Ciclismo

Cabestany: «Pasé el primero por el Tourmalet y bajé llorando»

Peio era un chaval donostiarra de diecisiete años que salía de casa a escondidas, con la bici, para disfrutar de unas horas de libertad y marcharse adonde le diera la gana. Un día, en el puerto de Andazarrate, se unió a un grupo de ciclistas y fue el único que resistió la rueda de Usabiaga, el campeón de Guipúzcoa. Lo ficharon para el equipo.

Peio es ahora una especie de chaval de cincuenta y dos años que sale de casa con su bici, ya sin esconderse, para disfrutar de unas semanas de libertad y atravesar Chile, Indochina o Etiopía a pedales.

Entre Andazarrate y Etiopía, Peio tuvo tiempo para ser Ruiz Cabestany, uno de los ciclistas más destacados del pelotón internacional en los años ochenta y principios de los noventa. Nos habla de algunas de las batallas más memorables de aquella época, de las tramas y alianzas ocultas de las carreras, del dopaje, de directores, médicos y ciclistas, de sus alegrías y sus agobios.

Ruiz Cabestany (San Sebastián, 1962) ganó carreras prestigiosas pero cree que si fue un ciclista popular se debió, sobre todo, a su manera de correr: atacaba, montaba emboscadas, daba sorpresas, intentaba jugar. Con apenas veintitrés años coronó escapado el col del Tourmalet y allí arriba, entre la niebla, atravesó quizá una línea divisoria: en el momento de diversión más pura, el director del equipo bajó la ventanilla y le ordenó pararse.

Aquella etapa pirenaica del Tour de 1985 se pone siempre como ejemplo de una estrategia perfecta, una jugada de pizarra. Tres grandes puertos, tres ciclistas del Seat Orbea en un ataque escalonado y triunfo de Perico…

Es gracioso cómo se vendió. Esa etapa pasó a la historia del ciclismo, se cuenta así, pero yo me escapé para ganar en Luz Ardiden. No para esperar luego a Perico Delgadoy llevarle. A Perico nadie le mandó atacarme. Lo decidió él.

¿No lo teníais planeado?

Hombre, si quieres te digo que sí. Queda más bonito.

La entrevista completa, en Jot Down.

Peio

Fotos de Juan G. Andrés. Un lujo

cerrados

El posadero de Voreppe

En julio de 1906, el señor Nestor Rephoz envió una carta a L’Auto, el diario organizador del Tour:

«Me gustaría destacar la conducta del señor Sermoz, posadero de Voreppe, quien antes del paso del Tour de Francia retiró todas las piedras que cubrían un tramo de 500 metros de descenso al 13%, en la cota de Chevalon. Ese acto resulta todavía más meritorio si se tiene en cuenta que lo hizo en pleno mediodía, bajo un sol de plomo, dos horas antes del paso de los corredores».

El sábado 22 de marzo de 2014, la Asociación de Amigos de la París-Roubaix, carrera que se celebra el próximo domingo, publicó este aviso en Facebook:

Amis

«La sesión de limpieza del tramo de Mons-en-Pévèle ha ido bien. No nos ha llovido pero ha hecho viento. Hemos formado un gran equipo de ocho personas y hemos completado un buen trabajo.  Hemos arreglado un tramo peligroso de cien metros. ¡El pavés ya está limpio! Hasta el próximo domingo. Muchas gracias,

François Doulcier, presidente de los Amigos de la París-Roubaix».

La París-Roubaix es un fósil viviente del ciclismo de hace cien años:

Imagen de previsualización de YouTube

3

Ciclistas que se empeñaron en ser últimos

En el número 6 en papel de la revista Jot Down he publicado ‘El Tour de los caracoles. Historias de ciclistas que se empeñaron en ser últimos’.

Arranca así:

«El 26 de julio de 2008, la víspera de llegar a París, había tres ciclistas muy nerviosos. Dos de ellos se jugaban la victoria en el Tour de Francia y tenían que exprimir sus fuerzas en una contrarreloj de 53 kilómetros. El tercer ciclista nervioso, al que nadie prestaba atención, se enfrentaba a un reto endiablado: debía pedalear lo más despacio posible, perder todo el tiempo que pudiera, pero sin acabar fuera de control y quedar eliminado.

Los dos ciclistas que necesitaban pedalear muy rápido eran el abulense Carlos Sastre (maillot amarillo) y el australiano Cadel Evans (segundo clasificado, con 1 min 29 s de retraso). Evans solo le quitó 31 segundos y Sastre ganó el Tour.

El ciclista que necesitaba pedalear muy despacio, pero no demasiado despacio, era el belga Wim Vansevenant. Aspiraba a terminar el Tour en última posición por tercer año consecutivo: sería una marca histórica. Lo tenía complicado».

cerrados

La maldición del sexto

Sale la sexta edición de Plomo en los bolsillos, pronto en las librerías. Y nos da un poco de miedo: ya sabemos lo que les pasó a los ciclistas que intentaron ganar seis Tours.

Plomo en los bolsillos

“La carrera francesa siempre acaba cobrando su tributo, devorando incluso a sus mayores campeones. Cuando intentaron conquistar un sexto Tour, esa especie de fruto prohibido, los mejores ciclistas de la historia sufrieron desfallecimientos terribles, como si recibieran el castigo de un dios furioso por una blasfemia. Basta con recordar a Anquetil echando pie a tierra en 1966 camino de Saint-Étienne, pálido, agotado, lloroso; a Merckx en 1975, dando eses como una marioneta rota en Pra Loup; a Hinault, clavado  en Superbagnéres en 1986; a Induráin, fundido y deshidratado en Les Arcs en 1996”.

Y de Armstrong, qué vamos a contar de Armstrong. Que ganó siete, que se hundió en el octavo, que le pillaron, que entonces lo confesó todo en la tele y que aquí tenéis su capítulo actualizado, tal y como lo publicamos ya en la quinta edición: ‘Lance Armstrong y la nieve negra’

Tampoco estaría mal hundirnos en la octava y después confesarlo todo en la tele.

“En la edición siguiente, en la primera etapa montañosa, Armstrong se desmoronó en un puerto sin renombre: el col de la Ramaz. Es la eterna saña del Tour, que siempre escogió mataderos vulgares para acabar con los campeones, puertecillos sin ninguna historia y que por tanto quedaron consagrados en exclusiva a la memoria de las derrotas: Anquetil en Serrière, Merckx en Pra Loup, Induráin en Les Arcs, Armstrong en Ramaz. Para el campeón americano, que jamás pinchaba en momentos delicados, que jamás se enfermaba, que jamás se caía, aquella fecha estaba marcada como la del colapso. Nada más comenzar la etapa, se cayó, partió el sillín y tuvo que cambiar de bicicleta. Un poco antes de la ascensión a Ramaz, tocó una acera con el pedal y salió disparado por los aires. Golpeado, abrasado y aturdido, alcanzó al grupo justo en las primeras rampas, pero pagó el sofocón, se descolgó y pasó con un minuto de retraso por la cumbre. Se sintió vacío. Le costaba seguir el ritmo de sus gregarios, la desventaja crecía y, ya sin reflejos, fue incapaz de esquivar otra caída y rodó de nuevo por el asfalto.

En la ascensión a Morzine Avoriaz cumplió su calvario con una estricta sobriedad de gestos: pedaleó, como muy pocas veces, con los ojos ocultos tras gafas oscuras, con la mandíbula prieta y el rostro tenso en una máscara inexpresiva. En los últimos metros, con sesenta ciclistas ya clasificados por delante de él, con doce minutos de retraso, con la derrota irrevocable, se subió la cremallera del maillot para no cruzar la meta con el pecho descubierto, en un gesto un poco torpe y pudoroso, como un cadáver que se hubiera cerrado a sí mismo los párpados”.

Aquí tenéis a Hinault, que hoy cumple 59 tacos, un poco molesto el año en que aún no consiguió ganar el quinto Tour.

HinaultFoto: vía Urtekaria.

PD: El libro acaba de llegar a México D.F., a Tabaquería Libros. ¡Que viva Raúl Alcalá!

3

El quinto plomo, con novedades

Sacamos la quinta edición de Plomo en los bolsillos, que va camino de las librerías con dos textos nuevos. Para los lectores de las ediciones previas y para cualquiera que tenga interés, hemos colgado aquí esas dos novedades:

-Un prólogo del periodista Carlos Arribas: ‘El cronista como ladrón de memorias‘.

-El capítulo de Armstrong, reescrito tras su confesión: ‘Lance Armstrong y la nieve negra‘.

15

La bicicleta, ese vehículo de la lujuria

Emilio K.O. me pasa este fragmento del libro Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914, de Philipp Blom.

«La velocidad se había convertido en una experiencia psíquica. Cuatro veces más rápida que un peatón, la bicicleta sacaba al ciclista fuera de los límites de su propia vida y lo llevaba al campo, lejos de los salones y hacia una vida libre del peso de las convenciones sociales. Los moralistas reaccionaron escandalizados por los efectos que esos vehículos anárquicos tendrían en la moral pública, sobre todo en las mujeres, que ya pedaleaban alegremente tras tirar a la basura el corsé y decantarse por una ropa más práctica, pantalones incluidos. Mientras tanto, los científicos advertían muy seriamente de que la velocidad y también la posición -a horcajadas en el sillín, con descaro- estimularían a las mujeres más de lo que eran capaces de resistir y las reduciría a la infertilidad, a la histeria o a cosas peores, hasta dejarlas hechas unas criaturas licenciosas sin compostura ni moderación.

El novelista Maurice Leblanc hizo un uso divertido de ese temor generalizado en la novela de 1898 Voici les ailes!, en la que describía el paseo en bicicleta de dos parejas jóvenes. El primer día, uno de los hombres comenta que nada evoca la velocidad con más intensidad que el roce de las ruedas en la carretera; los sentidos de los ciclistas se agudizan, y permite a estos una nueva experiencia del paisaje. Entretanto, las mujeres empiezan a desabotonarse las blusas. El segundo día las mujeres salen sin corsé, y el tercero se quitan la blusa y salen al campo como amazonas modernas. Al final, las dos parejas mandan al diablo todas las convenciones y se entregan a una orgía de amor libre».

 

Fotos: Les albums de Céline E.

21

Apocalypse Lance

 El capítulo sobre Lance Armstrong estaba bien, salvo alguna cosa. Lo he reescrito para la quinta edición de Plomo en los bolsillos, que saldrá pronto, y lo colgaremos a disposición de todo el mundo, como las rentas de Rajoy.

Al escribirlo he repasado algunos vídeos. En Apocalypse Now miro con fascinación cómo los helicópteros arrasan una aldea vietnamita, y solo he echado en falta ponerle la Cabalgata de las Valkirias a algunas escenas de Armstrong para mirar sus tropelías igual de embobado.

Entre muchas exhibiciones, mi favorita es la de Alpe d’Huez en 2001, porque aquello fue una partida de póquer. Armstrong sabía que sus compañeros de equipo andaban tocados y no podrían controlar grandes batallas, de modo que decidió pasar toda la jornada a cola de grupo, con mala cara. La televisión repetía una y otra vez sus gestos de dolor, sus resoplidos, sus aparentes dificultades para seguir el ritmo. Las motos entrevistaban a su director Bruyneel, quien parecía apesadumbrado y declaraba que intentarían resistir la etapa lo mejor posible, y el equipo de Jan Ullrich entró al trapo: pasaron a la cabeza y aceleraron la marcha, para ver si Armstrong reventaba definitivamente. En realidad le estaban haciendo la carrera: el grupo viajaba rápido y compacto, cada vez más reducido, sin ataques ni escapadas peligrosas. En cuanto llegaron al pie de Alpe d´Huez, Armstrong salió disparado, en meta sacó dos minutos a Ullrich y machacó las esperanzas de todos sus contrarios.

Hacia el segundo 30, el locutor dice: “¡No me lo puedo creer!”.

Imagen de previsualización de YouTube

3

Confesión

Tras la entrevista de Oprah Winfrey a Lance Armstrong, parece que está cambiando la mayor fama a la que aspiran algunos ciclistas: ya no es tan memorable ganar un Tour como firmar después una confesión grandiosa. Algún exciclista incluso ofrece confesiones -o no- a cambio de un millón de euros. Cualquiera pensaría que esa oferta de confesión –o no- ya supone una confesión –o no-, que solo le falta la redención televisada, que es lo que rinde.

Óscar Pereiro, ganador del Tour de 2006 tras la descalificación de Floyd Landis por dopaje, dijo hace unos días: «No hay ninguna prueba de que yo me haya dopado. El día en que me paguen un millón de euros, como pagan a muchos, diré sí o no. No tengo por qué contestar a esa pregunta. Yo no me voy a exponer, voy a decir solo sí o no, pero con el dinero».

Cada uno a su nivel: si ganas un Tour, puedes pedir un millón de euros por confesar –o no-. Si te has quedado en amateur mediocre, como yo, confiesas gratis, por puro exhibicionismo y por seguir jugando a ciclista. Allá voy:

El primer café de mi vida me lo tomé con 18 años, como ciclista juvenil, por indicación de mi entrenador. Fue un poco antes de la contrarreloj de Liernia, una cronoescalada corta y explosiva, de apenas cuatro kilómetros, en la que –me dijo el entrenador- convenía salir con mucha rabia, a comerse la carretera. Me dio un vasito de plástico con café solo. Lo bebí de un trago, sentí asco, pero no me fue mal: subí desde Segura hasta Liernia en 7 minutos y 27 segundos y quedé cuarto.

Cronoescalada a Liernia, 1994

Cinco años más tarde, un chaval de Madrid corrió tres carreras con los juveniles guipuzcoanos, porque aquí había mucho nivel y era frecuente que los mejores ciclistas de otras tierras vinieran a zurrarse con nosotros. En la cronoescalada de Liernia aquel madrileño tardó 7 minutos y 24 segundos. Podéis ver su nombre en el séptimo puesto de esta clasificación:

Alberto Contador tenía entonces 17 años y competía contra ciclistas de 18, un salto que en esas edades se nota mucho. A su edad, digámoslo todo, yo no tardé 7’27” sino 7’47”. Yo me quedé en ciclista malo. Probé suerte en aficionados, me harté de ver culos y lo dejé.

Ahora, ay, soy incapaz de ponerme a escribir por las mañanas si no tomo mi café con leche.

*

Posdata: La carrera de Liernia tenía dos sectores: por la mañana una carrera corta, de 60 kilómetros con varias subidas y  final en el mismo alto. Los treinta primeros clasificados competían al mediodía en la cronoescalada. En la prueba en línea de 1999, como veis abajo, Contador quedó segundo, y mi hermano, sexto. Durante el caso del clembuterol, mi hermano tuvo ciertas esperanzas de que la UCI le otorgara el quinto puesto del sector en línea de la carrera de Liernia de 1999. No hubo suerte, pero es bonito quedar sexto. Tim Krabbé, en la novela El ciclista, cuenta que en los sprints masivos él solía entrar en sexta posición. Y habla de un ciclista mediocre al que le tenían tirria porque su especialidad consistía en esprintar por el sexto puesto cuando ya habían llegado a meta cinco escapados.

18

Dramático pero no serio

El pasado viernes en Barcelona reavivamos una discusión de hace sesenta años, inútil, irrelevante y preciosa. ¿Quién le dio el bidón a quién, Bartali a Coppi o Coppi a Bartali? Lo que yo no esperaba era tener a un testigo de la época.

Presentamos ‘Plomo en los bolsillos’ en My Beautiful Parking, una fantástica tienda de bicis y medio museo arqueológico del ciclismo. Lo mejor es que tuvimos con nosotros a don Gerardo Fuster, un caballero amabilísimo que siguió como periodista varios Tours de los años 50 y fue amigo personal de Fausto Coppi. Don Gerardo sigue pedaleando con una bici que Coppi le regaló en 1957.

(Fotos de My Beautiful Parking, Gerardo Fuster y Alberto Sáez).

A finales de los años cuarenta, los italianos vivían entre enfrentamientos ideológicos y atentados que parecían llevarles a una guerra civil.  Una de las maneras en las que se hicieron la guerra fue a través de los dos campeonísimos: el conservador Bartali y el moderno Coppi. Entre ambos corredores existía una rivalidad feroz pero una buena amistad. La guerra entre bartalistas y coppistas fue algo “drammatico ma non serio”.

Entonces se publicó esta foto de Coppi y Bartali compartiendo un bidón de agua durante un Tour, una imagen que se convirtió en símbolo de la reconciliación nacional. Los italianos dedicaron años a discutir si fue Coppi quien pasó el bidón a Bartali o Bartali a Coppi. Yo tengo una hipótesis que cuento en el libro, don Gerardo tiene otra, y en realidad ni Coppi ni Bartali recordaban bien aquella escena, que no tenía nada de especial pero que se convirtió en un icono de la historia del Tour. Son estupendas estas discusiones que no tienen solución y que, si la tuvieran, sería irrelevante. Dan para varias cervezas y pinchos de los que prepararon la gente estupenda de My Beautiful Parking. Y como dijo don Gerardo, lo valioso de la foto es ver a dos rivales que comparten agua y que se respetan sin hacer caso de las trincheras.

Después de estar con tanta gente maja que nos acompañó, tenemos muchas ganas de organizar el tercer Tour de Plomo, dentro de unos meses, por rutas catalanas. Y esperamos que don Gerardo nos acompañe con la bici de Coppi. Seguro que se dedica a vigilarnos la vena trasera de la rodilla derecha, la que vigilaban los gregarios de Bartali para saber cuándo se le hinchaba a Coppi y cuándo debían atacarle.

10

Cien vueltas al bidegorri

Los Tours de Plomo han estado muy bien, pero esto de pedalear para vender libros es más viejo que la isla. Sabéis que el Tour de Francia fue un invento de periodistas para vender más periódicos. Pero mucho antes, en la prehistoria del ciclismo, ya vieron el negocio.

En 1891 Charles Terront ganó la París-Brest-París, una carrera de 1.200 kilómetros, con un tiempo de 71 horas y 22 minutos, sin parar a dormir. Se convirtió en un ídolo nacional.

En 1893 publicó sus memorias y disputó “el encuentro del siglo”: un duelo de mil kilómetros en una pista cubierta de París, contra Jean-Marie Corre, otro fondista que poseía el récord del trayecto París-Viena (!). Durante dos días dieron vueltas y vueltas y más vueltas a una pista en la Galerie des Machines, un pabellón de acero y cristal construido para la Exposición Universal de 1899. Se congregaron cincuenta mil espectadores. La revista Revue des Sports publicó cinco ediciones diarias para relatar los detalles de la carrera. Y solo en esos dos días se vendieron, queridos editores, tres mil ejemplares del libro de Terront.

Además ganó el duelo. Recorrió los 1.000 kilómetros en 42 horas y solo hizo breves paradas que sumaron 18 minutos, “suponemos que para hacer aguas mayores… porque las menores las hizo sin desmontarse, orinando en una recámara de bicicleta que su mujer vaciaba cada vez que era necesario. Cuando su rival, menos organizado que Terront, se dio cuenta de la treta,  optó por hacer lo propio en una esponja. Nadie sabe quién fue el encargado de recogerla y reciclarla en cada ocasión. Aparte de acrecentar su descomunal fama, el match le reportó a Terront 12.500 francos-oro”. Al poco se lanzó a viajar en bicicleta desde San Petersburgo hasta París y desde París hasta Roma, todo ello bien pagado por el fabricante de su bicicleta y de sus neumáticos.

Pues nada, yo estoy con ganas. Cuando digáis, me pongo a dar cien vueltas en bici al circuito de bidegorris de San Sebastián. Solo necesito al editor con una mesita para vender libros en el Boulevard y a alguien que de vez en cuando vacíe mi tarro de orina.

*

Las memorias de Terront acaban de editarlas en castellano: el libro se llama Inventando el ciclismo, tiene una pinta maravillosa –solo he leído las primeras páginas- y lo saca la nueva y prometedora editorial Cultura Ciclista.

(Eso que lleva en la barra es una bocina, no un depósito de orina, ¿no?)

*

Qué emoción. Termino de escribir esta entrada, llaman a la puerta y el cartero me entrega un libro: una voluminosa biografía de Vicentuco Trueba, la Pulga de Torrelavega,  dedicada por su viuda Josefina Bedia, de 98 años, a quien conocimos la semana pasada en Santander. ¡Esto exige una subida al Galibier! ¡Id preparando más tarros!

El autor del libro es Ángel Neila (ediciones Tantín, 2005)

22

Escribe tu correo:

Delivered by FeedBurner



Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
(Más sobre mí)