Vespacio

El que tiene vespa

Si no tenéis una vespa, para lucir tan sesi como yo, ahora al menos podéis vestir una de estas camisetas que diseña Javi. El lema viene de la vieja sabiduría popular: «El que tiene vespa tiene neska». Si os interesa: vespaneska@yahoo.es.

¿Alguien diseña lencería? No os cortéis, que yo ya voy lanzado.

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Etapa de mierda

Se me había olvidado ya, pero ayer redescubrí una carpeta de fotos con este nombre: “Del Etna a Palermo. Etapa de mierda”. Son del pasado 13 de abril, el día en que más kilómetros recorrí con la vespa por Sicilia y en el que menos fotos saqué: seis.

En el cuaderno escribí todo lo que me salió mal ese día, un día de mierda. No me apetece ni buscarlo, porque me acuerdo bien y porque ahora ya da igual.

Pero me ha hecho recordar algo que más o menos decían Miguel Sánchez-Ostiz y Alain de Botton: qué poco escribimos del aburrimiento en los viajes, del cansancio, la tristeza, la soledad. La parte de los morros largos no interesa, ni al escritor ni al lector, igual hasta incomoda. Porque el viaje, se supone, es siempre apasionante, la vida en viaje siempre es mejor que la vida en casa,  o eso contamos, si no de qué, si no pareceríamos un poco tontos dando vueltas por ahí. No sé si intentamos justificar algo, pero lo cierto es que siempre tapamos la murria.

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Una gran aventura

Andaba yo desayunando en la terraza de una cafetería -capuchino, cruasán relleno de mermelada y mapa de Cerdeña desplegado sobre la mesa-, cuando se acercó un chaval africano a ofrecerme unas toallas, unas gafas y no sé qué más. Vino con poca esperanza de venderme nada y con cierta curiosidad por mis pintas, mi mapa y mi moto. Me hizo una oferta desganada de sus mercancías, por obligación profesional, y en cuanto meneé la cabeza me preguntó de dónde venía y si viajaba en esa moto de ahí. Le dije que sí, que venía de Sicilia, que ahora cruzaba Cerdeña y que pretendía volver hasta mi casa. El chaval se descojonó: ¿en esa moto?, ¿desde Sicilia? También se tronchó de risa con el cajón enorme que llevo en la vespa y, cuando nos cambiamos los teléfonos, se rió de lo cutre que es mi móvil. El tío se reía de todo.

Se llamaba Pashka, era de Gambia, tenía 25 años y llevaba uno en Italia. Miró un rato la vespa, me preguntó por el espejo partido y por el cambio de marchas, quiso saber cómo ataba la mochila, y al final me dijo:

It’s a great adventure!

-¿Y tú, Pashka, cómo viniste aquí?

-Salí de Gambia y viajé en varios camiones a Libia. Allí estuve dos años trabajando, hasta que empezó la guerra. Intenté salir del país, llegué a la ciudad de Misrata y a los africanos nos metieron en un campamento en el puerto. Nos caían bombas, se oían tiroteos muy cerca. Un día nos juntamos varios grupos y embarcamos en tres pateras, cruzamos el mar sin brújula ni apenas comida ni nada. Pasamos mucho miedo pero llegamos bien a Lampedusa. De Lampedusa vine a Cerdeña, con otros amigos de Gambia, y ahora trabajamos aquí. Entonces, ¿tardarás mucho en llegar a San Sebastián? ¿Con esa moto puedes ir por las autopistas? ¿Dónde duermes?

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Noche pécora

El viaje routier permite un ejercicio fascinante: según avanzas, vas convirtiendo el mapa en mundo. A veces es importante que esa transformación responda a tus expectativas. Por ejemplo, cuando buscas un buen sitio para acampar por libre.

Primero miro el mapa, localizo los puntos que parecen prometedores, apartados, silenciosos, sugerentes –siempre hay una ermita en las afueras de un pueblo, un faro al final de una carretera solitaria, un camino comarcal que se separa de la autovía y culebrea por zonas de cultivos-, luego arranco la moto, avanzo por la ruta y delante de mí empieza a desplegarse en tres dimensiones el paisaje prometido por el mapa; por ejemplo un cabo con sus relieves, sus acantilados, sus playas, sus rugidos del oleaje, sus gaviotas, sus aromas de pino marítimo. Las ruedas de la vespa corren y, al pisar cada centímetro de mapa, veo cómo se despliega otro kilómetro de mundo ante mí. Me sigue sorprendiendo que el mundo esté justo donde dice el mapa. Es que a esas horas, cuando busco sitio para acampar, suelo tener la glucosa un poco baja. Y la hipoglucemia leve y la literatura son valiosas para saborear mejor el mundo: «Moverse es lindar con el mundo. Si uno se queda quieto, el mundo se esfuma», escribe Cormac McCarthy en En la frontera.

Crucé Acquaresi, Buggerru y Portixeddu -gloriosa toponimia sarda- y llegué al modesto final del mundo que me prometía el mapa: el cabo Pécora.

Después de una tarde de ventoleras y chaparrones intermitentes, por si acaso busqué algún sitio donde cobijarme con mi tiendecica de una sola capa, tan permeable.

Y antes de prepararme una ensalada para cenar -con mucho pan y mucho atún-, salí de paseo a ver si ponían algo interesante.

Después de cenar, me metí en la tienda y me dormí al instante. A las 3:46 me despertó un trueno. Un vendaval zarandeó la tienda, una lluvia violenta la empapó hasta mojarme el saco y empezaron a caer unos rayos cada vez más terribles, frecuentes y cercanos. Conté los segundos entre trueno y trueno, para saber si la tormenta se alejaba, pero qué va. De pronto me vi en aquel descampado costero, debajo del árbol y al lado de la vespa, convertido en un perfecto pararrayos. Me acordé de Homer Simpson («cuando empezó la tormenta, me tapé con una chapa y corrí debajo de un árbol»). Tuve dudas: ¿salgo de la tienda y me voy corriendo, bajo el aguacero, a cualquier otro sitio al descubierto, aunque me empape y me congele? Luego me acordé del reportaje que escribió el gran Javier Marrodán sobre personas que habían tenido supervivencias milagrosas: uno de ellos era un navarro al que alcanzó un rayo. Al preguntarle cómo era eso de que te diera un rayo, el hombre dijo que había sentido «como una desgana». Así que pensé que, si me daba, no sería para tanto. Me imaginé levemente carbonizado, como en los tebeos, y con tupé, y me reí un poco.

La última vez que miré el reloj eran las 4:39. Al poco debió de acabar la tormenta, porque me quedé frito (metáfora). Me desperté a las ocho, un poco mojado pero descansadísimo, y arranqué la moto para volver al mundo.

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Cenizas del Etna

Hace diez días hablé con la señora que barre el Etna. La efusión del magma, la regeneración de la corteza continental, la orogenia y esas cosas están muy bien, pero luego se queda todo perdido y alguien tiene que barrer la creación del mundo.

Anteayer jueves, en mi segundo intento de acercarme al mayor volcán de Europa, conocí a un montañero turinés que, después de escalarse todos los Alpes, lleva ocho meses trabajando en un refugio del Etna. Cuando le pregunté si no se cansará de estar siempre en la misma montaña, me dijo que el Etna nunca es la misma montaña (aquí un recuerdo para Eider). Que en ocho meses ha visto ya muchas erupciones, que el paisaje se transforma constantemente, y para qué buscar montañas distintas si estás en una que no para de cambiar. Los mapas del Etna se quedan viejos en cuestión de semanas.

Así que al menos, en mis dos incursiones decepcionantes al Etna, conocí a dos personas que me contaron historias interesantes para cuando toque escribir alguna crónica.

Mi segundo intento frustrado ocurrió de la siguiente manera. El jueves regresé de las islas Eolias a Sicilia, arranqué la vespa en la costa, crucé los montes Peloritanos por un collado a 1.125 metros y de pronto se me apareció enfrente el tremendo volcán nevado, de 3.340 metros. Le brotaba una espesa columna de humo teñida de luces rojas: una erupción de lava y cenizas, la quinta del 2012.

Subí por la carretera del Etna ya de noche, con el faro de la vespa abriendo una cuña de luz en la oscuridad, entre campos de lava apenas distinguibles y muros de nieve de tres metros, pisando con las ruedas un barrillo crujiente de deshielo y cenizas volcánicas. Después de veinte kilómetros de subida a oscuras, me despisté en varios cruces, me dirigí a una luz lejana en la ladera y descubrí que no era el refugio sino las instalaciones vacías de una estación de esquí. Como estaba pajarete, paré la moto y corrí un par de esprints para entrar en calor y para espantar la inquietud. Descubrí por fin el cruce acertado y llegué al refugio Citelli, a 1.740 metros, donde me pareció ver a Frederick Jackson ondeando el brazo tras la ventana. Jackson, mutado ya en el guía Ricardo, me sirvió un bendito plato de macarrones y me contó que tras la erupción de esa tarde había fluido una lengua de lava por el valle del Bove y había caído una capa de ceniza de cinco centímetros sobre Fornazzo y alrededores. A estas horas, supongo, la señora que barre el Etna ya habrá ido a por la escoba y el recogedor.

Ayer viernes me desperté en el refugio con planes de hacer una caminata. Llovía a mares y una niebla espesa no dejaba ver más allá de treinta metros. Esperé una tregua hasta las once de la mañana, di un paseíllo apurado bajo el aguacero, subí por una ladera de pinos y abedules y gocé con la experiencia de pisar nieve y ceniza. Pero volví rápido y con cara de mala leche.

-No te disgustes, porque la lluvia te conviene –me dijo el guarda-. Así se limpia de cenizas la carretera y al menos podrás irte de aquí.

Y así empezó la larguísima y perfecta etapa de mierda del viernes, pero eso ya os lo cuento otro día, que hoy ando telegráfico, reventao y contento.

 

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Secuelas de Vulcano

El martes en Palermo me arreglaron las dos ruedas rápido y bien. Arranqué la vespa, aprecié con emoción ese maravilloso invento de las ruedas que ruedan, y lo saboreé durante 220 kilómetros culebreando por la carretera litoral desde Palermo hasta Milazzo, bordeando calas, silueteando cabos y remontando acantilados. Uno de los pequeños goces de viajar en moto es que, cuando vas un poco cansado o desganado, puedes hablarte y darte ánimos dentro del casco, y cuando vas feliz, puedes ir cantando a berridos, que nadie se entera (por eso puedes alternar, con total libertad, ir chillando I’m your man de Leonard Cohen, Opera tu fimosis, de Siniestro Total, Je veux, de ZAZ, y Cosacos de Kazán). En algunos momentos, hasta sacas un poco la rodilla en las curvas, derecha, izquierda, derecha, zas, zas, zas, y retransmites tus propias trazadas. Estoy seguro de que con menos fundamento que esto se han montado terapias.

Hice los 220 kilómetros casi de tirón -uf- porque quería llegar al embarcadero de Milazzo a tiempo de juntarme con Josu y el grupo de amigos con el que anda viajando con su furgoneta por Sicilia, para ir con ellos un par de días de excursión al archipiélago volcánico de las Eolias, un destino francamente.

Estuve con Josu en Geysir (Islandia, 2008), la fuente termal que lanza erupciones de agua y vapor y que dio nombre a todos los géiseres del mundo. Estuve con Josu en el río Meandros (Turquía, 2011), cuyo cauce sinuoso dio nombre a las curvas pronunciadas de todos los ríos del mundo. Y hoy he estado con Josu en Vulcano, el monte que dio nombre a todos los montes que escupen fuego y gases del mundo. Con estos tres yo creo que ya hay para reportajillo, pero si se os ocurren más topónimos que se hayan convertido en nombres genéricos de elementos geográficos… (así a botepronto solo se me ocurre Karst, en Eslovenia).

Con Josu y con su cuadrilla viajera más maja que maja hemos subido al Gran Cráter de Vulcano. También hemos visto cómo escupía fuego el terrible Strómboli, que lleva miles de años de actividad ininterrumpida y cuyas llamaradas ya servían de faro a los navegantes griegos. Los chorrazos de rocas ardientes del Strómboli los hemos visto de noche, así que os dejo las fotos matinales en Vulcano.

Esa subida al Gran Cráter, en cuyo subsuelo tiene su fragua el herrero Vulcano, hijo de Júpiter, me ha dejado dos secuelas: un leve y pasajero dolor de cabeza, porque he estado más tiempo del debido fotografiando fumarolas y aspirando gases sulfurosos, y la terrible certeza de que mañana, cuando me despida del grupo y vuelva a seguir vespeando por Sicilia, dentro de mi casco cantaré a gritos nada menos que «El Kilimanjaro / es un sitio caro. / Al lado del cráter / hay cafetería y váter…».

 

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Todo el mundo va en vespa menos yo

En Palermo tienen muy afinada la publicidad contextual. Ya sabéis: escribes en un correo que alguien estaba «borracho como una cuba» y Google, que es más listo que tú y que yo, te ofrece una guía de bares con encanto en La Habana. Pero lo de Palermo es aún más sofisticado: te lo hacen en plena calle con vallas tradicionales y con un punto de cachondeíto que, en fin, no me ha hecho ninguna gracia.

No hay derecho. La mañana posterior al pinchazo que me tiene varado en Palermo para tres días, salí al puerto a curiosear rutas y horarios de barcos y me encontré este cartelón. Ahí tenéis al chaval feliz, con su vespa azul, sus ruedas bien hinchadas, y además recordando de una manera muy poco sutil aquel refrán de nuestros antepasados: el que tiene vespa tiene neska. Y yo allí, con mi vespa azul medio perdida en un callejón de las afueras, con sus ruedas pinchadas, y mientras tanto vagando por el puerto, cabizbundo y meditabajo, mientras desde las sombras me miraban con sospecha hombres morenos de patillas patibularias, seguramente reunidos en asamblea clandestina para fundar el sindicato alternativo de estibadores palermitanos.

Desde el puerto, caminé por las callejuelas retorcidas y destartaladas de la Vucciria, entre casas derruidas, plazas guarras, fritangas de sardinas, motocarros que acarreaban milagrosas pirámides de alcachofas, señoras en batín que con sus gritos de balcón a balcón alcanzaban el grado 8 en la escala Richter, todo muy pittoresque, muy pittoresque, incluida la abuela que lavaba ropa en la fuente del Garrafello y que, cuando un niño travieso le escondió un balde, le metió un bofetón también muy pittoresque; y, en fin, al salir a las avenidas me senté a ver pasar vespas.

Me senté en Quattro Canti a ver pasar vespas, me senté en la piazza San Doménico a ver pasar vespas, iban en vespa los viejillos, iban en vespa los gafapastas, y las chicas tan elegantes que me ponen un poco nervioso con su melena negra y rizada ondeando fuera del casco y su gesto fiero de velocidad, y los matrimonios etíopes muy abrazados, iban en vespa todos menos yo.

Como ya no podía más, eché a andar y en las esquinas hacía sin querer un leve gesto girando el puño izquierdo, clac-clac, el gesto de embragar la vespa -ay, ¡aquel callo del vespista!-, y en un momento ya hasta me puse el casco y caminé con él -puro Calimero-, un poco por nostalgia de la velocidad y un poco por disimular los ojillos húmedos.

Luego fui a comprar otro cannolo, que consuela bastante, me espolvoreé el azúcar glaseado por media chaqueta -qué tíiiipico-, me remosté los morros con una plasta de queso ricotta, y me lo zampé mientras paseaba por el corso Vittorio Emanuele, suspirando cremoso, pensando que Italia es un país muy civilizado porque llueve solo por las noches.

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Palermo: pierdo tres turnos

O cómo un pinchazo me deja tres días parado.

Ayer sábado, entrando en Palermo a las dos y cuarto de la tarde, pinché la rueda trasera. Puse la rueda de repuesto, que debía de llevar en la moto desde la época de Vespasiano, y vi que perdía aire por todas partes. Los talleres acababan de cerrar. Y como el lunes es Lunes Santo, no vuelven a abrir hasta el martes. Así pues, me toca quedarme en Palermo desde el sábado hasta el martes.

Como era imposible arrastrar la vespa ni cien metros, la aparqué como pude, cargué cuatro cosas en la mochila y caminé tres kilómetros hasta el centro.

Junto con la rueda, se me han pinchado varios planes sicilianos y también pierde aire una idea que me estaba rondando para prolongar la ruta, pero en fin, esto de los viajes es como el juego de la oca. Mientras pierdo tres turnos en la casilla de Palermo, procuraré disfrutarlos.

Al menos la jornada mereció la pena solo por el encuentro asombroso con Dani Burgui y Paula Vilella, que volvían de preparar unos reportajes muy prometedores en Malta, y pasaban por Palermo de camino a casa, justo el día en que yo llegaba culeando con la vespa pinchada y justo el día en que ambos cumplían años. Las penas con amigos (y con un arancine relleno de carne, unos calamares a la brasa, un cannoli cremoso como el del post anterior, unas cervezas y un helado de pistacho y avellana) son mucho menos.

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Vespacio por Sicilia

Llevo unos días dándole la vuelta a Sicilia en vespa. Si eso, ya lo iré contando, vespacio, vespacio. Qui va vespacio, va lontano.

(Hace seis años, Vespaña).

 

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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