SÁNCHEZ-OSTIZ Miguel

Por qué se marchan

(Publicado en la revista Elkar).

Muchos escritores de viajes -y algunos personajes de ficción viajera- se extrañan del impulso que les empuja al mundo. Y dedican las primeras páginas de sus relatos a intentar explicarlo. Así cultivan lo que John Steinbeck llamaba “el huerto de las excusas” de los viajeros, siempre fértil.

“Desde siempre han existido voces que han expulsado de lo confortable a los hombres, sin que éstos supieran nunca muy bien a qué carta quedarse, es decir, si podían sin riesgo desoír la llamada de las voces o si en el viaje les esperaba el mismo silencio trágico de las noches interminables en sus domicilios”, escribe Enrique Vila-Matas, en su novela El viaje vertical.

La memorable aventura de Moby Dick, de Herman Melville, arranca precisamente con una huida de ese desasosiego doméstico: “Llamadme Ismael. Hace unos años, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma se instala un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome ante las tiendas de ataúdes, (…) entiendo que es hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. (…) Aunque no lo sepan, casi todas las personas, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano”. Natalia Ginzburg, en Las pequeñas virtudes, entiende al ballenero: “De la sensación de culpa, de la sensación de pánico, del silencio, cada cual se busca un modo de curarse. Unos se van a hacer viajes. En el ansia de ver países nuevos, gente distinta, está la esperanza de dejar atrás los propios fantasmas; está la secreta esperanza de descubrir en algún punto de la tierra la persona que pueda hablar con nosotros”.

Pero ¿de verdad es posible escapar a los fantasmas? Charles Baudelaire intentaba alejarse de sus angustias poniendo tierra y océanos de por medio: “¡Llévame, vagón! ¡Ráptame, fragata! / ¡Lejos, lejos! ¡Aquí el lodo está formado con nuestros llantos!”. Pero al final descubría que la zozobra le acompañaba injertada en el alma: “Hemos visto astros / y olas; hemos visto arenas también / y, a pesar de choques y de imprevistos desastres / nos hemos aburrido, a menudo, como aquí”.

Por eso hay quien plantea que el viaje es un fracaso: la reacción de quien no sabe afrontar sus problemas, una huida que recorre muchos kilómetros pero siempre acaba chocando contra el mismo muro de miedos que ya se levantaba en casa, y que empeora las cosas porque acaba quemando toda esperanza. “Todas las desgracias proceden de que la gente no sabe permanecer en reposo en una habitación”, escribió Blaise Pascal.

Cees Nooteboom, harto de que le recuerden esa frase de Pascal, niega la mayor. El viajero no huye de su vida, dice, sino todo lo contrario: cuando se mueve es cuando de verdad “está en sí mismo”. En el movimiento encuentra la calma y enfoca el pensamiento. “Sin embargo, el acto de viajar se veía confrontado una y otra vez con las preguntas de los que se quedan en casa”, escribe en Hotel Nómada. “En las entrevistas me formulaban la misma pregunta en tantísimas ocasiones que ya ni recuerdo con qué mentiras eludía la respuesta: ‘¿Por qué viaja usted tanto? ¿Acaso se trata de una huida?’. Con esas preguntas pretenden demostrarme que lo que hago es huir de mí mismo. Esto suscita la imagen de un yo diabólico, patético y desgarrado que me obliga continuamente a emprender el camino hacia el mar o el desierto. La respuesta verdadera –que tiene que ver con el aprendizaje y la meditación, con la curiosidad y el asombro- carece de la espectacularidad deseada”.

 “Según Baudelaire”, sigue Noteboom, “los viajeros parten cargados de falsas ilusiones. Los viajes les dejan un poso de ‘amarga sabiduría’ al enfrentarse con un mundo, pequeño y monótono, que nos devuelve la imagen de nuestro propio ser: ‘un oasis de horror en un desierto de hastío’. Visto desde esa perspectiva, se podría decir que quien huye de la realidad es aquel que se queda en casa, sometido a la rutina de la vida diaria, porque no puede soportar la amarga sabiduría que proporciona el viaje. A mí me da igual quién sea el héroe, lo importante es que cada cual siga los dictados de su alma, cueste lo que cueste”.

Toda una escuela de autores comparte el argumento de Nooteboom: el viaje es la inmersión más profunda en la vida. Por eso, cuando los jóvenes le pedían consejo, Josep Pla les sugería que caminaran varias jornadas, siguiendo veredas y atajos, por masías y aldeas: “Su viaje debería tener un objeto: informarse, enterarse de lo que es el país, de cómo vive la gente, empaparse de la manera de ser básica, inalienable, insoluble, del material humano. Sería -lo digo de antemano- un poco difícil de resistir y no sólo por las incomodidades que se irían encontrando, que eso no sería nada, sino por la cantidad y la calidad de la información que al paso iría saliendo -que sería brava, desapacible, complicada, a veces de una profundidad insondable-. (…) Y a base de hablar con la gente se llegaría -si uno sabe hablar con la gente, cosa que no es fácil- a tocar, a ver, a presentir nuestra manera de ser más auténtica y real”, escribe en Viaje a pie.

David Le Breton es otro de los que apuesta por el conocimiento a través de los pies. Dice en El Elogio del caminar: “Caminar, en el mundo contemporáneo, podría ser una forma de nostalgia o de resistencia (…). La marcha es propicia al desarrollo de una filosofía elemental de la existencia, basada en una serie de pequeñas cosas; conduce durante un instante a que el viajero se interrogue acerca de sí mismo, acerca de su relación con la naturaleza y con los otros, a que medite, también, sobre un buen número de cuestiones inesperadas (…). El vagabundeo, tan poco tolerado en nuestras sociedades como el silencio, se opone así a las poderosas exigencias del rendimiento, de la urgencia y de la disponibilidad absoluta para los demás”.

Los vagabundos, por tanto, consiguen dos cosas: una, conocerse mejor (“El camino más corto para encontrarse a sí mismo es la vuelta al mundo”, cita Manuel Leguineche en El camino más corto, el libro que narra su viaje alrededor del globo); y dos, descubrir la realidad en su más densa consistencia (“Moverse es lindar con el mundo. Si uno se queda quieto, el mundo se esfuma”, escribe Cormac McCarthy en En la frontera, donde añade que “el movimiento es una forma de propiedad”).

En La sombra de la ruta de la seda, Colin Thubron explica que el viajero “va para entrar en contacto con identidades humanas, para poblar un mapa vacío. Siente que se dirige al corazón del mundo. Va porque aún es joven y está ávido de emociones, de oír crujir el polvo bajo sus botas; va porque es viejo y necesita comprender algo antes de que sea demasiado tarde».

            El joven ávido por explorar y el viejo ávido por terminar de comprender: a veces son la misma persona, que justo en el viaje ensambla esos dos extremos de su biografía y así culmina una plenitud vital. Como, quizá, Miguel Sánchez-Ostiz en sus Cuadernos bolivianos: «Las noches de frío, dolores, insomnio, fiebre, náuseas, no son raras en estas latitudes/altitudes, pero tampoco son las mejores consejeras de los viajes. Te acobardas casi sin darte cuenta y haces propósitos de prudencia que nada tienen que ver con la realidad y la luz del día. Por fortuna, siempre amanece. No puedes achicarte. No puedes dejarte. No debes olvidar que viajas por motivos de salud, por verdaderos motivos de salud, casi diría que viajas, como Ponce de León, a la búsqueda de tu particular fuente de la eterna juventud, del entusiasmo y del gozo de estar sencillamente vivo, en uso pleno de todos tus sentidos y potencias vitales».

En Los caminos del mundo, Nicolas Bouvier relata un lentísimo viaje que hizo de joven con un amigo, en un coche viejo desde Suiza hasta la India durante dos años. Ahí da la clave de lo que les ocurre a los viajeros. «Llevado por el ronroneo del motor y el desfile del paisaje, el flujo del viaje te atraviesa y te aclara la cabeza. Ideas que guardabas sin razón alguna te abandonan; otras, por el contrario, se acomodan y se hacen a ti como las piedras al lecho de un torrente. No hay ninguna necesidad de intervenir; la carretera hace tu trabajo. Nos gustaría que se extendiera así, dispensándonos sus buenos oficios, no sólo hasta el extremo de la India, sino mucho más lejos todavía, hasta la muerte.

“A mi regreso, mucha gente que no se había movido de casa me decía que con un poco de fantasía y concentración también se puede viajar sin levantar el culo de la silla. Les creo. Son gente fuerte, pero yo no. Yo necesito demasiado ese complemento concreto que te da el desplazamiento en el espacio. Por otra parte, por suerte, el mundo se extiende para los débiles y les presta su apoyo, y en cuanto al mundo -como algunas noches en la carretera de Macedonia, con la luna a la izquierda, las aguas plateadas del Morava a la derecha, y la perspectiva de ir a buscar detrás del horizonte un pueblo en el que vivir durante las tres próximas semanas-, estoy muy contento de no poder vivir sin él».

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Etapa de mierda

Se me había olvidado ya, pero ayer redescubrí una carpeta de fotos con este nombre: “Del Etna a Palermo. Etapa de mierda”. Son del pasado 13 de abril, el día en que más kilómetros recorrí con la vespa por Sicilia y en el que menos fotos saqué: seis.

En el cuaderno escribí todo lo que me salió mal ese día, un día de mierda. No me apetece ni buscarlo, porque me acuerdo bien y porque ahora ya da igual.

Pero me ha hecho recordar algo que más o menos decían Miguel Sánchez-Ostiz y Alain de Botton: qué poco escribimos del aburrimiento en los viajes, del cansancio, la tristeza, la soledad. La parte de los morros largos no interesa, ni al escritor ni al lector, igual hasta incomoda. Porque el viaje, se supone, es siempre apasionante, la vida en viaje siempre es mejor que la vida en casa,  o eso contamos, si no de qué, si no pareceríamos un poco tontos dando vueltas por ahí. No sé si intentamos justificar algo, pero lo cierto es que siempre tapamos la murria.

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Cuadernos de batalla

Para los viajes siempre llevo cuadernos de espiral, de los cutres, de los de 90 céntimos, en los que puedes borronear apuntes a todo meter mientras caminas al lado de alguien o viajas a bordo de buses traqueteantes, sembrándolos de tachones y taquigrafías ilegibles. Las moleskines, tan elegantes, tan legendarias, tan cahier, tan Chatwin, me dan mucho apuro. Me han regalado algunas y me parecen fantásticas. Pero al abrirlas emanan una especie de vapor reverencial que paraliza los dedos. Da apuro mancillar con tonterías esas páginas tan moñoñas, con su alto gramaje,  su tono amarillento pergaminoso, su encuadernación tan fina. Da apuro que las líneas que escribes valgan menos que el propio cuaderno, que anda por los 15 euros. La semana pasada, Paco S. me dijo que a él también le ocurre: que tenía una moleskine desde hacía tiempo y que nunca se animaba a usarla, hasta que un día arrancó y en la primera página escribió una vulgar suma para romper el hechizo y empezar a mancharla con tranquilidad.

Algo así ha contado en San Sebastián este mediodía Miguel Sánchez-Ostiz: que lo importante es llevar el cuaderno a mano, que él siempre tiene uno abierto en la mesa donde trabaja, que da igual si el bloc es de papelería parisina o de todo a cien. Todavía ha dicho más: que a mondonguera guarra, chorizos de primera.

No está mal la frasecita -navarra, claro- pero él ha elegido otra para titular el libro que hoy presentaba: Vivir de buena gana (editorial Alberdania). Es un dietario: el poso de sus cuadernos.

La expresión «vivir de buena gana», que es de Santa Teresa de Jesús «o de Teresa de Ahumada, eso a gustos», dice Sánchez-Ostiz, «habla más de un deseo, de una intención y hasta de una carencia, que de un logro pleno. Nos gustaría vivir siempre de buena gana pero no pasamos de vivir como podemos. Sentimos que es hacia ese vivir animoso hacia donde debería ir nuestra escritura, pero no siempre va, o mejor, no siempre llega. Nos pueden los tiempos muertos o nuestros demonios, y con ellos vamos, a sus órdenes, más a su merced de lo que nos gusta admitir».

Sánchez-Ostiz escribe al paso, sobre la marcha, toma notas marginales mientras trabaja en sus novelas y sus artículos, mientras camina por el Baztán, se aburre en Pamplona o viaja por Bolivia, y en esas notas arbitrarias y volanderas aparecen impresiones, reflexiones, cabreos, alegrías, memorias, lecturas, paseos, miedos, nostalgias, encuentros, «la espuma de los días», en palabras tomadas a Boris Vian.

Qué bien escriben los que caminan, suele decir Oskar Alegría (otro andasolo que mira con las botas puestas, de aquí para allá).

Escribe bien este caminante, vaya si escribe bien, pero a veces no basta. Ha dicho hoy el editor Jorge Giménez que Sánchez-Ostiz es uno de los mejores escritores de dietarios en castellano pero que el mundillo literario español le hace el vacío. Ha dicho que los críticos y los reseñistas siguen ciertas inercias, miran siempre en la misma dirección y condenan al silencio mediático a autores como Sánchez-Ostiz, lo cual supone «una gravísima  injusticia literaria y un notable perjuicio personal». Ha dicho, también, que ignora las razones por las que ocurre esto. Sánchez-Ostiz no ha dicho nada sobre el asunto.

Pero cualquiera que lea su blog durante un par de semanas adivinará pronto las razones de esta marginación. Sánchez-Ostiz es un insumiso. Manda al carajo los banderines de enganche en los que le convendría alistarse para sacar tajada. Y escribe caliente: se sulfura con los chalaneos, las imposturas, los abusos de poder, los politiqueos, los oportunismos, de vez en cuando tira de la manta y pone al descubierto alguna tartufada gloriosa, que acaba produciendo carcajadas (y un morbo de la leche: si empezara a cotillear con los números de circo que ha conocido de cerca, se haría de oro, follón va follón viene). Se podría replicar que ir tan contracorriente es otra manera de ir a corriente: pues entonces este hombre es un manta haciendo cálculos, porque la rebeldía le está saliendo bastante cara. Si fuera más listo, si escribiera lo que dicen que hay que escribir, andaría en el cogollico todo el día.

A estas alturas tampoco importa tanto lo que digan o dejen de decir ciertos cenáculos (nunca mejor dicho) culturales. Tenemos blogs, por ejemplo. Sánchez-Ostiz lleva 25 años escribiendo dietarios y desde hace dos lo hace a la vista en su bitácora, que también se llama Vivir de buena gana. Allí escribe, ha dicho hoy, para comparecer: yo soy éste, el que aquí se muestra, no la persona sobre la que caen algunas leyendas: «Hay que ver qué cosas dice de ti gente que no sabría reconocerte ni en una rueda de presos». También escribe en el blog porque ese ejercicio público le sacude la pereza de los años, le impide tirar la toalla, desertar. Y por el gozo de estar en trato directo con los lectores.

Y, qué narices, porque también quiere contagiar la alegría de vivir, el picor viajero, la curiosidad. Cuando llueve a mares en el Baztán, anochece a las cinco y suenan campanas de muerto, se le aprieta el culo. Entonces escribe de un lóbrego que encoge -«es más tarde de lo que crees«-. Pero cuando hace la maleta y se marcha varios meses a Bolivia -adonde vuelve y vuelve y vuelve, para intentar entender algo de ese complicadísimo y apasionante país en ebullición-, se le abre… el cejo, se le abre el cejo, la actitud, el entusiasmo, las ganas de cruzarse con gente, las conversaciones luminosas y esos fragmentos emocionantes de amistad honda y radical.

De Sánchez-Ostiz han escrito que «conoce los cerros de Úbeda palmo a palmo». Y los cerdos de Úbeda, que decía el otro. Chorizo de primera, en cualquier caso.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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