cuyas entrañas los ingenieros soviéticos habían excavado una base naval a resguardo de los satélites espías.

Base submarinos Balaklava Ucrania

2) ODESA: LAS CATACUMBAS DE LOS PARTISANOS

En diversas zonas de estos túneles se escondieron trece grupos de la resistencia soviética, de unas ochenta o cien personas cada uno, y solo uno de ellos fue desmantelado por los nazis. Los topos humanos organizaron pequeñas ciudades subterráneas, con pozos por los que recibían armas y víveres desde el exterior, y salían de vez en cuando para atacar por sorpresa los cuarteles enemigos. Los nazis, a su vez, los rastreaban bajo tierra con perros y gaseaban los túneles, sin mucho éxito.

3) KIEV: LA ESTACIÓN DE METRO MÁS PROFUNDA DEL PLANETA

Las cinco estaciones de Vokzalna, Unyversitet, Teatralna, Khreshchatyk y Arsenalna conservan el esplendor y el escalofrío soviético, cuando sabemos que se contemplaba otro uso para ellas: estaciones tan profundas como las de Arsenalna, con sus pasadizos ramificados, estaban designadas como refugios atómicos.

4) KIEV: LAS MOMIAS DE PECHERSK LAVRA

La reunión de momias es selecta: por aquí yacen Alipio el Venerable, pintor de iconos; Néstor, el primer cronista eslavo; San Espiridión, patrón de los alfareros; un gran duque de Lituania, un príncipe de Kiev; y también, al parecer, otras reliquias como la cabeza de Clemente I, el cuarto papa de la historia; el cuerpo de Yuri el de los Brazos Largos, fundador de Moscú, y hasta los restos de Ilya Muromets, el héroe gigantesco de los primeros poemas épicos rusos, que luchó contra tártaros y monstruos, que derribó los campanarios de Kiev cuando el príncipe Vladímir olvidó invitarlo a una fiesta y que terminó canonizado por su defensa de la patria y de la fe ortodoxa.

5) CHERNÓBIL: LA TIERRA ENTERRADA

Una de las tareas más extrañas en las semanas posteriores a la explosión de la central nuclear de Chernóbil, el 26 de abril de 1986, fue la de enterrar la tierra. Grupos de soldados se dedicaron a arrancar las capas superiores de las zonas más radiactivas, para sepultarlas en fosas profundas que después se cubrieron con hormigón. Los terrenos así descarnados los cubrieron con arena de dolomita. Quedó un paisaje lunar.

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¡Ucrania a Rusia, diez a que no!

Sebastopol es como la bahía de Pasajes. Si los habitantes de Pasajes de San Pedro cuelgan banderas moradas en los balcones y los de San Juan cuelgan banderas rosas, mientras sus respectivas traineras se cruzan en la misma bahía durante los entrenamientos, en Sebastopol pasa lo mismo pero con buques de guerra rusos y ucranianos, con destructores, cruceros, fragatas y submarinos.

Tras la independencia de Ucrania, Rusia mantuvo el derecho de utilizar el puerto ucraniano de Sebastopol, su gran base naval en el Mar Negro. Las tremendas flotas de los dos países comparten la bahía y parecen dos compañeros de piso que han trazado rayas en el suelo para delimitar sus espacios, sus almacenes, sus diques flotantes, sus grúas, sus muelles. Despliegan banderas gigantescas y pintan rótulos que se pueden leer desde varios kilómetros de distancia: VIVA LA FLOTA UCRANIANA y VIVA LA FLOTA RUSA.

He cruzado la plaza Nakhimova, el equivalente ucraniano a las Portaletas del muelle donostiarra, y he gritado bajito: «¡Ucrania a Rusia, diez a que no!».

Y luego, mientras recorríamos la larguísima bahía sebastopoldarra en un barquito turístico, con cinco cadetes de Crimea que iban de excursión con sus madres recién llegadas para visitarlos en sus bases, al navegar entre los titánicos destructores rusos y las colosales fragatas ucranianas, he cantado cuando nadie me oía: «Arriba el corazón / txistu y acordeón / que al pie de la baliza / daremos la paliza. / Arriba el corazón / acércame el porrón / que la victoria viene / a nuestra embarcación».

Fotos: 1) El Korta de Sebastopol.

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2) La Ama Guadalupekua de Crimea.

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3) «Viva Rusia, carajo».

OLYMPUS DIGITAL CAMERA4) «Viva Ucrania, carajo».

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Odesa sin cochecito

En Odesa he bajado las 192 escaleras pensando en N., que estos días andará comprando un cochecito de niño.  (Y no sé cómo no se le ha ocurrido a nadie alquilar cochecitos en la parte alta, para que los turistas los lancen escaleras abajo. Yo habría pagado).

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A ver quién limpia luego el campo

Las llanuras de Ucrania son inmensas: si en las afueras de Kiev pones un listín telefónico en el suelo y te subes a él, puedes ver las cúpulas de Odesa, quinientos kilómetros más al sur.

El viaje en coche desde Kiev hasta Odesa, a través de los campos arados y desnudos de noviembre, tiene su puntillo si achinas los ojos y en el horizonte ves galopar a los cosacos zaporogos del siglo XVI.

En la novela Tarás Bulba, de Nikolai Gógol, he encontrado una crónica previa del próximo Shakhtar Donetsk-Real Sociedad. Estamos en la víspera de una batalla. Y los cosacos ucranianos imaginan su destino:

«Igual que las águilas, oteaban los cosacos todo el campo a su alrededor y el destino que les esperaba, que negreaba a lo lejos. Sí, seguro que todo el campo, con sus eriales y sus caminos, quedaría sembrado con sus huesos blancos, profusamente regado con su sangre y cubierto de carros destrozados, de lanzas y sables hechos añicos. Sus cabezas quedarían desperdigadas, con los chubs revueltos, sucios de sangre coagulada y los bigotes lacios. Las aves rapaces vendrían a sacarles los ojos».

Foto: al entrenador del Shakhtar le comunican que va a jugar Agirretxe.

Tarás

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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