MÉXICO

Los tres mil güeros que parlan talián

He publicado este reportaje sobre Chipilo, el pueblo de los tres mil mexicanos que hablan véneto (en El Mundo).

(Foto: Andrea Mantovani)

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Viaje a las penúltimas palabras

Aquí está La batalla para salvar la lengua de los siete hablantes: mi reportaje sobre el ixcateco, sobre otros idiomas a punto de extinguirse en México y sobre las curiosas estrategias de los hablantes y los lingüistas que intentan salvarlos. En la revista Papel. 

Don Hilarino Torres Mendoza, el primer protagonista del reportaje, murió hace unas semanas. Era la única persona que tenía un teléfono móvil en Chontecomatlán, un pueblo de 400 habitantes en las montañas de Oaxaca. Se empeñó en comprarlo. No podía hablar con nadie, porque la cobertura no llega a este rincón de la sierra, pero él hablaba y hablaba sin parar con el teléfono en la mano: grababa las últimas palabras del idioma chontal.

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Encontré el tesoro zapoteco

El 30 de noviembre, San Andrés, mi abuela Maritxu me hacía siempre uno de mis regalos favoritos: «Vete a la librería Zubieta, elige el libro que quieras y que nos lo apunten en nuestra cuenta».

Se lo conté ayer a doña Rebeca Llaguno. Es una maestra jubilada que vive en Yatzachi, un pueblo remoto, pequeño y menguante de la Sierra Juárez (Oaxaca, México). Como era víspera de San Andrés y yo ya no tengo abuelas, doña Rebeca entró en su habitación y salió con un regalo para mí: un librito amarillento de 1985. Es el alfabeto zapoteco que ella elaboró, con otros cuatro maestros y lingüistas, y que sirvió para empezar una escritura común de la lengua zapoteca: una joya.

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Doña Rebeca fue maestra en muchas comunidades indígenas de las sierras de Oaxaca. Ahora sus hijos le preguntan a veces si no quiere irse con ellos a la ciudad, pero ella no quiere moverse de su casa de adobe. En Yatzachi apenas quedan unas 180 personas. Muchos emigraron a California, otros a la ciudad de Oaxaca, se marcharon los jóvenes, se instalaron lejos y ahora solo vuelven para llevarse a los viejos.

-Cuando veo a alguno caminando por el pueblo, me alegro: ¡todavía queda gente!

-¿Y qué hace usted durante el día?

-Tengo dos pollos, arranco hierbas, visito a algunos vecinos que ya no pueden caminar, les hago la compra.

Cada vez hay menos gente: los pumas, las panteras y los jaguares bajan de vez en cuando a las calles de Yatzachi, de noche, cuando no hay humanos a la vista. Algún vecino tiene diez o quince borregos: el puma se come un par de borregos pero los mata a todos.

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Cuando era niña, los maestros castigaban a los alumnos si hablaban zapoteco: les cobraban una multa de cincuenta centavos -el jornal de sus padres-. «Si veíamos a un maestro por la calle, nos escapábamos. Para que no nos oyera hablar en zapoteco. Para que no nos preguntara en español, porque teníamos que responderle en español. Entonces, cuando venían y nos hablaban en español, los niños teníamos miedo y nos quedábamos mudos. Así nos fuimos quedando mudos.  Hoy ya nadie habla el zapoteco».

Su hijo Salvador Galindo trabaja en proyectos para revitalizar las dieciséis lenguas indígenas que se hablan en el Estado de Oaxaca. Ya contaré esa historia.

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Barrer la patria

Cuánto trabajo dan las patrias, que necesitan plazas inabarcables para exhibir sus banderas monstruosas, y luego hay que barrerles la exageración.

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La plaza del Zócalo de la Ciudad de México abarca 46.800 metros cuadrados, el mástil se eleva 50 metros y la bandera mide 14 metros por 25.

Nueve barrenderos -seis mujeres y tres hombres- limpian la plaza, pasan el escobón por cada una de las losas en las que se divide la gigantesca plancha de cemento central. Intenté contar esas losas cuadradas, que deben de medir entre ochenta centímetros y un metro de lado. Caminé, fui contando las losas y me salieron 165 losas a lo largo y 132 a lo ancho, lo que da 21.780. Probablemente me equivoqué al llevar la cuenta, la misión resultó un poco mareante y no me atreví a repetirla. Pero vamos, échenle unas veinte mil losas de cemento.

Los barrenderos las barrían una a una y todavía más: utilizaban un alambre para sacar la porquería acumulada en las rendijas de las losas. Pregunté a Luis y me dijo que empezaban a las seis de la mañana y terminaban a las diez. Cuatro horas por nueve trabajadores, 36 horas barriéndole el orgullo a la patria.

Luego vi algunos barrios a los que les vendría muy bien izar una de esas banderas gigantescas que atraen a los equipos de limpieza.

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Leo que cuando las banderas monumentales de México se ajan o se estropean, las incineran con honores mientras suena el himno nacional.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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