Bolivia
Caparrós habla sobre ‘Potosí’
Martín Caparrós habla de Potosí, el libro de «un vasco más o menos joven».
cerradosEl aficionado que descubrió los paseos de los dinosaurios
El boliviano Klaus Pedro Schütt me recibió en su casa y, antes de nada, me enseñó un gran coprolito. Es decir: una mierda de dinosaurio fosilizada. Él descubrió las mayores caminatas de dinosaurios del mundo, en 1994, y nadie le hacía caso. La semana pasada los paleontólogos confirmaron que en ese yacimiento de Cal Orck’o (Sucre) hay más de diez mil huellas, una escena extraordinaria de la vida de los dinosaurios poco antes de su extinción. He escrito la historia en CNN: El boliviano que descubrió los paseos de los dinosaurios.
Huellas de titanosaurio en la pared de Cal Orck’o. (Foto: Parque Cretácico de Sucre)
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Los mineros muertos animan al Real Potosí
Estos párrafos son un avance de ‘Los mineros muertos animan al Real Potosí’, el texto que publico en septiembre en el número 8 de la revista Jot Down en papel:
-La mina es territorio muy negro. Mejor que las mujeres no entren. Solo es para hombres recios, bien recios, los hombres que quiere la Pachamama -dice Mario González-. Si una mujer entra, unos días más tarde, cuando le viene la siguiente menstruación, la veta de mineral desaparece. La Pachamama esconde la veta, por puros celos.
González es minero viejo, una categoría improbable en Bolivia. A los 59 años no le queda ningún compañero de su edad. Él está vivo, dice, porque nunca fue codicioso. Nunca trabajó temporadas largas. Nunca veinticuatreó. Es decir: nunca hizo turnos de veinticuatro horas bajo tierra. Salía al mundo, dejaba que los pulmones respiraran aire puro, que se le limpiaran de polvo, y nunca estuvo allá dentro cuando una bolsa de gas asfixiaba a sus compañeros o un derrumbe los aplastaba. Aún así, tiene la sensación de que ha jugado muchas papeletas con la muerte y de que no debe arriesgarse más. Se retira. Es un hombre respetado, los demás mineros hablan de él con cierta veneración por su supervivencia inverosímil, y lo acaban de elegir vicealcalde del campamento minero Siglo XX, en la ciudad de Llallagua, en el departamento de Potosí.
González mide poco más de metro y medio. Aun así, tiene que agacharse y caminar doblado para no golpear con el casco las vigas de eucalipto que sostienen la galería. En la oscuridad de la mina, territorio negro, su lámpara proyecta una cuña de luz. Se detiene para mostrar una viga podrida, doblada en uve bajo el peso de la montaña.
-Treinta años que no se cambian. Ganamos nomás para sobrevivir y nadie tiene dinero para invertir en seguridad. Explotamos una parte, rezamos para que no se caiga y luego vamos a otra parte. Hay hartos derrumbes.
González avanza con rapidez por la galería, se agacha, se yergue, repta a cuatro patas, se vuelve a levantar.
-Yo camino ágil. Los compañeros que quedan vivos están todos con mal de mina, con silicosis. En la cama. Mi vecino no puede dar cuatro pasos sin su botella de oxígeno.
Las mejillas de González son cobrizas, de piel lisa y tirante, pero tiene los ojos enmarcados por surcos profundos, como una máscara de cuero viejo. Cuando cuenta alguna historia terrible, sonríe un poco por pudor y los ojos se le hunden entre las arrugas, pequeños, rojizos como brasas, muy vivos.
Su hijo Federico empezó a trabajar en la mina con 13 años. Un día, mientras ayudaba a un perforista que taladraba la pared, el suelo se hundió bajo sus pies. Apenas cayeron unos metros, arrastrados en un turbión de rocas, y pudieron trepar de nuevo hasta la galería. El perforista y el niño Federico salieron corriendo. Aún corrían cuando un estruendo sacudió la montaña y un vendaval de polvo los alcanzó y los tiró de bruces al suelo. Detrás de ellos, la galería entera se vino abajo. El niño Federico salió rebozado de sangre y polvo. No quiso entrar nunca más a la mina y pidió trabajo en las obras de un edificio, donde se dedicó a acarrear ladrillos y sacos de cemento, al aire libre.
González se detiene y espera unos segundos en silencio. Se escuchan goteos, el rumor subterráneo de la montaña, los susurros de las rocas. Se gira despacio, barre la galería con la luz del casco y de pronto ilumina una figura humana, la de un hombre sentado contra la pared, con los ojos desorbitados y una sonrisa desquiciada. Es el diablo. Un diablo de arcilla, con cuernos revirados y una boca ancha, estirada de oreja a oreja, en la que se sostienen una docena de cigarros consumidos. González se acerca sonriendo, enciende otro cigarro y se lo coloca con delicadeza en las fauces.
-El Tío -dice.
El Tío es el espíritu que gobierna las profundidades, el compadre de los mineros, el patrón que fecunda a la Pachamama, a la madre tierra, para que produzca vetas de mineral. Cuando está satisfecho, hace que las vetas afloren; cuando se enfada, provoca derrumbes. Este Tío de arcilla tiene el regazo cubierto por cajetillas de tabaco, garrafas de alcohol puro y una maraña de serpentinas, confetis y hojas de coca que los mineros le lanzan durante las challas -los agradecimientos-. Sonríe con las piernas abiertas, luciendo su atributo principal: un gran pene erecto.
González desenrosca una botella de medio litro de alcohol Guabirá de 96 grados, el que beben los mineros en las pausas del trabajo, solo o mezclado con un poco de zumo de naranja o de agua y azúcar. Se acerca a la boca del Tío y le vierte un chorro por el gaznate. El alcohol brota por la punta del pene y González suelta una carcajada.
-Un día vino de visita la viceministra Álvarez, viceministra de Minería. A ella la dejamos entrar pero le dije: tiene que besarle la punta del miembro, señora, para que una mujer entre a la mina primero tiene que besarle la punta del miembro al Tío. Se agachó y le dio un beso.
González ríe y sigue galería adentro.
9Satanás no quiere flores
«Nada más entrar al Museo de la Policía de La Paz (Bolivia), veo dieciséis rostros colgados de una pared con rastros de sangre. Son máscaras de yeso, tomadas a delincuentes célebres. Y las hemorragias están pintadas para darle, supongo, un toque emocionante a la entrada del museo. Supongo también que serán moldes de hace muchas décadas, una costumbre antigua y grotesca…
Pero el director del museo, el agente José Arancibia, señala una de las máscaras y explica que se la tomó él mismo en 2009 a Mario Alberto Avaroa ‘el Petas’, ladrón de coches. Una vez en prisión, Arancibia le cubrió el rostro con yeso, sacó el molde y luego lo pintó con su bigote, su perilla, sus cejas altas y sus mofletes sonrosados. “Era un tipo bien hábil”, explica el agente. “Lo atraparon varias veces pero siempre huía. En una de sus fugas mató a tiros a cuatro agentes. Lo apresaron porque se tropezó con los cordones de los zapatos. En la cárcel se convirtió en cabecilla de una banda y fue asesinado a navajazos por la banda rival”. Sostiene que las máscaras de delincuentes son “interesantes para la ciencia”.
Así empezó todo: con un difuso interés científico. El propio Arancibia escribe, en una breve historia del museo, que la idea se les ocurrió en 1935 a dos policías, “dos quijotes aguijoneados por una fiebre de inquietudes”. Montaron una exposición con ganzúas, llaves maestras y demás herramientas utilizadas en robos y asesinatos, y con “piezas anatómicas de delincuentes famosos que habían rendido cuentas al Creador”. Uno de los dos policías fundadores, Víctor Manuel del Castillo, pagó un soborno a un enterrador y entró de noche al cementerio para abrir una tumba y llevarse una calavera. Pertenecía a Hans Shell, un extranjero que fue asesinado en La Paz y cuyo cuerpo se momificó en pocos días, para pasmo de los agentes. Su cabeza momificada se convirtió en objeto de veneración. A algunas calaveras se les atribuían poderes y se utilizaban en interrogatorios para que los sospechosos, temerosos de mentir ante ellas, acabaran cantando. Es uno de los mil ritos, magias negras, ofrendas sangrientas y tratos con espíritus a los que recurren tanto policías como delincuentes en Bolivia, según investiga el periodista y amigo Álex Ayala, quien me ha traído entusiasmado al museo».
El texto sigue en la última página del último número de la revista Altaïr, que desaparece, ay. Los editores dicen que esperan volver dentro de un tiempo, de alguna manera, que se comprometen a intentarlo, y yo al menos, como colaborador y como lector, lo deseo con todas mis fuerzas.
3Entrevista en TV3
El programa «Signes dels temps», de TV3, me hizo una entrevista en Barcelona la víspera de volar a Bolivia. Me preguntaron sobre los mineritos, las guaraníes futbolistas y los refugiados saharauis. Podéis verlo en este vídeo de ocho minutos, en el que incluyeron fotos de las guaraníes tomadas por Daniel Burgui.
6Cholita o señorita
Crees que en un segundo viaje empiezas a conocer el país. Hasta que un simple cartel callejero te enciende mil preguntas y te descubre que apenas has rascado un poco, que no te enteras de casi nada y que necesitarías media vida para empezar a enterarte.
El penúltimo día te explican las diferencias entre señoritas, chicas, cholas, chotas y birlochas. Al día siguiente tomas el avión de vuelta a casa y, con un oceáno de por medio, ya es fácil hacer como que sabes algo.
21Pa no echar gota
Se ve que primero prohibieron orinar fuera, pero fue algún listo y miccionó. Tuvieron que poner este cartel. A mí me dieron ganas de mear fuera, porque de eso no dice nada, señor juez.
Luego me alegré de que prohibieran mear en las zonas donde andamos los turistas. Para algo tienen que servir los barrios de los pobres.
En el barrio minero, por ejemplo, orinar cuesta la mitad que en la zona turística. Allí la letra erre fue a mear y alguien le capó el pito. El resultado me dejó pensando en el derecho a sacar el pito como parte de la libertad expresión. Con un chorro potente y unas caderas de ágil caligrafía, se pueden trazar mensajes en la nieve, eso es cierto.
Y aquí, de repente, se me cortó el chorro de las reflexiones.
Las fotos las tomé en Lima (1), Potosí (2 y 3) y Cuzco (4).
23Los ocho goles de las guaraníes
En el Chaco boliviano, en 2009, conocimos a unas mujeres corajudas: las madres futbolistas del MOMIM (Movimiento de Mujeres Indígenas del Mundo). Por encima de burlas y palizas, en rebelión contra la miseria, las enfermedades, la marginación y el machismo, se organizaron en equipos de fútbol, montaron torneos y emprendieron una revolución social a balonazos.
Dos años más tarde, en julio de 2011, gracias al empeño de Iñigo Olaizola, una selección de estas futbolistas guaraníes viajó a San Sebastián para participar en el torneo internacional Donosti Cup. “No venimos a hablar de miseria”, anunciaron, “sino a marcar goles”. Y metieron unos cuantos.
En la revista Nuestro Tiempo acabo de publicar el reportaje ‘Los ocho goles de las guaraníes’, que empieza así:
«El balón salió rechazado hacia el pico del área, justo donde llegaba Lidia Galván, la extremo derecha boliviana: “Pateé fuerte y de pronto vi la bola en la red. No me lo podía creer. Salí corriendo pero no sabía adónde ir, me sentí medio mareada”. Sus compañeras se le echaron encima, la abrazaron, saltaron, gritaron.
Galván es la mayor del equipo (39 años), la que más hijos tiene (siete) y la que más goles metió en el primer partido (dos). Cuando se separó del abrazo colectivo, se tapó la cara con las manos y volvió caminando a su posición, con la cabeza baja. Al reanudarse el juego, recibió un par de broncas del entrenador: corría despistada, había dejado marchar a la lateral contraria banda arriba, sin seguirla.
“Anoche estaba muy nerviosa, me costó dormir”, contó al final del partido, en un campo de San Sebastián, durante el torneo internacional Donosti Cup. Para Galván, como para casi todas sus compañeras, era la primera vez que salía del Chaco boliviano. “Quería meter un gol, por lo menos uno en todo el campeonato, por mi familia, por mis hijos, por mi país, por los auspiciadores que nos ayudaron a venir. Marqué y lo primero me acordé de mi familia. Hace unos días llamé por teléfono y casi no pude hablar con ellos, me entraron ganas de llorar».
A las mujeres las dirigió Xabier Azkargorta, el entrenador guipuzcoano que en 1994 llevó a Bolivia a un Mundial por única vez en su historia, un ídolo semidivino en aquel país. Después de ganar 6-0 el primer partido del torneo, en el vestuario habló así a sus chicas:
-Señoras, clasificar a Bolivia para el Campeonato del Mundo fue el mayor éxito de mi carrera como entrenador. Pero la alegría más grande que jamás me ha dado el fútbol ha sido esta victoria de ustedes.
Las mujeres lo abrazaron, lloraron y le cantaron a pleno pulmón: “¡Te queremos, Profe, te queremos!”.
Despiece del reportaje: «Para que las mujeres tengan vida«.
En estos trabajos conté con la ayuda indispensable de varios amigos. En el Chaco 2009, Elena Antúnez y Daniel Burgui (cuyas fotos ilustraron el primer reportaje). En la Donosti Cup 2011, Fernando Martínez Sarasqueta, que fotografió a las chicas del MOMIM por todos los campos (algunas de sus imágenes aparecen en el segundo reportaje), Oskar Alegría, a quien pillé a traición para que hiciera este vídeo durante un partido de las bolivianas, y Juan Andrés Muñoz, alias Allendegui, quien se empeñó para que lo emitiera CNN.
16Cúrese con un producto impactante de magnitud global totalmente garantizado
En la antigua China solo lo consumía el emperador. Si alguien era sorprendido tomándolo, lo condenaban a muerte. ¡El hongo Ganoderma lucidum! ¡Una historia milenaria de cuatro siglos atrás!
Leo estas noticias en la puerta de un local minúsculo, en el barrio minero de Potosí. Hay docenas de cartelitos para atraer al cliente: “Solucione sus problemas de salud definitivamente con el hongo Ganoderma lucidum, el producto natural más impactante”. “Contiene más de 200 nutrientes vitales para la salud y 154 tipos de antioxidantes”. “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece (Filipenses, 4:13)”.
Un viejito se pone a mi lado a leer las frases. Es un minero jubilado, me dice. Del local sale un chico joven, Luis Alejandro Choque (leo su nombre en un diploma del interior), y nos invita a pasar. El viejito minero y yo entramos con mucho gusto.
El chaval Luis Alejandro nos sienta en dos taburetes, nos pone un vídeo atronador de la empresa fabricante DXN y nos explica que es “la primera compañía de marketing multinivel con el concepto ‘Un Dragón’, el concepto de un mundo, un mercado, una mente. Es una compañía agresiva a nivel mundial con sede en Malasia. Es la compañía de los medicamentos del futuro. De las cincuenta compañías más grandes del mundo, es la más grande”.
Luis Alejandro recita con entusiasmo: “Muchos doctores van a ir al paro, muchas farmacias van a cerrar. En La Paz la gente ya está dejando de ir a la farmacia, ha salido en los periódicos”.
Según los carteles del local, el hongo oxigena el cuerpo, promueve la energía y el vigor, favorece la desintoxicación natural, ayuda a dormir, fortalece el sistema inmunológico, mejora el desempeño sexual, alivia la menopausia, cura la osteoporosis, la cirrosis, la gripe A, la soriasis, la ciática, el estreñimiento, los quistes, la artritis, la parálisis, el colesterol, el acné, el asma, la migraña, la presión alta, las úlceras, la infertilidad y el alzheimer.
Me decepciona que no cure el pie de atleta ni la fimosis. Pero callo, arrollado por el entusiasmo de Luis Alejandro: “Regenera órganos, equilibra totalmente el sistema corporal. Es un producto de magnitud global ¡totalmente garantizado!”.
Las garantías parecen realmente serias: “¡Lo ha aprobado ya el Ministerio de Salud!”, celebra Luis Alejandro. Y sacude en el aire un folio con varios membretes. Me escurro hasta la punta de la silla para leer lo que pone.
“Perdón –le interrumpo-, es que ahí pone Católica Televisión”.
“Sí: es la prueba de la publicidad que hemos contratado, sale el anuncio hoy a la una en Católica Televisión”.
Entonces entra un gancho, un señor de unos cuarenta años. Luis Alejandro le pone un taburete, entre el mío y el del minero.
“Este señor vino a verme. Tenía la barriga así de hinchada y me dijo que le tenían que sacar sangre. Yo le dije: me río de tu enfermedad. Le hice un tratamiento de mes y medio con el hongo Ganoderma. Ya no va a ir nunca más al doctor”. El hombre asiente con la cabeza pero no dice nada. El viejito minero le mira y le examina con curiosidad.
Ante la impaciencia que nos devora, Luis Alejandro empieza por fin a enseñarnos el producto.
“El café no es un lujo”, dice, “es una necesidad”. Nos enseña unas bolsitas de café de hongo Ganoderma. Se dirige al viejito minero: “Señor, cada una de estas bolsitas equivale a veinte platos de pescado”. ¡Veinte platos de pescado! La verdad, le digo a Luis Alejandro, es una suerte que ya no haya emperadores chinos. Me sonríe y remacha: “Y también tenemos la comida del astronauta: ¡Spirulina Cereal!”.
Él sigue con el viejito: “¿Cuánto pagaría usted por veinte platos de pescado?”. El viejito calla. “Pues estos sobres de café le cuestan solo 20 bolivianos cada uno (unos dos euros). Y pronto su precio se triplicará el doble. Ahora le vendemos esta caja con descuento a 110 bolivianos pero pronto valdrá 200. Y cuando usted va comprando productos, va acumulando su puntaje. Si llega a 1.800 puntos, usted ya es agente estrella de nuestra compañía. Luego puede llegar a agente estrella cualificado, a diamante, a corona, a ejecutivo. El agente diamante puede ganar 8.000 dólares mensuales. El ejecutivo, de magnitud global, gana hasta 300.000 dólares. Con el internet, su puntaje se registra globalmente”.
“El otro día vinieron los directivos de la compañía a La Paz a dar los cheques. A una señora paceña, una chola con su sombrerito, sus trenzas y su pollera larga, le dieron un cheque de 8.000 dólares. Ella no ha estudiado pero sabe hablar, sabe vender, se ha capacitado dentro de la compañía, y esa señora va a seguir escalando y puede ganar más que el presidente de la República. El Evo gana 14.000, usted puede ganar 100.000 dólares”.
Abrumado por la promesa de tanta riqueza y de una salud inmortal, decido oxigenar mi cuerpo. Me levanto, lo siento, tengo que marcharme, luego pasaré a comprar el café con hongos. El viejito aprovecha y sale conmigo. Ya en la calle, me dice:
-¿Será verdad? En internet habrá que mirar.
14Bloqueos
El autobús frenó de golpe. A la salida de la curva, la carretera estaba sembrada de piedras. En una ladera cercana seis hombres volteaban una roca enorme para tirarla sobre el asfalto; desde la cuneta varias mujeres acarreaban pedruscos; y de pronto, en el costado del autobús, estallaron varios dinamitazos.
Ya me extrañaba a mí: varias semanas viajando por Bolivia y aún no me había tocado un bloqueo. Llegamos justo cuando lo estaban montando, entre Potosí y Oruro, en mitad del altiplano, en pleno desierto.
Empezó un diálogo entre los pasajeros y los bloqueadores, quienes explicaban que cortaban la carretera para protestar contra la incautación de autos chutos (en Bolivia se han identificado miles de coches robados en Chile y Brasil, traídos de contrabando, la Policía los está confiscando y los actuales dueños bolivianos pueden quedarse sin ellos).
Una de las pasajeras se acaloró y empezó a gritar y a insultar a los bloqueadores.
-¡No insulte, señora, no insulte! –le respondió no un bloqueador, sino uno de los pasajeros, uno de los nuestros.
-¡Hay que arreglar las cosas con el diálogo! –gritó un bloqueador, partidario tanto de la roca como de la palabra.
-¡Señoras y señores, somos todos iguales! –gritó otra de los nuestras.
Enseguida se pusieron a charlar los dos bandos, de manera amistosa. Pasaron cinco minutos, no parecía que hubiera acuerdo, y algunos pasajeros se marcharon con prisas y cargando el equipaje al otro lado de la tranca, a buscar vehículos que les llevaran a Oruro.
-Vamos a esperar tranquilos media hora –dijo uno de los pasajeros que más había charlado con los bloqueadores-. Si no se arregla la cosa, empezamos a hacer presión. Pero primero es el diálogo.
A los diez minutos vino uno de los cabecillas bloqueadores:
-Señoras, señores. Nosotros comprendemos. Pueden seguir por aquel camino de tierra y salir más adelante a la carretera. Ustedes van a ser los últimos, ya no va a pasar nadie más.
*
Me he encontrado con varios bloqueos y marchas en estas semanas. Me sorprende el talante de diálogo de los bolivianos en los conflictos, lo rápido que se montan grupos de gente que discute, interviene, ordena los turnos de intervención, la insistencia en la idea de que todos tienen derecho a opinar y merecen respeto, la costumbre de hablar y hablar en busca de alguna solución consensuada. Veo una idea muy arraigada de democracia y debate hasta en las cosas más sencillas. Me hablan de la tradición comunitaria…
También veo la pujanza que tienen mil sectores de la sociedad civil, mil grupos, movimientos, asociaciones, con una idea muy poderosa de participación ciudadana, con conciencia muy fuerte de luchar por sus derechos. Y es estupendo.
Pero hay algo que me parece preocupante para el país: la facilidad con la que cualquier sector paraliza con sus protestas una ciudad, dos ciudades, medio país.
Vi cómo Potosí quedaba completamente bloqueada y paralizada durante dos días, porque los mineros cooperativistas protestaban contra el amago del Gobierno de cobrarles el IVA. Los dueños de autos de contrabando son capaces de cerrar la única carretera entre dos ciudades tan importantes como Potosí y Oruro, durante muchas horas, y nadie los echa de allí. Cerca de La Paz, los vecinos de un pueblo bloquearon otra carretera porque habían detenido a su estimado alcalde, acusado de narcotráfico.
La enorme cantidad de huelgas, paros y bloqueos a lo largo del año, con sus extensísimas repercusiones para el resto de la sociedad, pasan una factura muy cara al país.
Y nadie se atreve a meter mano a las protestas, porque Bolivia es un país en ebullición en el que una intervención de la Policía puede traer un terremoto social. Dicen que está fresco el recuerdo de Sánchez de Lozada, el presidente que huyó en helicóptero en 2003, dejando atrás docenas de muertos y una revuelta social mayúscula tras la llamada Guerra del Gas.
Hace pocos días la marcha de los indígenas contra la carretera del Tipnis consiguió que el propio presidente Evo Morales echara atrás su propio proyecto. Seguramente el cambio de idea es una buena noticia, no conozco el tema lo suficiente. Pero al margen de que la decisión sea buena o no, lo que me llama la atención es la debilidad del Gobierno y las autoridades.
“No tenemos autoridad”: me lo han dicho muchas veces, al hilo de cuestiones muy preocupantes. Me lo han dicho a propósito de la violencia brutal que se ceba con las familias del Cerro Rico, un horror al que ninguna autoridad parece atender. Me lo han dicho a propósito de los peligros de derrumbe del Cerro y de la grave contaminación minera que sufren los habitantes de Potosí: ninguna institución tiene fuerza para hacer cumplir las leyes ambientales, para velar por la salud de los ciudadanos, para frenar las salvajadas de los mineros borrachos en los fines de semana. Ni siquiera para cobrar ciertos impuestos a los mineros cooperativistas.
Son famosos los muñecos ahorcados en la ciudad de El Alto, pegada a La Paz. Como hay mucha delincuencia y la Policía no la soluciona, se han dado casos de turbas de vecinos que atrapan a supuestos ladrones y los linchan o los queman vivos. Ayer pasé por El Alto y vi los muñecos ahorcados y muchas pintadas en los barrios: “Ladrón pillado será linchado”. “Ladrón pillado será quemado”. “Auto sospechoso será quemado”.
Fotos: 1) Reuniones entre pasajeros y bloqueadores; 2) Gente que intentaba salir de Potosí caminando con sus equipajes, más allá de los cruces bloqueados, esperando encontrar algún vehículo que los lleve a su destino; 3) Un camión de mineros corta el acceso a las minas del Cerro Rico, en los días del bloqueo.
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