BURGOS

Pancha es Castilla

Así se fueron ocho días que parecieron ochenta.

1) Siesta con plátano sobre Mercedes al sol.

2) Bocadillo y lata de cerveza en Aguilar de Campoo (Palencia).

3) Una tarde en la biblioteca de Villadiego (Burgos). Periódicos, mapas, revistas, calefacción.

4) Alar del Rey (Palencia): inicio del canal de Castilla, siglo XVIII, primera retención del Pisuerga.

5) Sopa castellana en La Granja de San Ildefonso (Segovia).

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Uno que se salió del mundo

Después del madrugón, empezamos la subida a la Peña Amaya, a la que J. bautizó con mucho ojo como el Uluru burgalés.

Pasamos por los restos de un castro celta muy extenso, donde hace dos mil años los cántabros sufrieron el asedio de las tropas del emperador Augusto. Se encaramaron a una fortaleza en lo alto de la cercana Peña del Castillo, en la que aún se aprecian muros de hace dos mil años, trincheras y pasos excavados en la roca. En ese mismo nido de águilas se refugiaron los visigodos y luego los castellanos, para resistir diversos asedios moros.

Qué emoción, le dije a J.: en este mismo lugar alguna vez caminarían dos tipos como tú y como yo, dos celtas que verían esta misma montaña de enfrente, que tendrían los mismos latidos acelerados al subir la cuesta. De qué hablarían, cómo sonarían sus voces, qué ilusiones tendrían, qué temores masticarían, sabrían hacia dónde queda el mar, qué parte del mundo conocerían, qué sentirían al ver acercarse por la llanura a las tropas romanas.

Un poco más adelante encontramos a un señor de barbas borrascosas recogiendo setas. Se llamaba José y vivía abajo, en el pueblo de Amaya, pero nos dijo que subía a la peña a diario.

Cuando J. sacó del bolsillo unas gafas de sol, José se inquietó:

-Eso es malo. Esas gafas y los tatuajes y esas cosas. La gente que lleva tatuajes vive menos.

-¿Y eso? ¿Porque se pasa la tinta a la sangre o algo así? –preguntó J.

-Es que ahora la gente no es libre. Gastan lo que no tienen. Y los que llevan esas gafas y los tatuajes y los pendientes y esas cosas… Esos viven menos. El setenta o el ochenta por ciento de la humanidad está sucia. Ahora hablan de la crisis y los recortes. Eso es Dios, que está limpiando.

“Por eso me fui a vivir a lo alto de la peña. Allí construí unas cabañas y me pasé cuatro años allá arriba. Me sentía más libre. Bueno, vivía allí hasta septiembre. Luego con el frío bajaba al pueblo.

José nos señaló un majuelo en la base de la pared: a partir de allí subía un pasillo empinado y rocoso hasta la meseta de la Peña Amaya. La parte superior de esta montaña es una inmensa explanada rocosa, de un par de kilómetros de largo, en la que podría aterrizar un Jumbo.

Allí estaban las cabañas de piedra que utilizaba José para salirse del mundo.

*

Por la base de la Peña Amaya, hacia la Brecha de Rolando burgalesa y la Peña del Castillo, donde se refugiaron celtas, visigodos y castellanos:

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Madrugar sin una verdadera necesidad

Aparecieron dos guardias civiles a las once de la noche, nos pidieron la documentación y nos explicaron que estaba prohibido acampar en toda la provincia. Incluso, dijeron, podían ponernos una multa de 300 euros. “Y os sale la broma más cara que un hotel de cinco estrellas”, dijo el guardia joven. El guardia viejo aclaró que nunca multaban. Que, como mucho, a los campistas poco discretos los mandaban para otra parte: “Toda la vida hemos salido a la montaña», dijo el guardia viejo, «y hemos acampado en cualquier sitio. No molestábamos a nadie, no ensuciábamos. Pero claro, no gastábamos, y ahora protestan los dueños de los campings y de los hoteles, porque pierden negocio, y van y sacan una ley para prohibir la acampada libre”. Examinaron nuestra tienda con interés, calcularon si podrían llevarla plegada en sus motos, nos preguntaron si teníamos buenos sacos –esa noche hizo dos o tres grados bajo cero- y nos recomendaron que por la mañana nos marchásemos temprano para que no nos viera nadie.

Es lo que hacemos siempre.

Un día más tarde, ya en otra provincia cuya legislación campera ignorábamos, J. me obligó a salir de la tienda a las 7. Yo me hice autónomo, sobre todo, para no madrugar. Para no madrugar en mi propia casa (hacerlo me parecería de muy poco respeto por mí mismo). Si veo amanecer, es señal de que estoy de viaje o de que salgo al monte. Si madrugo, en fin, significa que ese día no trabajo.

Nos levantamos a las 7, digo, en un campo de cereal en Sotresgudo (provincia de Burgos: estamos muy a favor de Burgos). J. temía que llegara algún vecino con el tractor antes de que recogiéramos la tienda, cosa que a mí tampoco me parecía grave, pero en fin, estábamos de vacaciones y podía darme el capricho de madrugar.

Nos despertamos junto a su Mercedes blanco de 1980, en el que tenemos por costumbre anual viajar un poco por Castilla, con un criterio básico: no superar los 80 km/h, conducir sin despeinar los chopos.

J. levantó la tienda al aire, para sacudirle la humedad con los primeros rayos del amanecer. Y nada, que me pareció bonito.

Bola extra: Setas rojas y hombrecillos verdes, de Eider Elizegi.

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Devuélveme el rosario de mi madre (road movie castellana)

Los tacaños vemos cosas que los rumbosos ignoran. Por ejemplo, una de las señales más sugerentes de toda la red  viaria española: la que indica el desvío a Santa María del Invierno y Villaescusa la Sombría, sólo visible para los viajeros que renuncian a la autopista. Había leído tantas veces esa promesa helada, había fantaseado tanto con los misteriosos territorios que esperan más allá de este cruce, que para mí el cartel alcanzaba ya la talla de otras indicaciones legendarias.

 

 

 

 

Para estas expediciones sé que puedo contar con Josema: qué te parece si vamos a Santa María del Invierno y Villaescusa la Sombría, provincia de Burgos, y ya le oigo desplegar al otro lado del teléfono su mapa Michelín de los años ochenta, en el que no aparecen ni la mitad de las autopistas actuales. Total para qué.

Josema es un routier, entusiasta de las carreteras nacionales viejas y de las comarcales que ni siquiera tienen raya en medio, aficionado a tomar café con leche en el Bar-Centro Social de pueblos con menos de cien habitantes, lector de toldos de camiones – ¡tan interesantes!- y propietario de un señorial Mercedes blanco de treinta años con el que surca la meseta castellana sin despeinar a los chopos.

Después de la primera hora y media de viaje, sabemos que la conversación debe ir apagándose para que dentro del Mercedes resuene “My way”, que Josema corea como si fuera un himno cuando Frank Sinatra presume de que “I’ve travelled each / and every highway”. Y luego vienen las canciones desgarradas de María Dolores Pradera. Hay un estribillo que cantamos a pleno pulmón: “Devuélveme el rosario de mi madre / y quédate con todo lo demás…” (min 1:02).

Tarareábamos al montar la tienda de campaña en la noche gélida del viernes, disimulada entre unos pinos al pie del Monumento al Pastor, en Pancorbo. Otro viejo capricho. Antes de meternos a los sacos dimos una caminata a paso rápido para entrar en calor, y contemplamos a la luz de las estrellas -y de unos poderosos focos- el titánico pastor de piedra, que sostiene un cordero en su brazo mientras camina con mala cara, desafiando a los elementos y tal. Aquellos que circulan por la autopista nunca verán al pastor, a su perro desproporcionadamente grande, al zagal saludador que completa el conjunto, ni al ángel manco clavado en una pared rocosa, que simula volar en horizontal y en realidad parece un niño despeñándose desde lo alto del espolón rocoso. Casi se le oye gritar.

Estamos a favor de las carreteras que aceptan la geografía. Estamos a favor de la vieja N-I que serpentea para colarse por el desfiladero de Pancorbo (velocidad máxima: 50 kilómetros por hora), en lugar de atravesar la sierra a golpe de túnel como hace la autopista recta y arrogante, sin enterarse del desfiladero ni del pueblo. Estamos también muy a favor del propio pueblo de Pancorbo, agazapado entre las crestas calizas que le tapan el sol y que brotan incluso entre casas.

El sábado escalamos con aliento épico de Pancorbo a los Montes Obarenes. Porque están ahí , qué carajo. Ahí, a la vista desde la carretera nacional durante muchos kilómetros, presentes en todos los viajes hacia Burgos y Madrid desde hace años, pero ignotos hasta el sábado. Nos emocionó palpar las cuchillas de piedra, tantas veces admiradas, que van subiendo en cresta hasta el pico del Castillete (1.038 m), descubrir allá arriba las ruinas del Fuerte de Santa Engracia, pisar las penúltimas nieves de la temporada, completar la vía de los polacos hasta la Peña del Buey (1.292 m). Y, de vuelta en el campo base, preparar sobre el techo del Mercedes el banquete de huevos duros, pan con jamón y una naranja.

“Ahora Briviesca está más cerca de Pancorbo”, me dijo Josema por teléfono el domingo, cuando volvía a casa un día antes que yo. “Ese tramo se me ha pasado volando porque iba reconociendo desde la carretera las cumbres y los collados”. El gozo de nombrar el mundo, oh, ah, igualico que John McDouall Stuart cuando atravesó Australia de costa a costa trazando una línea de topónimos.

¿Y Santa María del Invierno y Villaescusa la Sombría? Ah, sí.

En Santa María del Invierno, aire fresco, siete grados, vecinos en la siesta, cuadrilla de chicos haciendo una barbacoa y en el ayuntamiento el aviso de tres batidas de jabalí.

En Villaescusa la Sombría, solazo. Y una tasca atendida por una señora búlgara a la que acompañaban en una mesa tres amigas búlgaras que invitaban a pastas búlgaras pero no añoraban Bulgaria. Y pegado en el frigorífico, un misterioso cartel con dedicatoria en euskera: “Para Dora. 8 de marzo. Zorionak ta jangarri goxoak ta ondo bizi!”. (Sí, justo del 8 de marzo, tal día como hoy, que en Villaescusa al parecer es el día de la mujer que trabaja, Dora).

Dos pasos más allá, en San Juan de Ortega, seguimos la pista del Milagro de la Luz: los rayos de sol que en los equinoccios atraviesan la iglesia y van iluminando paso a paso las escenas de la Anunciación talladas en un capitel. Josema se extrañó por la poca altura que tenía el sol el 5 de marzo a las cinco de la tarde, cuando sólo quedan un par de semanas para el próximo equinoccio («la típica discusión de pareja: rotación y traslación«), y echamos de menos a nuestro astrónomo de cabecera. Y resulta que encontramos el Milagro de la Luz trasladado esa tarde a Torquemada, provincia de Palencia, donde el último sol incendió uno a uno los 25 ojos de su puente sobre el Pisuerga.

Rematamos el viaje en la Plaza Mayor de Palencia, donde dos cafés con leche, una tostada y un pincho de tortilla cuestan 3,20 euros.

Y dijo el routier:

-¿Se le puede pedir más a la vida? Yo creo que más ya sería demasiado.

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Redes sociales: media docena de ideas y un reloj de arena

El jueves en el congreso iRedes de Burgos nos reímos cuando Nacho Escolar recordó aquella costumbre de los periódicos que sacaban un tema y escribían «en Madrid no se habla de otra cosa», «en Burgos no se habla de otra cosa»… En realidad, era el director del periódico el que hablaba de esa cosa, o que como mucho la había comentado con sus cuatro amigotes, pero acababa estableciendo de manera categórica que eso era lo que a todo el mundo le interesaba. Ahora, siguió diciendo Escolar, sabemos de verdad de qué se está hablando: se le llama trending topic (o sea: los temas más mencionados en Twitter).

Tiene mucha razón, porque en Twitter encontramos a millones de personas conversando y sabemos inmediatamente cuáles son los temas principales, las etiquetas más repetidas. Pero a mí me mosqueaba un poco la idea que iba calando en algunos de los debates de Burgos:  Twitter es el mundo. Nos reíamos de esa coletilla viejuna, el «no se habla de otra cosa», pero acto seguido le atribuíamos a Twitter, y sin dudarlo, esa misma capacidad de decidir que no se habla de otra cosa. Y sí, el fundamento es muchísimo mayor -y seguirá aumentando, claro-, porque sabemos de lo que hablan millones de personas en todo el mundo en cada momento. Pero Twitter no es el mundo. En el mundo se habla muchísimo de muchísimas otras cosas de las que en Twitter apenas se tiene noticia. Y si los periodistas creemos que todo lo importante está en Twitter, vamos daus.

Por eso me alegré cuando ayer Juan Andrés Muñoz (Allendegui) recordó durante su intervención que no todo el mundo está en las redes sociales, que somos una minoría. No se lo había oído antes a nadie en el congreso (quizá alguien lo dijo en alguna de las ponencias a las que no llegué).

Y me volví a alegrar cuando José Luis Orihuela, al presentar las conclusiones del congreso, hizo una advertencia previa contra los entusiasmos demasiado efervescentes: a las redes sociales no podemos atribuirles un carácter mágico ni exigirles milagros. A continuación enumeró las enormes virtudes de estas redes, en unas conclusiones que parecen muy acertadas y muy relevantes. Pero que muy.

1) Las redes sociales son la más poderosa tecnología de comunicación de la historia.

2) Las redes sociales son la gran base de datos de los deseos e intenciones de nuestras sociedades.

3) Las redes sociales abren las organizaciones.

4) Los usuarios de las redes sociales tenemos un compromiso con la defensa de la neutralidad de la red.

5) Las redes sociales son tecnologías para la libertad.

La lección cero la recibí yo hace unos días, cuando un amable señor que da discursos públicos sobre el futuro del periodismo dijo que estaba mosqueado con «todo eso de internet», porque es una autopista sin señales ni seguros, porque puede escribir cualquiera sin carné ni título ni nada, porque ¡internet no es periodismo! Tenía un reloj de arena y se le paró, que dice mi abuela: ¿o sea que se puede ver Twitter en el ordenador?

*

Hace un año ya solté esta misma morcilla aquí: «Las historias más interesantes están fuera de Google«, especialmente hacia el minuto 6 y el 7.40.  Morcilla burgalesa, porque la entrevista me la hizo en Burgos el burgalés Leandro Pérez Miguel, el jefe, el que nos pastorea con infinita paciencia a los blogueros más torpes de Gente Digital, el tipo supersónico que tiene quince ideas y siete proyectos interesantísimos por semana, y que encima es capaz de  que alguno cuaje, como este mismo iRedes, primer congreso iberoamericano de redes sociales, que él ha organizado y dirigido con un programa de lujazo, que el jueves se convirtió en tercer trending topic mundial -o sea: el tercer tema más tuiteado del planeta-, en una ciudad que mola mucho, en la que él mismo hace de cicerone, y un tipo que en plena locura organizativa entre 300 asistentes y tres docenas de ponentes es capaz de mantenerse sereno, calmo y hasta bromista con una sospechosa capacidad que nos ha llevado a rebautizarlo -chst, él no lo sabe- como Leandro Gado.  Todo hay que decirlo: en estos elogios ejercen alguna influencia los estímulos intelectuales con los que mima a sus invitados.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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