Batido de coco

Escribir a patadas

En mi lugar de trabajo siempre tengo un pequeño balón de plástico. Cuando me atasco escribiendo una línea, cuando no consigo cerrar un párrafo o cuando me harto de escribir, me levanto y le doy unas patadas. Regateo rivales invisibles, doy pases entre las patas de una banqueta, chuto en el pasillo. A menudo, cuando me concentro para acertarle un balonazo a la pata de una silla, se me ocurre lo que debo escribir.

Es como desmontarte el cerebro un momento, tirarlo al suelo y rodarlo a patadas por el pasillo.

Ya digo que teclear se teclea con las manos, pero escribir yo al menos escribo con los pies.

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Huella

Pisar donde nadie ha pisado: tiene que ser una experiencia de vértigo. He conocido a varias personas que la han vivido –unos montañeros, un espeleobuceador y una arqueóloga- y me llama la atención que todos son personas escuetas y contenidas.

A mí, que nunca viviré esa experiencia, me emociona la contraria: pisar donde han pisado otros.

Piso la calzada medieval de Askizu, que ya no parece una obra humana sino un elemento del paisaje, un río petrificado que baja por una colina, con sus bloques de arenisca encajados como muelas en la tierra y gastados por millones de pisadas, y me cuesta poco imaginar a mi lado a los caminantes o a los carros de los mercaderes que recorrían esta ruta cantábrica desde hace siglos.

Piso con J. las callejuelas de un castro celta en Peña Amaya y pienso que alguna vez caminarían aquí mismo dos tipos como él y como yo, dos celtas cántabros que verían esta misma montaña de enfrente, que tendrían los mismos latidos acelerados al subir la cuesta. De qué hablarían, cómo sonarían sus voces, qué ilusiones tendrían, qué temores masticarían, sabrían hacia dónde queda el mar, qué parte del mundo conocerían, qué sentirían al ver acercarse por la llanura a las tropas romanas.

Pienso en aquellos tatarabuelos que empezaron a nombrar el mundo y que me ayudan a orientarme, pienso en aquellas personas que levantan hitos de piedras en los montes porque se preocupan por los pasos de los demás.

Un día, en el Pirineo, la nieve tapa todos los hitos y las marcas que indican la subida hacia los lagos de Ardiden. No sabemos si debemos subir hacia aquel collado o hacia aquel de más allá, hasta que N. descubre las huellas de varias raquetas y esquíes que nos llevan por el camino adecuado. Mientras comemos el bocadillo en la cabaña del lago Lagües, damos las gracias a quienes subieron antes que nosotros. Quien sigue una huella obtiene una ventaja y debe un agradecimiento.

Hace mil años un peregrino acarició una columna en el pórtico de la catedral de Jaca y erosionó los primeros átomos de la piedra. Otros lo imitaron.

Pienso en el segundo peregrino que acarició la columna: el que repitió el gesto. La repetición de un gesto consolida una huella, abre un camino. Me gusta acariciar ese hueco pulido de la columna de Jaca, posar mi mano como una más entre los millones de manos que allí se reconocen unas a otras, a través de los siglos y de las nevadas.

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El amor macht frei

El novelista hiperglucémico y presunto ferretero Federico Moccia impulsó esta costumbre de las parejas enamoradas que ponen candados en los puentes, con sus nombres escritos en ellos, como símbolo del amor.

Pero esto del candado parece un gesto flojo. Puestos a querer a alguien de verdad y puestos a sellar con contundencia irremediable ese amor, qué mejor que regalarle una maquetita de un campo con unos muros de hormigón coronados por alambradas, torretas de vigilancia para soldados con ametralladoras, perros de presa, focos oscilantes y una buena batería antiaérea. Los más románticos esperamos que la siguiente novela de Moccia anime multitudinarias peregrinaciones de enamorados a Dachau.

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Pide un crédito y disfruta de la vida

En 2005 me compré una furgoneta vieja, de quince años, por 1.000 euros. No le entraba bien la tercera, no pasaba de cien kilómetros por hora, pero le puse unos cajones y unas tablas para dormir y con ella viajé por España, Francia, Portugal y Marruecos. En la furgoneta dormí, cociné, comí, trabajé y pasé muy buenos ratos con amigos. La disfruté mucho.

Un día, mientras conducía por la Llanada alavesa, escuché en la radio una entrevista a un jefe de una caja de ahorros. El hombre decía que nos faltaba “cultura de crédito”. Y que, para vivir mejor, debíamos aprender de Estados Unidos: allí la gente pide dinero al banco con mucha más facilidad, no espera a ganar el dinero necesario para irse de vacaciones o comprarse un coche nuevo. Pide un crédito y disfruta de la vida por adelantado, decía el baranda.

Recuerdo que paré a comer un bocadillo y que justo me llamó mi amigo J. Le conté la entrevista que había escuchado y la mala leche que me había puesto.  Recuerdo también una campaña de publicidad de esa misma caja de ahorros: en los carteles salía un señor triste, porque no tenía dinero para disfrutar de sus aficiones, y a su lado otro señor feliz que viajaba en una moto estupenda, pilotaba un velero o viajaba a la Cochinchina. ¿Cuál es la diferencia entre el uno y el otro?, preguntaba el cartel. Que el señor feliz ha pedido nuestro crédito para el consumo. J. y yo nos poníamos de muy mala leche.

Siento en el alma no haber anotado el nombre de aquel jefe que insinuaba en la radio que éramos un poco paletos por no pedir más créditos. Si anda por ahí, le agradecería que levantara la mano. Solo va a ser un momento: lo desnudaremos, lo untaremos de brea, lo emplumaremos, lo montaremos sobre un tronco y lo pasearemos por la ciudad.

En unos años, pasé de aguantar cachondeos por comprarme una furgoneta tan cutre a aguantar lloriqueos de algunos que hicieron caso a señores como aquel, y que de pronto se vieron apurados para pagar el préstamo de sus furgonetas veinte veces más caras que la mía.  Así fue, así fue.

Desde hace años soy un trabajador autónomo con un sueldo que ha oscilado entre el mileurismo y el milseiscientoseurismo, dependiendo de cómo soplara el año. Jamás he pedido un crédito, nunca he debido un euro a nadie, he cotizado al bote común, he vivido por debajo de mis posibilidades y aun así me ha alcanzado para hacer todo lo que me apetecía. Yo no necesitaba más.

Ahora que el gran timo piramidal se desmorona, el Gobierno concede una amnistía a los defraudadores fiscales y a mí me aprieta más los impuestos. Me muerde un cacho más de mis ingresos no para atender mejor las necesidades básicas sino para pagar el pufo de los codiciosos. Así que mañana mismo me daré de baja como autónomo, al menos durante el parón del verano, y el dinero de las cotizaciones me lo gastaré en latas de atún para asegurarme el futuro.

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Tardes de julio

Ahora que todos los deportes necesitan una emoción histérica cada dos minutos, que los planos de las películas tienen que ser cada vez más breves para no aburrir al espectador, que los locutores chillan y hasta lloran para que les hagamos caso, ahora que la narración de la vida es un videoclip, aspiro a que algunos de mis días se parezcan a estas retransmisiones de los últimos 140 kilómetros de etapas insulsas del Tour: calma, paisajes, pedaleo suave. Me gusta que el ciclismo sea un deporte en el que no pasa nada durante horas. Y me encanta que televisen esa nada, en la que siempre hay algo.

 

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Etapa de mierda

Se me había olvidado ya, pero ayer redescubrí una carpeta de fotos con este nombre: “Del Etna a Palermo. Etapa de mierda”. Son del pasado 13 de abril, el día en que más kilómetros recorrí con la vespa por Sicilia y en el que menos fotos saqué: seis.

En el cuaderno escribí todo lo que me salió mal ese día, un día de mierda. No me apetece ni buscarlo, porque me acuerdo bien y porque ahora ya da igual.

Pero me ha hecho recordar algo que más o menos decían Miguel Sánchez-Ostiz y Alain de Botton: qué poco escribimos del aburrimiento en los viajes, del cansancio, la tristeza, la soledad. La parte de los morros largos no interesa, ni al escritor ni al lector, igual hasta incomoda. Porque el viaje, se supone, es siempre apasionante, la vida en viaje siempre es mejor que la vida en casa,  o eso contamos, si no de qué, si no pareceríamos un poco tontos dando vueltas por ahí. No sé si intentamos justificar algo, pero lo cierto es que siempre tapamos la murria.

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Me importa y no me importa

Un día, por fin, te das cuenta de que pasas la vida viajando siempre entre los mismos dos puntos, que en cuanto empiezas a ver el cartel de uno ya giras para regresar al otro, y entonces te quedas mucho más tranquilo, igual hasta te pones a silbar.

 

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Son muchas histéricas

Los artículos ‘Paranoicas’ (de June Fernández) y ‘Son unas histéricas’ (mío, que vino después) han alcanzado una repercusión extraordinaria y han producido un tsunami de reacciones. Ambos hablaban de los acosos “de baja intensidad” que sufren las mujeres con una frecuencia preocupante. Ahora, en otro texto magnífico, June analiza esas reacciones: ‘Feminazis’. Os lo recomiendo muchísimo.

De este nuevo artículo de June, traigo aquí un detalle nada más. En su blog a ella le llamaron feminazi, puta, zorra, fea, estrábica, lesbiana, entre otras muchas cosas, y alguien le dijo que si la tuviera delante le escupiría. Vamos, un poco más suave que las amenazas de violaciones y palizas que ha recibido en otras ocasiones, por parte de valientes anónimos. Yo, en cambio, apenas recibí ataques personales en mi blog, más allá de que me llamaran lametacones y pagafantas y que me dijeran que yo escribía cosas así para ligar y para recibir algunas migajas de las mujeres modernas. En los comentarios de mi blog también hubo insultos. Pero, qué casualidad, los insultos más feroces eran para las mujeres que debatían, a las que llamaron putas, guarras, y a las que acusaron de disparates.

Este ejemplo descarnado de violencia sexista ocurre en el mismo debate en el que algunos la relativizan.

*

Me parece importante dar algunos datos, creo que son muy reveladores.

Colgué mi artículo ‘Son unas histéricas’ el martes 20 de diciembre a media mañana. Ese primer día lo vieron un poco más de 20.000 personas (visitantes únicos). En estos momentos, viernes 23 a las 14.25, la cifra llega a 29.625. Semejantes números son desorbitados para las habituales cifras modestas de este blog, que en 2011 alcanza una media de 352 visitantes diarios.

Los datos más valiosos son los que detallan la cantidad de gente que ha decidido divulgar el texto entre sus amigos y seguidores: 2.936 personas lo han compartido en sus muros de Facebook (así, a ojo, en mi blog ese número muy pocas veces suele pasar de 100). Y 608 lo han divulgado en Twitter (muy pocas veces pasa de 20). El martes, el post apareció en algunas de las clasificaciones de los más divulgados del día en España. El hecho de que tantas personas hayan recomendado estos textos dice mucho sobre una realidad a la que algunos tratan de quitar hierro.

Para mí lo más abrumador ha sido la catarata de mensajes privados que he recibido de mujeres, en los que rememoran su lista particular de acosos sufridos. Muchas señalan que esas historias las han padecido en silencio, porque no querían parecer exageradas o paranoicas, pero que se les han quedado grabadas como recuerdos dolorosos, y les han dejado un poso de temor y una actitud defensiva.  Son mujeres de una gran variedad de ámbitos, situaciones, edades. Familiares mías, amigas, antiguas compañeras de trabajo y de estudios, simples conocidas, desconocidas.

También hubo comentarios de hombres en mi post, en los que relataban los acosos que ellos habían sufrido. Por si alguien todavía tiene dudas, quiero recalcar algo: en el texto no solo afirmé que los hombres también padecen acosos y violencias, sino que incluso conté un caso que sufrí yo mismo. Es compatible denunciar los acosos que sufren los hombres, en toda su gravedad, y afirmar que los acosos los padecen de manera mucho más generalizada las mujeres.

Entre los mensajes de los hombres, hay uno que colgué en Facebook y quiero copiar aquí: «Cuando era joven, haciendo autoestop, paró un señor. Me senté de copiloto y al rato el señor empezó a meterme mano. Lo pasé muy mal. No entiendo que los hombres que han sufrido algún episodio así lo utilicen como argumento para quitar importancia a los acosos que sufren las mujeres con mucha más frecuencia, en vez de tener más empatía con ellas y pensar lo que será si ese acoso que sufriste, que te pareció tan horrible, se te repitiera de vez en cuando». Otro amigo añadió: “El otro día lo pensaba leyendo los comentarios del blog. Algunos usan sus malas experiencias para minimizar las de los demás, y a otros les sirve para empatizar todavía más con otras víctimas”.

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Son unas histéricas

He mandado una pregunta a una amiga. En vez de una contestación directa, me ha respondido con una lista de diez recuerdos de su vida (he cambiado detalles para preservar su anonimato).

“1- Cuando mi hermana tenía unos 8 o 9 años, un viejo se le acercó en la plaza y le dijo:  “Te doy un caramelo y me das un besito”.

2- Cuando yo tenía unos 12 años, fui con una amiga a la fábrica en ruinas que teníamos delante de casa. Apareció un viejillo con boina, amable, que se puso a hablar con nosotras y a seguirnos mientras íbamos por la fábrica pisando cascos de vidrio. Cogió confianza y me agarró del brazo. “Déjame que te levante, para ver cuánto pesas”. Yo solté el brazo, me aparté rápido. Me saltó una alarma. Y nos fuimos. Mi amiga me dijo: “Pero chica, cómo has reaccionado”. Me pregunto por qué reaccioné así y por qué otras crías no lo hacen. Qué hace que te salte esa alarma.

3- Con 13 años, un día esperaba a mi madre en la calle, junto al portal. Vino un chico de mi edad por mi derecha, muy pegado a la pared donde yo estaba. Me saltó también la alarma. Yo agarraba una carpeta y me la subí hasta la altura de las tetas, como protección. Pasó a mi lado y noté un pellizco fuerte en el coño. Me subió un escalofrío hasta la cabeza, me quedé helada, violada de algún modo. Recuerdo cómo me sentí ese día y muchos días después. Al día siguiente teníamos una celebración familiar, recuerdo la ropa que llevaba, las fotos que nos sacamos, yo con mi cara pálida y mis ropas verdes, triste, mancillada, recordando lo del día anterior. Siempre siento una gran tristeza cuando veo esa foto, tantos años después.

4- Unos años más tarde, ese mismo chaval empezó a pegar en el culo con la raqueta a una vecina. Otro día, pasaba con la bici por el parque y le pegó una torta en el culo a una amiga.

5- Con 16 años, en un tren me senté al lado de un hombre.  Tras un rato de charla, empezó a agarrarme la mano. Luego me pidió que le diera un beso. No me atrevía ni a moverme. Me ofreció 40.000 pesetas por irme con él a un hotel.

6- En Perú, en medio de la plaza de la catedral, un tío me tocó el culo. También allí, en el tren, un hombre sobó de arriba abajo a una compañera. En Londres, en medio de la calle, otro tío me tocó el culo.

7- En la universidad, a la salida de clase, un compañero se me acercó por un lado, me agarró los pantalones a la altura de los tobillos y me los subió de repente para que todo el mundo viera mis piernas sin depilar. Otro día, delante de más gente, me dijo “tienes las orejas más feas que he visto nunca”.

8- En un polígono de las afueras de mi ciudad, donde trabajaba, un hombre me gritó desde una furgoneta: “¡Te voy a comer el coñooooo!”. Otro día, en ese mismo polígono, bajaba una cuesta andando y un coche que subía pasó a mi lado, despacio, con unos tipos dentro. Seguí caminando, miré atrás y vi que se habían parado en lo alto de la cuesta. El coche giró, empezó a bajar, me pasó y se cruzó delante de mí. Se quedaron esperándome. Vi que dentro había cuatro hombres. Me puse nerviosísima y eché a correr hasta un hotel, donde había más gente, y el coche se marchó.

9- Cuando tenía unos 20 años, un amigo de mi padre, casado y con hijos, me llevó de una ciudad a otra en su coche porque le venía de camino. Yo iba en el asiento del copiloto. A mitad de trayecto, alargó la mano y la apoyó sobre mi muslo, mientras me decía “yo os tengo mucho aprecio, a ti y a tu familia”. No hizo nada más. Pero no era un modo de tocar normal. No hice nada ni le dije nada a mi padre.

10- Hace dos semanas, de noche en un bar, delante de mí a una chica le tocaron el culo. Se dio la vuelta y dijo “le tocas el culo a tu madre”. En la barra había dos tipos sonrientes, entre la oscuridad y la impunidad del bar. No supo cuál de los dos había sido. Esa misma noche, volviendo a casa caminando a las cuatro de la mañana, un chaval andaba haciendo el tonto con otro amigo, salió a mi paso y me dijo “guapaaaa”. Un poco más adelante, un chico me llamó desde la esquina de una calle, “pssst, pssst”, y me decía “chica, ven aquí”.

*

Con esta amiga he hablado algunas veces de los pequeños abusos, acosos y presiones que en general sufren las mujeres a lo largo de su vida. Los abusos más graves están mal vistos, se denuncian, pero por debajo de ellos hay toda una gama tolerada de eso que llaman violencias de baja intensidad. Se aceptan, se toleran y hasta se ríen.

En estos últimos tiempos he preguntado por este asunto a varias amigas y todas, pero todas, tienen un repertorio de historietas así: pequeños acosos desde que eran crías, bromas pesadas, comentarios supuestamente graciosos en el trabajo sobre su físico, su vestimenta o su situación amorosa, chistecitos con los que se han sentido coaccionadas y marcadas… Y muchas comparten una sensación: todos esos episodios –que a ellas se les han quedado muy grabados- en teoría no son como para quejarse, para protestar, para ofenderse, porque entonces quedan como exageradas o histéricas. Si les molesta que cuando caminan por la noche un chaval les llame “guapa” desde la esquina, es que son unas avinagradas. El chaval no sabe –o le da igual- que a la chica se lo hayan dicho tres veces seguidas o que se lo digan con frecuencia en unas circunstancias que convierten el supuesto piropo en una actitud agobiante y amenazante.

A mí me da que en general los hombres no somos nada conscientes de esa presión frecuente que padecen tantas mujeres, nos cuesta ponernos en esa piel, ni nos imaginamos lo que tiene que ser aguantar una y otra vez bromitas o toquecitos o comentarios que se suponen chistosos. Muchos participan en esos pequeños acosos, otros ríen las gracias o les quitan importancia. No nos enteramos o no nos queremos enterar, pero todo ese ambiente de suave agresión acaba coartando la libertad de andar tranquilas por la vida sin que les molesten por el hecho de ser mujeres.

¿Acaso los hombres no padecemos acosos o presiones? Sí, claro, pero en un grado muy inferior, que no nos condiciona tanto. No hasta el punto de que se nos desarrolle una actitud psicológica temerosa, a la defensiva, que nos limite la libertad de andar tan panchos por la vida. Pondré un ejemplo personal.

Cuando yo tenía 16 años, un sábado por la madrugada iba andando solo por la ciudad, hasta el sitio en el que tenía candada la bici para volver a casa. Me crucé con un hombre que me paró para pedirme la hora. Las cuatro de la mañana. Continué mi camino y noté que el hombre me seguía. En vez de avanzar recto por la avenida principal, callejeé para comprobar si el hombre me seguía por casualidad o con intención. Y me seguía, me seguía en todos los desvíos y rodeos. Por fin me acerqué a la bici y me apresuré a soltar el candado. Entonces el hombre se acercó, se bajó los pantalones y los calzoncillos, y empezó a meneársela. Salí pitando.

En esta historia veo una gran diferencia con una mujer. Cuando el tipo chungo me seguía, yo creí que unas horas antes me había visto candar la bici y que me la quería robar. Ni se me pasó por la cabeza que yo corriera ningún tipo de peligro sexual. Con 16 años, en mi cabeza no existía ese miedo. Ese miedo que es el primero que le viene a la mente a una chica de esa edad. El chico de 16 años piensa que le pueden robar la bici. La chica de 16, que la pueden violar. Porque viven con esa preocupación desde crías y a lo largo de toda la vida: siempre hay un viejillo en el parque que las agarra y las soba un poco, un adolescente que en el colegio les mete mano o les baja los pantalones, un ligón de bar que se pone bravo con ellas delante de los colegas machitos, un jefe que hace gracietas desagradables sobre su aspecto…

*

Mi amiga me mandó esa lista de diez recuerdos como respuesta a mi pregunta. Yo solo le había preguntado qué le parecía un artículo de la periodista June Fernández.

June primero escribió en Facebook una lista de actitudes que le molestaban cuando hombres más o menos desconocidos le abordaban en las redes sociales tomándose demasiadas confianzas. Tras su texto, vino una cascada de comentarios de otras chicas, que relataban montones de situaciones parecidas que les incomodaban. Algún chico entró a quitar hierro al asunto, a decir que no era para tanto, que a los hombres también les pasan cosas…

June comentó: “Cuentas micromachismos y te acusan de hilar fino y de ser una paranoica”. Y después publicó esta entrada en su blog: ‘Paranoicas’.

Os recomiendo mucho que leáis esa entrada y el debate que se desarrolló en los comentarios, donde algunas mujeres cuentan sus experiencias. Y que juzguéis si esas mujeres son unas exageradas y unas histéricas o si los tíos deberíamos darle alguna vuelta a este asunto.

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Risas en el Cerro (y debates sobre cooperación)

Visto desde la ciudad, el Cerro Rico de Potosí es imponente, emblemático, icono de la historia y tal. Visto en sus propias laderas, es una escombrera, un basural, una pirámide de mierda.

En cuanto escarbas un poco entre las familias mineras del Cerro, emergen a borbotones historias de accidentes, enfermedades, contaminaciones, hambrunas, palizas, violaciones, la miseria más negra, siempre la misma injusticia, siempre repetida, tantas vidas descalabradas en el mismo vertedero.

En medio del infierno, los centros de Voces Libres y Cepromin son unos benditos oasis. Allí atienden las necesidades básicas de los niños y las niñas del Cerro, intentan protegerles de las peores violencias, intentan formarlos para que sigan estudiando y sean capaces de buscarse otras vidas fuera de aquí. También ofrecen becas y formación a las mujeres, para que opten a otros empleos, consigan independencia económica y se marchen a vivir con sus familias a lugares más sanos y seguros.

En esos centros hay decenas de críos que comen, se lavan, se dan cremas hidratantes en sus caritas ya cuarteadas, se vacunan, van a clase, reciben terapia, juegan en el patio, ¡se ríen! Pregunta a las educadoras y trabajadoras sociales por cualquiera de ellos y  en nueve de cada diez casos escucharás una historia espantosa. Pero allí les ves reír.

He pensado mucho en el intento de debate que tuvimos en este blog sobre la cooperación al desarrollo y los peligros del asistencialismo, sobre la duda de si nuestra y vuestra colaboración con la Escuela Robertito no está sustituyendo una tarea que deberían hacer las instituciones bolivianas, si este tipo de ayuda no contribuye a mantener la situación de injusticia y pobreza, en vez de cuestionar y atacar las bases del problema.

No me parecen empeños incompatibles. Copio de la declaración de principios de Cepromin: “Buscamos el desarrollo de la conciencia crítica, el fortalecimiento de organizaciones para promover cambios políticos, económicos, sociales y culturales que mejoren la calidad de vida y las condiciones de trabajo de la población”. Y en eso andan con diversas organizaciones en el mundo minero, además de dar desayunos a niños hambrientos.

El debate crítico sobre la cooperación me parece muy acertado y necesario, porque a menudo produce efectos perversos. Pero a mí, en el Cerro, ese debate se me cae a los pies.

Sé que esto no es racional, sé que es una reacción emotiva, sé que las cosas hay que decidirlas con la sangre fría, sé que la postura crítica tiene mucha razón.  Pero en el Cerro me pareció que el debate era como si hubiera un niño ahogándose en las corrientes de la Zurriola y nos juntáramos en la orilla a discutir si tiene que ir a salvarlo la Cruz Roja, la Ertzaintza o alguno de nosotros. Me parece que es posible extender el brazo hacia las aguas y a la vez trabajar, relatar, publicar, criticar y exigir que el Gobierno ponga socorristas.

Un ejemplo: a raíz de ciertos ecos de trabajos periodísticos, ahora las cooperativas mineras están siendo más estrictas en el control del acceso de niños trabajadores a las minas.

Por eso sigo convencido de que debemos continuar apoyando a la Escuela Robertito y os animo a seguir haciéndolo en www.mineritos.org . También me gustaría mucho extender la ayuda a Cepromin, esa organización boliviana de apoyo y crítica, que hace una labor fantástica.

 

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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