Archivo octubre 2013

Doña María Elena

Doña María Elena Toro escribió una carta a Don Berna, uno de los mayores narcotraficantes y jefes paramilitares de Colombia, para exigirle que le contara dónde estaban sus cinco familiares desaparecidos (hermana, cuñado, sobrino, hijo y nuera). Luego le visitó en la cárcel para mirarle a los ojos y esperar la respuesta. Al final encontró los cadáveres de su hermana, su cuñado y su sobrino.

Ahora doña María Elena trabaja en Medellín con un grupo de mujeres que tejen muñecos con la apariencia de sus familiares desaparecidos y asesinados, a los que ponen una ropa como la que la que llevaban el día que murieron o desaparecieron. María Elena reclama que se rescaten los trescientos cadáveres que se encuentran sepultados bajo una inmensa escombrera de Medellín, donde los lanzaban los hombres de Don Berna y donde las volquetas siguen arrojando escombros día tras día.

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El bastón y la rabia

“Nos matan por todos lados”, dice M., una indígena nasa que fue gobernadora de su resguardo (reserva). A los pueblos originarios del valle colombiano del Cauca les arrebataron sus tierras y ahora viven en resguardos, atrapados entre la guerrilla, los paramilitares, el Ejército y los narcos, en una región plagada de cultivos de coca y marihuana. Así que organizaron la asombrosa Guardia Indígena: grupos de hombres y mujeres, a menudo acompañados por niños, niñas, ancianos y ancianas. Su única arma es un bastón tradicional. “Con el bastón desafiamos a los agresores armados”, dice M. “Si quieres darme un tiro, dame un tiro. Pero si tan berraco te crees, agarra otro bastón y lucha conmigo de igual a igual. Nosotros tenemos la rabia y la razón. Yo he visto caer a muchos hombres, mujeres y niños. Y por la pura rabia y la impotencia, yo me olvido de mí misma. En un tiroteo los soldados mataron a una niña y dejaron a varios niños heridos. Vi a la niña en la habitación donde se moría y salí con el bastón a enfrentarme a los soldados. De pura rabia me olvido de mí misma. A punta de bastón los echamos”.

Cuando el Ejército o la guerrilla se instalan en la reserva indígena, las mujeres acuden a colocar pancartas alrededor de sus campamentos. Una vez, los soldados arrancaron las pancartas y las tiraron al río. Las mujeres llamaron a la defensoría del pueblo, a las organizaciones internacionales de derechos humanos, protestaron y volvieron al campamento con sus bastones. El coronel ordenó a los soldados que bajaran al río a recuperar las pancartas y a volver a colocarlas. M. se parte de risa: “Les decíamos: oiga, esta pancarta está floja, esa otra está mal puesta. Fue muy chistoso ver a los soldados colocando nuestras pancartas: ‘Mujeres indígenas en resistencia. Rechazamos la guerra, defendemos la paz’”.

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La violencia sexual como arma de guerra

E., un estudiante colombiano de Derecho de 26 años, hizo un viaje de doce horas en autobús la semana pasada hasta Bogotá, solo porque quería reunirse conmigo y contarme su historia. Me la contó, dimos un paseo por la ciudad y tomó de nuevo el bus para volver, otras doce horas, a su pueblo. E. fue violado cuando tenía 12 años por uno de los paramilitares que ocuparon durante meses la finca cafetera de su familia. No se lo contó a nadie hasta los 23 años. A su familia no se lo ha contado nunca. Su historia es la de una juventud destrozada, con varios intentos de suicidio, y ahora una recuperación, un coraje y una vocación emocionante de convertirse pronto en abogado para luchar por la justicia. Entre las víctimas sexuales dentro del conflicto colombiano, se calcula que el 15% son hombres. Es muy raro que lo denuncien, pesa sobre ellos un estigma machista muy doloroso.

Aquel día también me contó su historia Y., una mujer de 38 años que sufrió el asesinato de toda su familia a manos de la guerrilla, que huyó de su pueblo, que se convirtió en una de las líderes de la lucha por los derechos de las mujeres, que por eso fue atacada y violada, que sufre secuelas graves, y que aún así sigue ejerciendo de líder, organiza asambleas de mujeres y apoya a otras víctimas, participa en foros, sale en público a reclamar justicia y protestar contra la impunidad, aunque siga recibiendo amenazas. La propia Corte Constitucional afirmó que la violencia sexual era una estrategia de guerra premeditada, sistemática y generalizada en todos los bandos. En Colombia 490.000 mujeres fueron víctimas de violencia sexual dentro del conflicto, solo entre 2001 y 2009, pero apenas se investiga un puñado de casos y no hay condenas. «La violencia contra las mujeres da en Colombia cifras de crisis humanitaria», dicen en La Casa de la Mujer, «pero no hay respuesta, la impunidad es absoluta». A pesar de las amenazas y los ataques brutales que siguen recibiendo, en Colombia existe una extensa red de mujeres que lucha contra esa impunidad y reclama verdad, justicia y reparación.

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Humboldt no estuvo aquí

Al reportaje tinerfeño, editor mediante, le voy a poner un titular así de largo: “AQUÍ SE AGACHÓ HUMBOLDT. Tres caminatas por Tenerife para creerse un poco Alexander von Humboldt. Y otras dos para descubrir maravillas que él no vio. Y al final del camino, la señora Fidelina, ventera de Roque Bermejo”.

Por ahora os presento a la señora Fidelina Gallardo, que vive en la orilla de una cala volcánica, a la que no llega ninguna carretera. La aldea se llama Roque Bermejo y es un puñado de casetas de colores, que parecen dados lanzados desde la montaña, que fueron rodando barranco abajo hasta pararse en el borde del mar. Fidelina tiene 78 años y solo puede salir de Roque Bermejo en barca o, cuando la mar tiene reboso, caminando dos horas barranco arriba hasta alcanzar la carretera en Chamorga, a 480 metros de altitud. Hace cincuenta años, cuando la carretera no llegaba ni siquiera a Chamorga, Fidelina se echaba a su niña enferma al hombro y caminaba cinco horas por la montaña hasta la consulta del médico en San Andrés. Ahora en la entrada de su casa vende galletas, plátanos, refrescos, cerveza, vino, aceite, tabaco, conservas, papel higiénico.

Después de charlar con ella, le pedí permiso para sacar fotos, me dijo que sí y al final le entró una duda. “Pero usted no será inspector, ¿verdad?”.

Fotos: Fidelina en la puerta de su casa y venta; Fidelina, hace unos años, transportando cajas de cerveza sobre la coronilla; la aldea de Roque Bermejo.

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Cierra la revista Euskal Herria

En 2013 han desaparecido tres de las revistas en las que más he escrito durante los últimos años: cerró Nora, cerró Altaïr y ahora cierra Euskal Herria.

Duele que se cierren oportunidades de buen trabajo pero en estos tres casos duele, sobre todo, que se cierren medios que han sido escuelas de periodismo.

No lo digo por decir. Cuando salió la revista Euskal Herria, hace casi once años, yo era bastante pipiolo y les escribí para presentarme y mandarles una propuesta de varios reportajes viajeros internacionales. Entonces la revista publicaba una sección sobre viajes por el mundo y yo creía que era la única interesante para mí, yo pensaba que no tenía casi nada que contar sobre nuestra propia tierra y tampoco me apetecía mucho hacerlo.

Al cabo de tres años me hicieron el primer encargo: diez valles guipuzcoanos. Los recorrí con mi descacharrada furgoneta melonera -¡nostalgia!-, con la vespa y a pie. Disfruté caminando lento y caminando cerca. Encontré buenas historias. En sitios por los que pasaba muy a menudo, me paré por fin a charlar con la gente que veía siempre allí: por ejemplo Ignacio Arizmendi, el hombre con muletas que se sienta durante horas y horas en el puente de Fagollaga, sobre el río Urumea, junto a la carretera de Hernani a Goizueta. Andará por los 80 años. Paso en bici muy a menudo por allí. En invierno me inquieto un poco, porque ya no lo veo en el puente, y me da alegría el primer día de la primavera en que lo vuelvo a ver en su puesto. Los melocotones, la arena en el pasillo de casa y la figura de Ignacio sentado en el puente son para mí tres señales plenas del verano.

Con el paso de los años creo que he hecho un aprendizaje valioso para mirar mejor de cerca, para descubrir buenas historias pequeñas aunque no vengan envueltas en celofanes exóticos. Y en ese entrenamiento Euskal Herria ha sido una de las mejores escuelas. Sus editores me echaron al camino, me pusieron a atravesar bosques, a dormir en montañas, a investigar sendas, a buscar fuentes, a navegar en veleros, a asomarme a cuevas, me empujaron a leer mucho y sobre todo a preguntar mucho más a la gente que anda por los caminos y los pueblos, que es la que sabe.

La revista Euskal Herria también ha sido un punto de encuentro. He compartido tarea con editores rigurosos, profesionales y amables –Imanol Agirre, Javi Pascual, Iñaki Rekalde, Hektor Ortega- y con fotógrafos magníficos: recorríamos los mismos lugares pero ellos siempre me sorprendían con detalles y encuadres que me descolocaban. Me gustaba mucho fijarme en su mirada, sobre el mismo tema pero mucho más minuciosa y paciente que la mía, para intentar que se me pegara algo de ellos. He aprendido mucho de Alberto Muro y sobre todo de Santi Yániz, maestro y además amigo, con el que ya ando preparando la mochila para escaparnos pronto.

Y debo recordar la esperanza: Sua, la editora de la revista, seguirá publicando libros y guías –como la de Donostia-San Sebastián que acabamos de sacar- y ya estamos hablando de un proyecto común para 2014. Ojalá empiece pronto la remontada, para los editores, los fotógrafos, los redactores, y por el bien de todos nosotros, los lectores.

Portada de uno de los temas con los que más disfruté: caminatas por cinco ríos.

EH

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La Carbonero

Me llama la atención ese tic de añadir el artículo “la” al apellido de una mujer o de usar su nombre de pila en un contexto formal en el que a los hombres se les nombraría simplemente con el apellido. Indica un tic en el pensamiento de quien lo escribe, un tic que tenemos muy extendido: si aparece un apellido a secas, por defecto pensamos que se refiere a un hombre. Si se refiere a una mujer, parece que es necesario especificarlo. No ocurre tanto con apellidos como Merkel o Botella, porque son nombres muy compartidos en nuestro contexto y no hay dudas, pero es muchísimo más habitual encontrar “la Campos” que “el Gabilondo”, “la Carbonero” que “el Casillas”, “la Caballé” que “el Carreras”,  «la Barcina» que «el Sanz», incluso en titulares de periódicos y en otros contextos formales. Esto indica que lo universal, lo genérico, lo normal mientras no se diga otra cosa, es lo masculino. Lo femenino es una excepción que se debe señalar con alguna marca. Leo que Belloch ha dicho hoy en la tele: «Aposté por Borrell y ganó Almunia; por Bono y ganó Zapatero; por Carmen y ganó Rubalcaba».

PD: Si alguien va a decir, como suele ser habitual en estos casos, que hay problemas de desigualdad y sexismo mucho más graves en el mundo: muchas gracias, ya estoy informado.

La Campos y no el Mariñas:

La CamposLa Carbonero y no el Casillas:

La CarboneroLa Merkel y no el Rajoy:

La MerkelLa Caballé y no el Carreras:

La Caballé

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Macaronesia

Estos días he caminado mucho por las montañas y las costas de la Macaronesia. Que viene del griego makaron nesoi: islas afortunadas. Según los griegos, cuando morían los héroes y las personas virtuosas, sus almas se iban a unas islas en el extremo occidental del mundo, a gozar del reposo eterno. Los navegantes suponían que las Canarias eran esas islas de los bienaventurados, o quizá restos de la Atlántida, o quizá el Jardín de las Hespérides, que daba manzanas de oro y estaba custodiado por un dragón de cien cabezas. A mí el viernes me pareció ver a Aquiles, arrugado y con artrosis, bailando canciones de Julio Iglesias en las piscinas de los hoteles de Tenerife (del minuto 1 al minuto 4).

El científico y explorador Alexander von Humboldt desembarcó en 1799 y dijo: “Ningún sitio me parece más apropiado que Tenerife para suprimir la melancolía y devolver la paz al alma dolorida”. Dio las siguientes razones: el clima benigno, el aire puro, el paisaje bellísimo y la ausencia de esclavitud.

Me acuerdo mucho de estos párrafos de Predrag Matvejevic en Breviario mediterráneo:

“A las islas se les atribuyen rasgos y estados de ánimo humanos: también son solitarias, silenciosas, sedientas, abandonadas, desconocidas, malditas, a veces afortunadas o bienaventuradas (…).

“Los que más olvidados están son los escollos, sobre todo los que carecen de dolinas y agua potable: si no se incorporan a un archipiélago conocido, pierden su identidad en la jerarquía de la costa, quedan para siempre apóstatas, célibes, anacoretas. Las rocas que sobresalen en los bordes de las islas han suscitado cuentos de horror y espectros (…).

“Las islas se convierten a menudo en lugares de recogimiento o paz, arrepentimiento o expiación, exilio o encarcelamiento: por eso cuentan con tantos monasterios, cárceles y asilos, instituciones que asumen y a veces llevan al extremo la condición y el destino insulares (…). El rasgo común de la mayor parte de las islas es la espera (…).

“Pero las islas ayudan menos de lo que se cree a vencer o poseer el mar”.

Almáciga Anaga Tenerife MacaronesiaFoto: pueblecico de Almáciga, en la costa de Anaga.

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La buena ladrona

Me escribe una chica tinerfeña:

«La semana pasada estuve en la presentación de tu libro «Groenlandia cruje (y tres historias islandesas)» en el Puerto de la Cruz. Entré por casualidad, sin saber muy bien qué pasaba allí, pero después me alegré mucho de haberlo hecho. Me pareció muy amena e interesante. Felicidades. Pero en realidad te escribo este mensaje porque al final de la presentación cogí un libro de los que estaban en la mesa y salí con él en la mano ojeándolo y ¡sin pagarlo! Luego, en casa, noté que el libro me miraba raro todo el tiempo y caí en la cuenta precisamente de eso, de que me lo llevé tan tranquilamente y no lo pagué. Además de confesar mi despiste, me gustaría que me comentases cuánto cuesta y acordar contigo alguna forma posible de pago, no sé, transferencia es lo que se me ocurre, pero si hay alguna otra que te venga mejor, pues esa será. Además, me gustaría, claro, pedirte disculpas…, ¡qué vergüenza!».

No tendré muchos lectores, pero al menos en Álava y en Tenerife tengo a los mejores ladrones de libros.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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