FERNÁNDEZ June

Presentaciones de ‘Potosí’ en Pamplona, Bilbao, Madrid y Barcelona

Seguimos con las presentaciones del libro Potosí.

PAMPLONA. 3 de febrero, a las 19.00. En la librería Katakrak (calle Mayor, 54). Presentará don Daniel Burgui.

BILBAO. 6 de febrero, a las 19.30. En la librería Cámara (calle Euskalduna, 6). Presentará June Fernández.

MADRID. 21 de febrero, a las 19.30. En la librería Traficantes de sueños. C/ Duque de Alba, 13.

BARCELONA. 2 de marzo, a las 19.00. En la librería Altaïr. Gran Vía, 616. Presentará Martín Caparrós.

‘Potosí’ ya está a la venta en librerías y en la web de Libros del K.O.

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Copio de la contraportada:

“El Cerro Rico de Potosí, emperador de todos los montes, pirámide de todos los minerales, palacio de todos los tesoros, es hoy un vertedero de escombros que amenaza con derrumbarse sobre los diez mil mineros que entran todos los días.

Potosí fue el escenario de los conquistadores españoles que acumularon la plata, de los barones mineros que instauraron el primer capitalismo boliviano, de la revolución de 1952, las masacres militares y la última guerrilla del Che. Del subsuelo salieron los obreros que tumbaron dictaduras; ahora salen niños que se manifiestan y consiguen leyes para trabajar a partir de los diez años.

En ‘Potosí’ están los mecanismos de la riqueza extraordinaria y de la pobreza tan ordinaria. En ‘Potosí’ está la violencia. Al final de la cadena hay una niña de doce años que entra a trabajar en la mina. Esa niña se llama Alicia y ‘Potosí’ cuenta su historia”.

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Son muchas histéricas

Los artículos ‘Paranoicas’ (de June Fernández) y ‘Son unas histéricas’ (mío, que vino después) han alcanzado una repercusión extraordinaria y han producido un tsunami de reacciones. Ambos hablaban de los acosos “de baja intensidad” que sufren las mujeres con una frecuencia preocupante. Ahora, en otro texto magnífico, June analiza esas reacciones: ‘Feminazis’. Os lo recomiendo muchísimo.

De este nuevo artículo de June, traigo aquí un detalle nada más. En su blog a ella le llamaron feminazi, puta, zorra, fea, estrábica, lesbiana, entre otras muchas cosas, y alguien le dijo que si la tuviera delante le escupiría. Vamos, un poco más suave que las amenazas de violaciones y palizas que ha recibido en otras ocasiones, por parte de valientes anónimos. Yo, en cambio, apenas recibí ataques personales en mi blog, más allá de que me llamaran lametacones y pagafantas y que me dijeran que yo escribía cosas así para ligar y para recibir algunas migajas de las mujeres modernas. En los comentarios de mi blog también hubo insultos. Pero, qué casualidad, los insultos más feroces eran para las mujeres que debatían, a las que llamaron putas, guarras, y a las que acusaron de disparates.

Este ejemplo descarnado de violencia sexista ocurre en el mismo debate en el que algunos la relativizan.

*

Me parece importante dar algunos datos, creo que son muy reveladores.

Colgué mi artículo ‘Son unas histéricas’ el martes 20 de diciembre a media mañana. Ese primer día lo vieron un poco más de 20.000 personas (visitantes únicos). En estos momentos, viernes 23 a las 14.25, la cifra llega a 29.625. Semejantes números son desorbitados para las habituales cifras modestas de este blog, que en 2011 alcanza una media de 352 visitantes diarios.

Los datos más valiosos son los que detallan la cantidad de gente que ha decidido divulgar el texto entre sus amigos y seguidores: 2.936 personas lo han compartido en sus muros de Facebook (así, a ojo, en mi blog ese número muy pocas veces suele pasar de 100). Y 608 lo han divulgado en Twitter (muy pocas veces pasa de 20). El martes, el post apareció en algunas de las clasificaciones de los más divulgados del día en España. El hecho de que tantas personas hayan recomendado estos textos dice mucho sobre una realidad a la que algunos tratan de quitar hierro.

Para mí lo más abrumador ha sido la catarata de mensajes privados que he recibido de mujeres, en los que rememoran su lista particular de acosos sufridos. Muchas señalan que esas historias las han padecido en silencio, porque no querían parecer exageradas o paranoicas, pero que se les han quedado grabadas como recuerdos dolorosos, y les han dejado un poso de temor y una actitud defensiva.  Son mujeres de una gran variedad de ámbitos, situaciones, edades. Familiares mías, amigas, antiguas compañeras de trabajo y de estudios, simples conocidas, desconocidas.

También hubo comentarios de hombres en mi post, en los que relataban los acosos que ellos habían sufrido. Por si alguien todavía tiene dudas, quiero recalcar algo: en el texto no solo afirmé que los hombres también padecen acosos y violencias, sino que incluso conté un caso que sufrí yo mismo. Es compatible denunciar los acosos que sufren los hombres, en toda su gravedad, y afirmar que los acosos los padecen de manera mucho más generalizada las mujeres.

Entre los mensajes de los hombres, hay uno que colgué en Facebook y quiero copiar aquí: «Cuando era joven, haciendo autoestop, paró un señor. Me senté de copiloto y al rato el señor empezó a meterme mano. Lo pasé muy mal. No entiendo que los hombres que han sufrido algún episodio así lo utilicen como argumento para quitar importancia a los acosos que sufren las mujeres con mucha más frecuencia, en vez de tener más empatía con ellas y pensar lo que será si ese acoso que sufriste, que te pareció tan horrible, se te repitiera de vez en cuando». Otro amigo añadió: “El otro día lo pensaba leyendo los comentarios del blog. Algunos usan sus malas experiencias para minimizar las de los demás, y a otros les sirve para empatizar todavía más con otras víctimas”.

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Son unas histéricas

He mandado una pregunta a una amiga. En vez de una contestación directa, me ha respondido con una lista de diez recuerdos de su vida (he cambiado detalles para preservar su anonimato).

“1- Cuando mi hermana tenía unos 8 o 9 años, un viejo se le acercó en la plaza y le dijo:  “Te doy un caramelo y me das un besito”.

2- Cuando yo tenía unos 12 años, fui con una amiga a la fábrica en ruinas que teníamos delante de casa. Apareció un viejillo con boina, amable, que se puso a hablar con nosotras y a seguirnos mientras íbamos por la fábrica pisando cascos de vidrio. Cogió confianza y me agarró del brazo. “Déjame que te levante, para ver cuánto pesas”. Yo solté el brazo, me aparté rápido. Me saltó una alarma. Y nos fuimos. Mi amiga me dijo: “Pero chica, cómo has reaccionado”. Me pregunto por qué reaccioné así y por qué otras crías no lo hacen. Qué hace que te salte esa alarma.

3- Con 13 años, un día esperaba a mi madre en la calle, junto al portal. Vino un chico de mi edad por mi derecha, muy pegado a la pared donde yo estaba. Me saltó también la alarma. Yo agarraba una carpeta y me la subí hasta la altura de las tetas, como protección. Pasó a mi lado y noté un pellizco fuerte en el coño. Me subió un escalofrío hasta la cabeza, me quedé helada, violada de algún modo. Recuerdo cómo me sentí ese día y muchos días después. Al día siguiente teníamos una celebración familiar, recuerdo la ropa que llevaba, las fotos que nos sacamos, yo con mi cara pálida y mis ropas verdes, triste, mancillada, recordando lo del día anterior. Siempre siento una gran tristeza cuando veo esa foto, tantos años después.

4- Unos años más tarde, ese mismo chaval empezó a pegar en el culo con la raqueta a una vecina. Otro día, pasaba con la bici por el parque y le pegó una torta en el culo a una amiga.

5- Con 16 años, en un tren me senté al lado de un hombre.  Tras un rato de charla, empezó a agarrarme la mano. Luego me pidió que le diera un beso. No me atrevía ni a moverme. Me ofreció 40.000 pesetas por irme con él a un hotel.

6- En Perú, en medio de la plaza de la catedral, un tío me tocó el culo. También allí, en el tren, un hombre sobó de arriba abajo a una compañera. En Londres, en medio de la calle, otro tío me tocó el culo.

7- En la universidad, a la salida de clase, un compañero se me acercó por un lado, me agarró los pantalones a la altura de los tobillos y me los subió de repente para que todo el mundo viera mis piernas sin depilar. Otro día, delante de más gente, me dijo “tienes las orejas más feas que he visto nunca”.

8- En un polígono de las afueras de mi ciudad, donde trabajaba, un hombre me gritó desde una furgoneta: “¡Te voy a comer el coñooooo!”. Otro día, en ese mismo polígono, bajaba una cuesta andando y un coche que subía pasó a mi lado, despacio, con unos tipos dentro. Seguí caminando, miré atrás y vi que se habían parado en lo alto de la cuesta. El coche giró, empezó a bajar, me pasó y se cruzó delante de mí. Se quedaron esperándome. Vi que dentro había cuatro hombres. Me puse nerviosísima y eché a correr hasta un hotel, donde había más gente, y el coche se marchó.

9- Cuando tenía unos 20 años, un amigo de mi padre, casado y con hijos, me llevó de una ciudad a otra en su coche porque le venía de camino. Yo iba en el asiento del copiloto. A mitad de trayecto, alargó la mano y la apoyó sobre mi muslo, mientras me decía “yo os tengo mucho aprecio, a ti y a tu familia”. No hizo nada más. Pero no era un modo de tocar normal. No hice nada ni le dije nada a mi padre.

10- Hace dos semanas, de noche en un bar, delante de mí a una chica le tocaron el culo. Se dio la vuelta y dijo “le tocas el culo a tu madre”. En la barra había dos tipos sonrientes, entre la oscuridad y la impunidad del bar. No supo cuál de los dos había sido. Esa misma noche, volviendo a casa caminando a las cuatro de la mañana, un chaval andaba haciendo el tonto con otro amigo, salió a mi paso y me dijo “guapaaaa”. Un poco más adelante, un chico me llamó desde la esquina de una calle, “pssst, pssst”, y me decía “chica, ven aquí”.

*

Con esta amiga he hablado algunas veces de los pequeños abusos, acosos y presiones que en general sufren las mujeres a lo largo de su vida. Los abusos más graves están mal vistos, se denuncian, pero por debajo de ellos hay toda una gama tolerada de eso que llaman violencias de baja intensidad. Se aceptan, se toleran y hasta se ríen.

En estos últimos tiempos he preguntado por este asunto a varias amigas y todas, pero todas, tienen un repertorio de historietas así: pequeños acosos desde que eran crías, bromas pesadas, comentarios supuestamente graciosos en el trabajo sobre su físico, su vestimenta o su situación amorosa, chistecitos con los que se han sentido coaccionadas y marcadas… Y muchas comparten una sensación: todos esos episodios –que a ellas se les han quedado muy grabados- en teoría no son como para quejarse, para protestar, para ofenderse, porque entonces quedan como exageradas o histéricas. Si les molesta que cuando caminan por la noche un chaval les llame “guapa” desde la esquina, es que son unas avinagradas. El chaval no sabe –o le da igual- que a la chica se lo hayan dicho tres veces seguidas o que se lo digan con frecuencia en unas circunstancias que convierten el supuesto piropo en una actitud agobiante y amenazante.

A mí me da que en general los hombres no somos nada conscientes de esa presión frecuente que padecen tantas mujeres, nos cuesta ponernos en esa piel, ni nos imaginamos lo que tiene que ser aguantar una y otra vez bromitas o toquecitos o comentarios que se suponen chistosos. Muchos participan en esos pequeños acosos, otros ríen las gracias o les quitan importancia. No nos enteramos o no nos queremos enterar, pero todo ese ambiente de suave agresión acaba coartando la libertad de andar tranquilas por la vida sin que les molesten por el hecho de ser mujeres.

¿Acaso los hombres no padecemos acosos o presiones? Sí, claro, pero en un grado muy inferior, que no nos condiciona tanto. No hasta el punto de que se nos desarrolle una actitud psicológica temerosa, a la defensiva, que nos limite la libertad de andar tan panchos por la vida. Pondré un ejemplo personal.

Cuando yo tenía 16 años, un sábado por la madrugada iba andando solo por la ciudad, hasta el sitio en el que tenía candada la bici para volver a casa. Me crucé con un hombre que me paró para pedirme la hora. Las cuatro de la mañana. Continué mi camino y noté que el hombre me seguía. En vez de avanzar recto por la avenida principal, callejeé para comprobar si el hombre me seguía por casualidad o con intención. Y me seguía, me seguía en todos los desvíos y rodeos. Por fin me acerqué a la bici y me apresuré a soltar el candado. Entonces el hombre se acercó, se bajó los pantalones y los calzoncillos, y empezó a meneársela. Salí pitando.

En esta historia veo una gran diferencia con una mujer. Cuando el tipo chungo me seguía, yo creí que unas horas antes me había visto candar la bici y que me la quería robar. Ni se me pasó por la cabeza que yo corriera ningún tipo de peligro sexual. Con 16 años, en mi cabeza no existía ese miedo. Ese miedo que es el primero que le viene a la mente a una chica de esa edad. El chico de 16 años piensa que le pueden robar la bici. La chica de 16, que la pueden violar. Porque viven con esa preocupación desde crías y a lo largo de toda la vida: siempre hay un viejillo en el parque que las agarra y las soba un poco, un adolescente que en el colegio les mete mano o les baja los pantalones, un ligón de bar que se pone bravo con ellas delante de los colegas machitos, un jefe que hace gracietas desagradables sobre su aspecto…

*

Mi amiga me mandó esa lista de diez recuerdos como respuesta a mi pregunta. Yo solo le había preguntado qué le parecía un artículo de la periodista June Fernández.

June primero escribió en Facebook una lista de actitudes que le molestaban cuando hombres más o menos desconocidos le abordaban en las redes sociales tomándose demasiadas confianzas. Tras su texto, vino una cascada de comentarios de otras chicas, que relataban montones de situaciones parecidas que les incomodaban. Algún chico entró a quitar hierro al asunto, a decir que no era para tanto, que a los hombres también les pasan cosas…

June comentó: “Cuentas micromachismos y te acusan de hilar fino y de ser una paranoica”. Y después publicó esta entrada en su blog: ‘Paranoicas’.

Os recomiendo mucho que leáis esa entrada y el debate que se desarrolló en los comentarios, donde algunas mujeres cuentan sus experiencias. Y que juzguéis si esas mujeres son unas exageradas y unas histéricas o si los tíos deberíamos darle alguna vuelta a este asunto.

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Los ojos del camaleón

La prueba que hizo Sos Racismo el pasado viernes, para demostrar con testigos que en ocho bares de Bilbao impiden el paso a algunas personas por el color de su piel, ha producido reacciones airadas de algunos hosteleros y algunas autoridades. Era de esperar. A mí me han sorprendido otro tipo de reacciones, más suaves, matizadas, respetuosas y hasta amigables, pero que tienden a mirar a otro lado.

Algunos cuestionan el rigor científico de la prueba de Sos, niegan que tenga validez estadística o que sirva para establecer conclusiones sociológicas. Pues claro: en Sos Racismo nunca han defendido lo contrario. Han insistido desde el principio, una y otra vez: no pretendían hacer ningún estudio sino comprobar con testigos si ciertos bares, sobre los que había denuncias constantes de discriminación, negaban el paso a negros y moros. Como los resultados fueron contundentes, los medios y las instituciones han reaccionado y parece que algo se mueve. ¿Cuál es el problema de que Sos Racismo ayude a constatar y denunciar estos delitos?

Otros, esquivando la gravedad de los hechos denunciados, salen por peteneras señalando otras injusticias: que si a los tíos también les cobran por entrar en las discotecas (un argumento muy repetido en los foros), que si también hay otra gente discriminada, que si hay muchos otros prejuicios, que si nos la cogemos con papel de fumar…

A mí estas reacciones me han sugerido justo lo contrario: que nos la cogemos con papel de fumar cuando nos hablan del racismo en nuestra sociedad. ¿Racismo?, no, hombre, no es para tanto… Pues sí, yo creo que sí es para tanto, no me parece exagerado tildar de gravísimas las discriminaciones que reveló la prueba del viernes ni estas otras  situaciones que cuenta hoy June Fernández y que son un goteo permanente de injusticias. Tenemos las cloacas justo debajo de casa y lo peor es que todos caminamos por ellas, y casi siempre con las manos en los bolsillos.

Cuesta ponerse en la piel de las personas discriminadas, imaginar la humillación y el desprecio cotidiano. Incomoda pensar en la manera en que son tratados muchos emigrantes que viven entre nosotros, preferimos pensar que aquí somos muy majos y  no hay problemas, no tenemos por qué preocuparnos de nada, todo va bien, miramos a otro lado y somos complacientes con nosotros mismos.

En algunos casos ha molestado más la denuncia del racismo que el propio racismo. Es que la denuncia resulta incómoda, choca con la imagen plácida que tenemos de nosotros mismos. Esa es mi conclusión: que todo esto nos interpela, nos obliga a repensar nuestro entorno y eso incomoda. Por eso procuramos quitarle hierro.

Lo dice June en su entrada de hoy: cuando te enteras de una cosa, ya no puedes hacer como que no sabes.

Y eso incordia mucho.

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Nuestro apartheid

Imagina que vas a un bar y el portero te prohíbe la entrada: es que está lleno y no puedes pasar. Pero un minuto después llegan dos amigos tuyos y a ellos sí les deja entrar sin ningún problema.

Imagina que vas a un segundo bar y el portero también te prohíbe el paso: es que hay una fiesta privada. Un minuto después llegan tus dos amigos, que no saben nada de ninguna fiesta privada, y el portero les deja entrar sin problemas.

Imagina que vas a un tercer bar y el portero te frena: son ocho euros. Llegan tus dos amigos y les deja pasar gratis.

Imagina que vas a cuatro bares, a cinco, a seis, a siete, a ocho. Y en todos te impiden la entrada con excusas o incluso con desprecios y amenazas, mientras que a tus amigos les dejan pasar en todos.

No tienes ninguna cuenta pendiente con nadie, vas sobrio, vas pacífico y hasta llevas buen aspecto: americana, camisa, zapatos y bien afeitado. Y sin embargo, te impiden la entrada en ocho bares consecutivos.

Ah, joder, es que eres moro. Y estás en Bilbao.

Ocurrió el pasado viernes por la noche en una prueba organizada por Sos Racismo, después de que esta organización recibiera constantes denuncias de que ciertos bares de la ciudad impedían el paso a algunos clientes por este único motivo: el color de su piel. Sí, como en Alabama 1960 o Johannesburgo 1980.

La prueba consistía en acudir a ciertos bares de copas y entrar por parejas separadas: dos árabes, dos negros, dos sudamericanos, dos europeos… De los nueve bares visitados, ocho impidieron la entrada a los árabes y tres a los negros.

Si fuéramos capaces de ponernos un momento en la piel de alguien que va con toda paz a los bares y que ve cómo lo rechazan y lo humillan puerta tras puerta, quizá empezaríamos a plantearnos qué queremos decir cuando exigimos a los emigrantes que se integren.

En el grupo iban como testigos la periodista María R. Aranguren, que escribió la crónica «Aquí no entran negros ni moros«, y el guionista y bloguero José A. Pérez, que escribió «Fiesta de blancos«. Ambos textos se publicaron tanto en Periodismo Humano como en Pikara Magazine. También hizo de testigo y cronista David S. Olabarri, autor de un reportaje a doble página en El Correo: «En este bar no entran ni negros ni moros« (incluidas las versiones de los dueños de los locales).

June Fernández, integrante de Sos Racismo y participante en la prueba, escribió un análisis muy interesante en su blog Mari Kazetari, sobre el racismo latente y la percepción de que los racistas siempre son los otros. También dice que no estamos ante un problema de hosteleros racistas: «Si los bares de Bilbao no dejan entrar a negros y moros es porque saben que su clientela prefiere no tenerlos cerca».

*

June Fernández salió en este vídeo contestando a una entrevista que le hizo El Correo. Y en los comentarios posteriores de la página web le lanzaron una oleada de insultos, calumnias, amenazas y todo tipo de salvajadas.

Los comentarios que se vierten en los medios digitales tienden a ser una fosa séptica, como dice El Jukebox. Los anónimos cobardes, hiperactivos y furiosos desparraman una vomitona que en esos foros alcanza una extensión mucho mayor que en la vida real. June, que le ha echado valor para dar la cara ante semejante avalancha anónima de odio y violencia, dice que estos comentaristas son una minoría ruidosa que rastrea noticias ligadas con inmigración y vuelca en ellos su basura ideológica: se convierten en las noticias con mayor número de comentarios, pero no suelen ser ni las más vistas ni se corresponden con los temas que más alarman a la ciudadanía. El problema es que esos discursos de odio suelen apoyarse en sartas de tópicos y prejuicios que sí calan, de manera acrítica, entre mucha otra gente.

Es vergonzoso que los medios toleren estos desparrames en sus páginas. Sí, las medidas para controlar los comentarios harían bajar el ritmo, la interacción y supongo que hasta las visitas de los lectores que acuden a la polémica. Pero la otra opción, la de la barra casi libre con esas moderaciones insuficientes y tardías, supone ceder el periódico como terreno de insultos, calumnias y amenazas -delictivas, por cierto-.

Miguel Ángel Jimeno impulsó en Facebook un grupo llamado «Por el control de la barra libre en los comentarios de publicaciones online«.  Habrá que, ¿no?

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Lecturas recomendadas, incluidos los comentarios:

Racismo: manual de uso y disfrute, del Escéptico Confuso.

Monta y doma de prejuicios, de El Jukebox.

Échale la culpa al moro, de mí mismo, con perdón.

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Escribo con los veinte dedos.
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