Enredados

La puerta de Alvarhillo

El alicantino Alvarhillo, a quien no conozco en persona, es comentarista y lector de este blog desde hace muchos años, creo que desde los tiempos de Vespaña (¡oh!). Cuando por aquí andábamos obsesionados con viajar al cero, Alvarhillo se convirtió en nuestro enviado especial, salió a por el cero y mandó fotos. Fantaseamos con ver algún día juntos un Hércules-Real Sociedad.

Alvarhillo ha vuelto a hacer algo precioso: ha tomado un detalle de mi reportaje sobre Chernóbil (‘No sabíamos que la muerte pudiera ser tan bella‘) y ha escrito un cuento.

LA PUERTA  (Por Álvaro García Sirvent)

“Vasyliuch, ven que te mida”. Aun, si cierro los ojos, recuerdo el timbre de su voz. Cada vez que pasaba alguna enfermedad propia de la infancia; tos ferina, paperas o una gripe más larga de lo normal, mi padre cogía un lápiz y un grueso diccionario, me hacía descalzarme y me ponía firmes pegado a la puerta de la casa para ver cuánto había crecido.

Los niños pegan el estirón a base de enfermedades, parece un castigo del cielo”, decía siempre mi madre que, a escondidas, seguía rezándole a un icono de la virgen de Grushev, que tenía escondido en el armario, detrás de los abrigos.

“A ver, junta los pies. Levanta la barbilla”. Entonces ponía el lomo del libro sobre mi cabeza y lo apretaba contra la puerta. “Quítate” me decía. Luego, hacía una marca con el lápiz en el lugar donde había estado mi coronilla y a su lado escribía la fecha del año.

Era una puerta recia y tosca, de tablones de haya y la había construido, al igual que la casa, el padre de mi padre, el abuelo Oleksandr, que había llegado a Zalissia a comprar unas vacas, se enamoro perdidamente de la hija del granjero, mi abuela Iryna y no volvió a dejar el pueblo.

Aquella puerta era un mapa genealógico de la familia Kovalenko. Allí estaban las marcas del crecimiento de mí padre, Vasyl, las de la tía Olena y las del tío Roman que habían quedado interrumpidas a los 12 años cuando unas fiebres se lo llevaron en unos pocos días.

Allí estaban también las mías y las de mis hermanos pequeños, Ludmyla y Mykola que llegaban hasta que dijimos que ya éramos muy mayores para esas cosas y mi padre, tras repetidos intentos, dejó de insistir.

Allí marqué yo, siguiendo el rito de la familia, las estaturas de mis hijos Vasyl y Halyna y entonces comprendí el empeño que mi padre ponía en ese cotidiano ritual. Era el recordatorio del paso inexorable del tiempo, de las estaciones y los años. De que habíamos nacido y crecido y que algún día moriríamos. Como los abuelos, como el tío Roman, como mi propio padre y, era, además el lugar último donde los veríamos, pues esa misma puerta servía como catafalco donde los Kovalenko habíamos velado a aquellos que nos habían dejado. Mi hermano Mykola y yo mismo habíamos sacado la puerta de sus goznes y sobre cuatro sillas, cubierta por una colcha que había tejido la abuela Iryna, yació el cuerpo de mi padre, como antes lo habían hecho el de los abuelos y el del tío Roman y como algún día debía de haberlo hecho el de mi ya anciana madre y el mío cuando me llegara la hora.

Por eso, aquella tarde de abril del 86, cuando los soldados nos obligaron a abandonar el pueblo, dejando atrás la casa y todo lo que en ella había, fue como si nuestras vidas, todo lo que habíamos sido, amado, llorado, ganado y perdido durante tanto tiempo, desapareciera por un oscuro agujero abierto en la tierra. Como si nada hubiera existido. Era algo que me revolvía las entrañas, como si me hubieran arrancado una parte de mi cuerpo.

Así, una noche de luna nueva, me puse la ropa mas oscura que tenía y conduje mi vieja UAZ los 200 kilómetros que me separaban de Zalissia, esquivando con los faros apagados los controles del ejercito, por viejos caminos que conocía como la palma de mi mano, llegué hasta la casa y con mis propias manos cargué la puerta en la caja de la camioneta y regresé de nuevo al apartamento que el gobierno nos había asignado.

Allí estuvo durante muchos años, ocupando una pared del salón, detrás del sofá, como el tótem de una tribu, como el recuerdo palpable de nuestra estirpe, con las marcas visibles de lo que había sido la vida de los Kovalenko los últimos 90 años. Pero no era algo muerto. Nuevas marcas lucían en su superficie. Los hijos me habían hecho abuelo y yo, ante la incomprensión de mis hijos ya adultos, seguía empeñado en dejar constancia de las alturas de los nietos, que a mí me parecía crecían más rápido de lo que lo habíamos hecho los de mi generación.

En la ciudad adonde nos trasladaron conseguí trabajo en una fábrica. Después vino el desmoronamiento de la URSS y de todo lo que conocíamos. La fábrica cerró y después de muchos trabajos y penalidades conseguí un puesto de guarda nocturno en unos flamantes grandes almacenes que se habían levantado para que los nuevos ricos que habían surgido de la nomenclatura del partido se gastaran sus fortunas. Era un buen trabajo y el sueldo me permitió hacerme con unos ahorros y, al jubilarme, yo que era hombre de campo y nunca me había sentido cómodo en la ciudad, pude comprar un pequeño terrenito donde levanté una modesta casa, en donde una tarde de primavera, con la solemnidad que requería la ocasión y rodeado de mi mujer, mis hijos y mis nietos, se colocó sobre los nuevos goznes la vieja puerta de la vieja casa. Aquella que había construido el abuelo Oleksandr llevado del amor por la hija de un granjero y que narraba, mejor que cualquier libro la pequeña gran historia de los Kovalenko.

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Entre primates sociales. Cómo conseguí que Pérez-Reverte me siguiera

La clave del éxito de Twitter es tan sencilla como profunda: un chimpancé aislado no es un chimpancé.

La frase es del etólogo Konrad Lorenz (el tipo que engañaba a ocas recién nacidas para que siguieran como si fuera su madre a una caja de zapatos de la que él tiraba con un cordel). Y nosotros por ahí andamos: somos unos primates sociales, cuya pulsión más poderosa es la de estar en grupo.

Esto lo explicó el paleontólogo Juan Luis Arsuaga en el diálogo que mantuvo con el escritor Arturo Pérez-Reverte durante la clausura del congreso iRedes en Burgos. Esto y muchos otros asuntos apasionantes sobre nuestra naturaleza social; sobre la cultura como amplificadora (pero no sustitutiva) de la biología; sobre la evolución que nuestra especie ya no necesita continuar porque dispone de la tecnología, mucho más rápida y eficaz para conseguir lo que nos haga falta, como volar o movernos bajo el agua; sobre la maravillosa aparición en el universo de una forma de materia que es consciente de sí misma (o sea, nosotros, salvo algunos lunes por la mañana); sobre el afán de inmortalidad; sobre las profecías de Un mundo feliz y la manía de posar sonriendo en las fotos… («Las redes sociales, desde Atapuerca hasta Twitter», audio completo).

Pérez-Reverte completó el diálogo con ideas sobre los riesgos de la inmediatez y la falta de reflexión, sobre la manera en la que las nuevas herramientas han cambiado el papel clásico del reportero, sobre la tecnología que nos protege pero que nos hace inconscientes de la hostilidad y el dolor que siempre acaban llegando…

Con la polémica de su tuiteo sobre Moratinos sobrevolando, pero sin mencionarla, Pérez-Reverte habló del peligro que supone sacar una frase de Twitter y publicarla como titular en los medios de comunicación. Dijo que Twitter es como una charla en una  barra de bar y que los comentarios que allí se hacen entre amigos no pueden llevarse a titulares sin descontextualizarlos.

Es cierto que a veces se sacan de madre algunas frases lanzadas por ahí, pero la de Pérez-Reverte me parece una concepción equivocada de Twitter: una barra de bar en la que te escuchan 80.000 personas ya no es una barra de bar. No es, por supuesto, una charla entre amigos. A mí me encanta contar chistes burros y soltar de vez en cuando comentarios disparatados que incluso dicen lo contrario de lo que pienso, pero se los suelto en privado a mis amigos, a los que entienden el contexto, saben qué pienso en realidad y entienden por qué me hacen gracia esas burradas;  ni se me ocurriría contarlos con un micrófono ante una audiencia de cientos o miles de personas. Eso no es hipocresía sino una conciencia elemental de que en un público amplio muchos no conocen las claves de  la conversación ni tienen por qué comprender si en ese momento soy irónico o si hablo en sentido recto. Si no eres capaz de distinguir los ámbitos, te puede pasar lo que a Nacho Vigalondo.

Hablando de estas cosas con Allendegui, nos dio vértigo imaginarnos cómo será tener 80.698 seguidores en Twitter, los que tiene Pérez-Reverte en el momento en que escribo esta línea.  A la vez sentimos mucha curiosidad por saber quiénes son los 72 selectos tuiteros a los que él sigue, nos preguntamos qué habrá que hacer para que te siga alguien tan popular… y nos propusimos intentarlo.

En Burgos, con la ayuda de Allendegui y Nacho de la Fuente, lo conseguimos: esto es lo que hay que hacer para que te siga Pérez-Reverte.

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Redes sociales: media docena de ideas y un reloj de arena

El jueves en el congreso iRedes de Burgos nos reímos cuando Nacho Escolar recordó aquella costumbre de los periódicos que sacaban un tema y escribían «en Madrid no se habla de otra cosa», «en Burgos no se habla de otra cosa»… En realidad, era el director del periódico el que hablaba de esa cosa, o que como mucho la había comentado con sus cuatro amigotes, pero acababa estableciendo de manera categórica que eso era lo que a todo el mundo le interesaba. Ahora, siguió diciendo Escolar, sabemos de verdad de qué se está hablando: se le llama trending topic (o sea: los temas más mencionados en Twitter).

Tiene mucha razón, porque en Twitter encontramos a millones de personas conversando y sabemos inmediatamente cuáles son los temas principales, las etiquetas más repetidas. Pero a mí me mosqueaba un poco la idea que iba calando en algunos de los debates de Burgos:  Twitter es el mundo. Nos reíamos de esa coletilla viejuna, el «no se habla de otra cosa», pero acto seguido le atribuíamos a Twitter, y sin dudarlo, esa misma capacidad de decidir que no se habla de otra cosa. Y sí, el fundamento es muchísimo mayor -y seguirá aumentando, claro-, porque sabemos de lo que hablan millones de personas en todo el mundo en cada momento. Pero Twitter no es el mundo. En el mundo se habla muchísimo de muchísimas otras cosas de las que en Twitter apenas se tiene noticia. Y si los periodistas creemos que todo lo importante está en Twitter, vamos daus.

Por eso me alegré cuando ayer Juan Andrés Muñoz (Allendegui) recordó durante su intervención que no todo el mundo está en las redes sociales, que somos una minoría. No se lo había oído antes a nadie en el congreso (quizá alguien lo dijo en alguna de las ponencias a las que no llegué).

Y me volví a alegrar cuando José Luis Orihuela, al presentar las conclusiones del congreso, hizo una advertencia previa contra los entusiasmos demasiado efervescentes: a las redes sociales no podemos atribuirles un carácter mágico ni exigirles milagros. A continuación enumeró las enormes virtudes de estas redes, en unas conclusiones que parecen muy acertadas y muy relevantes. Pero que muy.

1) Las redes sociales son la más poderosa tecnología de comunicación de la historia.

2) Las redes sociales son la gran base de datos de los deseos e intenciones de nuestras sociedades.

3) Las redes sociales abren las organizaciones.

4) Los usuarios de las redes sociales tenemos un compromiso con la defensa de la neutralidad de la red.

5) Las redes sociales son tecnologías para la libertad.

La lección cero la recibí yo hace unos días, cuando un amable señor que da discursos públicos sobre el futuro del periodismo dijo que estaba mosqueado con «todo eso de internet», porque es una autopista sin señales ni seguros, porque puede escribir cualquiera sin carné ni título ni nada, porque ¡internet no es periodismo! Tenía un reloj de arena y se le paró, que dice mi abuela: ¿o sea que se puede ver Twitter en el ordenador?

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Hace un año ya solté esta misma morcilla aquí: «Las historias más interesantes están fuera de Google«, especialmente hacia el minuto 6 y el 7.40.  Morcilla burgalesa, porque la entrevista me la hizo en Burgos el burgalés Leandro Pérez Miguel, el jefe, el que nos pastorea con infinita paciencia a los blogueros más torpes de Gente Digital, el tipo supersónico que tiene quince ideas y siete proyectos interesantísimos por semana, y que encima es capaz de  que alguno cuaje, como este mismo iRedes, primer congreso iberoamericano de redes sociales, que él ha organizado y dirigido con un programa de lujazo, que el jueves se convirtió en tercer trending topic mundial -o sea: el tercer tema más tuiteado del planeta-, en una ciudad que mola mucho, en la que él mismo hace de cicerone, y un tipo que en plena locura organizativa entre 300 asistentes y tres docenas de ponentes es capaz de mantenerse sereno, calmo y hasta bromista con una sospechosa capacidad que nos ha llevado a rebautizarlo -chst, él no lo sabe- como Leandro Gado.  Todo hay que decirlo: en estos elogios ejercen alguna influencia los estímulos intelectuales con los que mima a sus invitados.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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