Archivo julio 2011

Arrancar

Hace poco celebré conmigo mismo y con una sesión nostálgica de fotos el quinto aniversario de Vespaña, la vuelta a España en vespa. Tuve recuerdos especiales para Francis y Josema, que me acompañaron al final y al principio del viaje, y para sus peculiares habilidades sobre la moto: dormirse en marcha y disfrutar de una caída.

Después releí viejos textos del blog Vespaña, como supongo que releería Thor Heyerdahl el cuaderno de bitácora de la Kon-tiki, muchos años después, en algún jardín de Oslo, levantando la cabeza de vez en cuando para mirar al horizonte.

 

Un año después, en 2007, empecé el primer blog A topa tolondro, precisamente con una entrada sobre el arrebato que nos acababa de dar a Josema y a mí para salir con la vespa, para una semana de viaje cercano y lento. Si hay algo que me gustaría mantener en la vida, es esa sencillez y esa facilidad de arrancar. O sea:

 

«La vespa llevaba siete meses guardada en el garaje de mis padres, quieta parada, acumulando polvo y convirtiéndose en metáfora. Anoche, mientras hablaba por teléfono con Josema, saltó una de esas ideas-calambrazo (“oye, espera, y si…”) y esta misma mañana he ido a casa de mis padres a comprobar si la moto arrancaba después de tanto tiempo.

 

A la primera. He pisado el pedal de arranque y ha atronado el motor (¡rugido de brontosaurio!). Otro triunfo de la sencillez. El arranque de la vespa es tan simple –no tiene ni batería- que basta con la pura fuerza mecánica: pisa fuerte la palanca y ya está. Dentro de cien años, cuando se termine de descongelar Siberia, los arqueólogos desenterrarán una vespa y serán capaces de ponerla en marcha como si fuera la primera vez.

La sencillez es la clave. La sencillez permite que las vespas y los viajes arranquen a la primera. En cuanto surge la idea-calambrazo, basta con hinchar las ruedas, renovar el seguro, cargar la tienda de campaña… y marcha. No hace falta nada más. Y desde que se toma la decisión repentina -sin ninguna elaboración, sin ningún razonamiento, sin ninguna duda- hasta el instante de arrancar la moto, se viven unas horas de excitación tremenda. Son las horas PetaZeta. Y ese momento de arrancar la moto justo debajo de casa, meter primera y salir a la calle -propropopopo…- es quizá el mejor momento de todo el viaje. Creo que salir de viaje me gusta todavía más que viajar.

Y supongo que esa euforia viene por un pequeño chute de libertad en vena. Cuando teníamos 17 años y salimos por primera vez (aquel día pedaleamos desde las siete de la mañana hasta las siete de la noche), nos dijeron que esos arranques viajeros eran cosas de la edad y que debíamos aprovecharlos bien porque más adelante no podríamos seguir así. En estos últimos años, cuando surge una de esas ideas-calambrazo en una llamada, unas horas más tarde suele venir una segunda llamada telefónica, de asimilación, en la que Josema dice una frase como ésta: “Lo mejor es que con 31 años tenemos las mismas ganas de salir con la vespa que con 17 años con la bici”. En esa segunda llamada de anoche también añadió que ve a su padre, de 65 años y trepador de tresmiles y cuatromiles, con esa misma ilusión. Parece, por tanto, que no es cuestión de edad.

Nuestras vidas son ahora bastante más complicadas que hace 14 años. Pero una vez cada tantos meses, cuando nos da el momento filosófico, repetimos la misma canción: es importante seguir con el empeño, es importante mantener una vida lo más ligera y sencilla posible. De ahí viene la euforia cada vez que arrancamos con un viaje repentino: en el fondo celebramos que seguimos siendo capaces de plegar bártulos en cinco minutos».

*

En una carpeta remota encontré dos folios escritos a tres columnas: largas listas con nombres de pueblos y kilometrajes. Sin Google Maps, entonces abríamos el mapa y sumábamos los kilómetros entre un punto y el siguiente y el siguiente, y lo íbamos apuntando en un folio. Era más lento pero aprendíamos geografía. En casa tengo varias listas así, como testimonios de amagos de viajes fantásticos, nunca cumplidos pero muy fantaseados. Uno de ellos es este extracto del Códex Vespino, en el que tracé un borrador de recorrido para darle la vuelta a España en vespa, que no tuvo nada que ver con lo que hice después:

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Ecos de los mineritos

La revista mexicana Cultura a la carte ha publicado el reportaje «Mineritos. Niños trabajadores en las entrañas de Bolivia«.

Además, Daniel Burgui acaba de estar en el Cerro Rico de Potosí, visitando de nuevo a algunos de los niños y las niñas que trabajan en la mina y que conocimos hace dos años. Pronto lo contará. También ha visitado la Escuela Robertito. Este centro sigue atendiendo a los chavales que viven en las minas, gracias, en buena parte, a la colaboración de muchos de vosotros (con lo recaudado, el pasado marzo enviamos a Voces Libres el dinero suficiente para cubrir tres cuartas partes del presupuesto para el 2011; con el goteo que ha habido desde entonces, pronto podremos hacer un segundo envío y completar el presupuesto).

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A ver qué va a pasar aquí

Nunca habían retuiteado, feisbucado, comentado y meneado tanto un texto mío hasta que hablé de mis fracasos. Todo un detalle por vuestra parte. Los peores sois los que habéis intentado consolarme, diciendo aquello de que se perdió un ciclista mediocre pero a cambio se ganó un periodista y tal y cual –un contador, en vez de un Contador, como escribió Allendegui, el más fino y por tanto el más cruel de todos vosotros-. Hombre, hombre, como que iba a dedicarme yo a escribir si hubiera podido ser ciclista.

Por lo visto, vende mucho esto de contar miserias propias, pero a mí me queda algo más que decir: ciclista mediocre, vuestra abuela.

Alberto Contador tendrá a Carlos Arribas cantando sus gestas en El País, pero en julio de 1992 yo tuve a mi Cristina Bengoetxea, corresponsal de El Diario Vasco en el barrio de Intxaurrondo, para escribir esta crónica de aires homéricos. Es tan evidente que Arribas forjó su escritura copiando ese estilo bengoetxesco de incisos dentro de incisos dentro de incisos, que cuando el viernes Contador lanzó su ataque kamikaze en el Télégraphe, a 90 kilómetros de meta, lo vi claro: «Arribas le ha contado lo mío de Oñati».

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Así dejé el ciclismo

(Este texto es el capítulo final del libro ‘Plomo en los bolsillos’).

La primera conciencia de la propia vejez la tuve con 20 años, cuando dejé el ciclismo de competición. Pensé: nunca más subiré desde el cruce de Erregenea hasta Polipaso en dieciséis minutos.

En realidad, al quitarme el dorsal suspiré de alivio. Mi última temporada consistió básicamente en ver culos, muchos culos por delante de mí. Lo máximo de lo que puedo presumir es de haber visto de cerca culitos finos de ciclistas que luego fueron famosos, de haber sido gregario de Roberto Heras un par de veces –ganó en ambas: Lesaka y Ororbia-, de haber visto mi nombre algún día casi al final de la primera página de la clasificación y, sobre todo, de haberme retirado en una carrera porque no soportaba un descenso. La subida la aguanté sin problemas, ya que apenas necesitaba sentarme en el sillín, pero la bajada… probad a bajar un puerto sin sentaros. No sabéis qué verano pasé, el verano de las pomadas y de los andares de John Wayne, con el perineo irritado y descamado como el culo de un macaco.

Pero el último kilómetro de mi última carrera fue memorable. Antes, a mitad de recorrido, una escapada con corredores de muchos equipos voló a por la victoria. Tomaron muchos minutos de ventaja, en el pelotón nadie quería tirar y nos quedamos todos muy conformes: así pudimos escalar de manera amistosa las rampas de Elgueta, el último puerto de mi historial, coronado sin ningún sufrimiento. Pedaleábamos tan relajados al sol, que yo me hice el graciosillo y el sobrado, y empecé a tararear “Verano azul”. Me pareció muy acertado, ingenioso y cómplice. Luego, en meta, entre los coches de los equipos, oí que un ciclista le decía a otro: “¿No has oído a un gilipollas cantando en Elgueta?”.

La cosa es que bajamos Elgueta, entramos en las calles de Bergara pedaleando con la intensidad de Tito y Piraña, y en el último kilómetro atacó el habitual bobo que ve la oportunidad de rematar el año con un 34º puesto. Esas impudicias sientan muy mal en el pelotón. Alguien le insultó, alguien más gritó “¡a por él!” y nos lanzamos en su persecución. Terminé mi carrera ciclista dando relevos a muerte para cazar a un idiota. Mejor aún: cuando ya lo teníamos a veinte metros, el que se apartaba del relevo le tiró un bidón. A muchos les pareció una idea fantástica y empezaron a lanzar bidones y más bidones por los aires, mientras perseguíamos al imbécil a 50 km/h por la calles de Bergara. Y así entramos en meta, cuando el ganador ya recibía las flores, insultando a un tonto y esprintando bajo una lluvia de botellines, para consternación de los espectadores y cabreo de los jueces, que amenazaron con sanciones y apuntaron dorsales. Total, yo no me puse uno nunca más.

Ese final estrafalario mitigó otras escenas tristes de aquel año, incluso las acabó enmarcando en un cuadro general de simpáticas derrotas. Aunque maldita la gracia que me hacían en el momento, como cuando escuché el comentario cruel de una espectadora, durante mi paso solitario y descolgado por un pueblo de la Ribera navarra. ¿Se creen que los ciclistas no oyen?

Aquel día soplaba un vendaval, costaba mantenerse sobre la bici, y en el kilómetro 10 una ráfaga tiró a medio pelotón. Yo no me caí pero quedé atrapado en la montonera. Me bajé, salí andando al sembrado, troté con la bici en la mano, volví al asfalto, salté al sillín y me encontré solo, solísimo, con el pelotón cabecero en el horizonte, pero muy en el horizonte, casi al final de Arizona.

Contra aquel viento no se podía pedalear en solitario. La carretera era llana pero yo no movía más que un 39×18, una multiplicación para escalar puertos, y apenas pasaba de los 20 km/h. Así llegué, mal que mal, hasta un pueblo que apareció en la llanura como una colonia en Marte. Pasé solo, fané y descangallado. Ya se les habían acabado los aplausos. Y al verme, una madre le dijo a su hijo, un chavalín vestido de ciclista:

– Si vas a andar como este, tú mejor ni salgas, ¿eh?

Más gracia me hicieron los ánimos de una señora, asomada a la ventana de un caserío, que también me vio pasar en solitario, descolgado, bajo un chaparrón, subiendo un puerto en Carranza (¿Uba, Euba, cómo era?).

-¿Cuánto falta hasta arriba? –le grité.

-¡Sólo un kilómetro! ¡Pero justo ahí se retiró Induráin!

Sin embargo, en aquel año de miserias conseguí una hazaña de la que muy pocos ciclistas pueden presumir. Fue en la carrera de Vitoria, donde yo tenía clarísima mi táctica. Dado que llevaba todo junio haciendo exámenes de Periodismo y apenas me había entrenado, dado que en el kilómetro 30 subíamos un puerto en el que inevitablemente me iba a descolgar, dado que los jueces nos eliminaban en cuanto perdíamos unos pocos minutos, para así dejar la carretera libre al tráfico, si quería durar más de una hora en carrera sólo me quedaba una opción: atacar de salida. Atacar, a ser posible con un poco de compañía, llegar a pie de puerto con ventaja, intentar que el pelotón me alcanzara lo más tarde posible y después ya iríamos viendo.

Salimos del centro de Vitoria. Recorrimos las calles mansamente, detrás del coche del juez de carrera, y enseguida llegamos a las rotondas y las avenidas exteriores de la ciudad, para enfilar hacia las montañas. Era el momento: arranqué como una centella por un costado del pelotón, metí la cabeza en el manillar y esprinté como si la meta estuviera no a 150 kilómetros sino a 150 metros. Me abuchearon. Bastante fuerte.

Me gritaron, me insultaron, y me pareció justo. Yo estaba haciendo el papel del odioso tocapelotas, casi siempre un fantasma y un incapaz, que se pone a jugar a ciclista en el primer kilómetro porque no vale para hacer nada meritorio en ningún otro momento de la carrera.

Lo que ya me sorprendió es que me hiciera reproches el juez de carrera. Pasó su coche a mi lado y me gritaron desde la ventanilla:

-¡Tú! ¡Adónde vas!

“Hasta meta”, pensé, sintiéndome Hugo Koblet en la etapa Brive-Agen del Tour del 51, cuando se fugó en una tachuela de tercera a falta de 140 kilómetros en una etapa sin relieve, ignoró la bronca de su director por aquella estupidez y resistió la persecución feroz del grupo hasta ganar la etapa con dos minutillos y una sonrisa muy cabrona. Al llegar a meta, Koblet sacó un peine que solía llevar en el bolsillo trasero del maillot y se puso guapo. Años después se supo que esa mañana se había metido un supositorio de cocaína para adormilar las punzadas de un forúnculo, treta que por desgracia yo ignoraba aquel día en que me retiré en el descenso del perineo, que eso sí que era una cordillera.

Total, que adónde iba. Hasta meta no, claro, pero hasta el pie del puerto sí, hombre, por qué no. Giré la cabeza y vi que se me acercaba otro ciclista. Bien, juntos lo íbamos a tener más fácil. Además, pronto distinguí que era Iñaki, un amigo que corría en un equipo distinto. Pero no venía a acompañarme en la fuga, sino a darme un aviso terrible de parte del pelotón:

-¡Oye, para, que todavía estamos en la salida neutralizada!

Yo no había visto ningún banderazo del juez, es cierto, pero es que en las calles de Vitoria iba en medio del pelotón y al salir de la ciudad a carretera abierta supuse que ya lo habría dado. Pero no. La carrera no había empezado aún.

Esperé al pelotón con las orejas plegadas. Me llamaron de todo menos Koblet. El juez dio por fin el maldito banderazo y volví a arrancar por un costado, sobre todo para escapar de mi propia vergüenza. Ocho o diez tíos saltaron a por mí con el colmillo goteando. Parón. Volví a atacar. Volvieron a por mí. Acepté la condena, me dejé hundir como un plomo hacia el fondo del pelotón y allí me quedé, hasta que llegó el puerto, perdí dos minutos, luego tres, luego cuatro, los jueces me eliminaron en el kilómetro 45 y tuve que volver solo hasta Vitoria, sin tener ni siquiera un peine en el maillot.

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Huecos

Durante un año fui escribiendo, por amontonamiento, un libro boliviano. Luego le hice un prensado de dos meses. Ni así: ya tengo libro pero no vale. Aprieto, aprieto, pero quedan huecos evidentes. Así que una de tres: o lo olvido, o escribo ficción como los vagos o me compro otro billete aéreo.

Mientras me lo pienso, invoco a la inspiración.

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«No venimos a hablar de miseria sino a marcar goles» (vídeo)

Montamos un pequeño vídeo sobre las mujeres guaraníes que participaron en el torneo de fútbol Donosti Cup. Las imágenes son de Oskar Alegria, a quien pillé por banda a última hora, a traición, sin los medios técnicos suficientes; y a pesar de todo se afanó y puso su habitual toque maestro a la imagen. La narración -floja, floja- es mía. Esto es lo que salió (un click en las cuatro flechas a la izquierda de las letras Vimeo y lo veréis en grande):

Gracias a Juan Andrés Muñoz, alias Allendegui, el vídeo lo emitió CNN. Gracias a Ane Rotaeche, también lo emitió la cadena Univisión. Y anda por ahí rebotando en varios canales online, que era de lo que se trataba.

A esta versión que cuelgo aquí le faltan los rótulos. Las mujeres que hablan en el vídeo son Pilar Mateo (doctora y fundadora del Momim, el Movimiento de Mujeres Indígenas del Mundo), Barbarita Saavedra (directora del equipo técnico del Momim en la Donosti Cup) y la delantera Griselda (máxima goleadora del equipo en la Donosti Cup, con cuatro tantos).

Y aquí van algunas de las apariciones de las bolivianas en otros medios, durante el torneo Donosti Cup:

Vídeo de ETB en castellano (a partir del minuto 40:20).

-Luzeago, ETBko Zu kirolari saioan, euskaraz: «Futbolean aske«.

Las madres bolivianas saltan al campo (El Diario Vasco).

Madres con luz propia (Noticias de Gipuzkoa).

Las guaraníes vuelven con el premio Unicef y vitoreadas de España (Erbol, ejem, con botas).

Ama guaranien ametsa (Berria).

*

Y mi reportaje sobre la historia de las chaqueñas futbolistas: Las madres guaraníes saltan a la cancha.

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Para leer a pedales

Ahora que empieza lo bueno en el Tour, traigo un poco de lectura ciclista. Ya perdonaréis la teletienda.

PLOMO EN LOS BOLSILLOS

Penurias, malandanzas, fanfarronadas, locuras, traiciones, alegrías, hazañas, tragedias y sorpresas del Tour de Francia

«Pélissier, ganador del Tour de 1923, protestaba contra la dureza del reglamento: ‘Pronto nos colocarán plomo en los bolsillos’. El pequeño Robic, ganador del 47, se cargaba de plomo para bajar más rápido. El sufrimiento que impone el Tour es de plomo, pero también lo es el empeño de los ciclistas. En ese equilibrio se mueven los quince episodios de este libro: historias trágicas como la de Tom Simpson -que murió en el Mont Ventoux- o divertidas como la de Vicente Blanco -un cojo bilbaíno que se dopaba con bacalao y que pedaleó hasta París para salir en el Tour-; las grandes batallas entre Coppi y Bartali, Anquetil y Poulidor, Merckx y Ocaña, o las hazañas de Induráin, Hinault y Armstrong; pero también las malandanzas de secundarios como Walkowiak -que se arrepintió de haber vencido- o el argelino Zaaf -que cuando estaba a punto de ser el primer africano en ganar una etapa, se emborrachó y cayó mareado-«.

Si alguien quiere comprarlo, puede escribirme a anderiza (a) gmail.com

[Sí: poniendo una arroba en el lugar de ese (a)].

El libro, ganador del Premio Marca de Literatura Deportiva 2005, comienza en las mismas carreteras que recorrerán el jueves y el viernes los ciclistas (y allí estaremos, en alguna cuneta, aplaudiendo a Hoogerland y compañía):

«La leyenda del Tour nació con un grito. En 1910, el ciclista Octave Lapize atacó desde la salida en la etapa Luchon-Bayona, la primera que recorría los caminos pirenaicos. En su escapada de 326 kilómetros, el francés pedaleó durante catorce horas y por el camino se topó con cinco monstruos que entonces nadie conocía: Peyresourde, Aspin, Tourmalet, Soulor y Aubisque. Lapize excavó la ruta de los mitos a golpe de dolor. Llegó a la cumbre del Aubisque gimiendo como un perro; tiró al suelo la bicicleta, se dirigió hacia uno de los organizadores del Tour y, cuando sus pulmones reunieron un poco de aire, cinceló la primera sentencia en las tablas del ciclismo: ‘¡Asesinos!'».

Para abrir boca os dejo también estos dos capítulos, dos aventuras de los secundarios del Tour:

>«Ojalá nunca hubiera ganado el Tour».
> La gran bilbainada de Vicente Blanco, el Cojo.

Y textos recientes sobre ciclismo, en este blog:

>El pedal izquierdo de Wouter Weylandt (Giro 2011).

>A pesar del alambre (Tour 2011).

 

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A pesar del alambre

Con el ciclismo corremos el riesgo de hacer una épica de la desgracia. Después de una primera semana de Tour horrible, con caídas muy duras y abandonos sonados, después de un descenso en el que varios ciclistas se despeñaron, se partieron la clavícula, el omoplato, el fémur y la muñeca, ocurrió un atropello insólito: en una maniobra temeraria para adelantar a los cinco escapados, un coche de la televisión francesa tiró a Juan Antonio Flecha contra el asfalto y a Johnny Hoogerland contra un alambre de espino. Da escalofríos la imagen de la pierna de Hoogerland, lacerada por el alambre, pero más allá del morbo pegajoso viene la parte valiosa del ciclismo: Hoogerland con las piernas envueltas en vendajes, pedaleando los últimos kilómetros hasta la meta.

En estas últimas etapas resultaba gracioso ver cómo crecía la admiración por Hoogerland en las redes sociales, en los foros del ciclismo: un corredor holandés aún poco conocido, peleón hasta el extremo, casi hasta el absurdo, que atacaba un día sí y al otro también, un pirado que se metía en mil escapadas y que incluso seguía atacando a sus compañeros de fuga. Se estaba creando una ola de fans.

Ayer Hoogerland salió a conquistar el maillot de la Montaña. Se metió en la escapada buena, se llevó 18 puntos para esa clasificación y otros 33 puntos -de sutura- por el mordisco del alambre.

Lo mejor de la etapa fue el empeño de Flecha y Hoogerland por llegar a la meta. Y esta emotiva ceremonia en el podio, cuando el holandés subió a recoger el premio a la combatividad y el maillot de la Montaña, sueño conquistado y pesadilla cosida en su carne.

Imagen de previsualización de YouTube

Hay una épica valiosa en el ciclismo pero no es la de los accidentes. «El ciclista busca su cota de dolor máximo y trata de mantenerse en ese límite terrible durante todo el tiempo posible. Quien concede una tregua al dolor pierde la carrera».  Es el sufrimiento voluntario: un misterio.

El ciclismo, como el montañismo, como la maratón, es un juego en los límites de ese misterio. Tiene riesgos, explorar los límites siempre tiene riesgos, y se aceptan. Se acepta la incertidumbre. Se acepta el peligro. Pero se combaten: no queremos accidentes, recorridos temerarios ni dopaje. Queremos la máxima seguridad posible y deseamos que no haya ninguna caída más. No nos gusta el ciclismo porque ocurren dramas sino a pesar de que ocurran.

Traigo este párrafo que escribí cuando murió Wouter Weylandt en el pasado Giro de Italia: «El ciclismo no fascina porque coquetee con la muerte, sino porque juega hasta el límite con esa extraña capacidad humana de aceptar el sufrimiento. Y porque no ignora —nadie debería ignorarlo— que el filo es real. Un centímetro más allá ya no hay remedio».

A la salida del hospital, donde le cosieron la pierna de arriba abajo, Hoogerland disculpó al conductor del coche, que ha sido expulsado del Tour: «Tampoco nos vamos a volver locos: no lo hizo a propósito. Tendré muchos dolores pero espero recuperarme y seguir peleando por el maillot de la Montaña. Soy zeelandés: somos gente dura. Y yo estoy vivo, Weylandt no tuvo tanta suerte».

En las próximas etapas nos vamos a dejar las manos aplaudiendo al enorme Hoogerland.

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Así se celebra una derrota

El martes las madres bolivianas ganaron 6-0 su primer partido en la Donosti Cup y estallaron de alegría: cantaron en corro,  saltaron, hicieron el baile del pollo y el baile de la vinchuca, se abrazaron al Profe Azkargorta…

Ayer perdieron 12-0 por la mañana y 11-0 por la tarde, y salieron tristes del campo. Un minuto después cantaron en corro, saltaron, hicieron el baile del pollo y el baile de la vinchuca, se abrazaron al Profe Azkargorta…

Por la mañana, en Usurbil, cuando las catalanas del AEM marcaron el undécimo gol en un clamoroso fuera de juego, a Azkargorta se lo llevaban los demonios. Era el undécimo y quedaban tres minutos para acabar, pero protestó al árbitro como si le hubieran robado a Bolivia un penalti en la final de la Copa América. El duodécimo, justo después, también lo marcaron en un fuera de juego de libro. Así que las mujeres del Momim, al final del partido, fueron donde el árbitro para pedirle que descontara esos dos últimos goles y dejara el marcador en 10-0. No lo hizo, claro, pero ese detalle de rebeldía le encantó a Azkargorta, que escribió en su twitter: «Cada día estoy más orgulloso de estas madres y su espíritu, su gran capacidad de lucha y sus ganas de vivir. Han cantado a pesar del resultado».

El míster tiene una extraordinaria habilidad para saber cuándo comportarse como un Van Gaal que ha bebido seis redbulls, incluso con sus propias chicas, a las que corrige y abronca durante el partido todo lo que haga falta, y cuándo transformarse de golpe en un abuelito amoroso que mima a las jugadoras hasta emocionarlas.

Por la tarde, en Herrera, el Profe estaba afónico y puso a su lado a la utillera Karen para que ella gritara sus órdenes. Mientras tanto, una treintena de emigrantes bolivianos afincados en San Sebastián cantaban en la grada: «Azkargorta, Bigotón, te queremos un montón».

Cayó el primer gol, el segundo, el tercero. Entonces Griselda marcó para las bolivianas y aquello fue la locura… pero el árbitro anuló el tanto por fuera de juego, evidente también. La hinchada cantó a pleno pulmón: «¡Con goles y sin goles, Bolivia, te queremos!». Cayeron el cuarto, el quinto, el sexto… hasta el undécimo.

Al final los espectadores bolivianos bajaron al campo a abrazarse al míster y a las jugadoras, especialmente a la arquera (foto inferior), que había recibido once goles y había jugado medio partido lesionada, con la rodilla envuelta en vendas, sin poder chutar ni los saques de puerta.

«¡Vivan las mujeres!», gritaron las jugadoras del Momim cuando se sacaban fotos con las catalanas que les acababan de meter doce, por la mañana. «¡Vivan las madres!», gritaron las catalanas. «¡Y vivan las que van a ser madres!», respondieron las bolivianas.

Mañana, jueves 7, el Momim juega a las 18.00 en el campo de Puio (en la subida a Errondo), con opciones de pasar a cuartos de final. ¡Aplaudan, aplaudan / no dejen de aplaudir / los goles del Momim / ya van a venir !

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6-0: la victoria más feliz de las madres bolivianas

(Final del partido: Griselda, la 10; Yobinka, la 25, el Profe Azkargorta…).

Las centrocampistas buscan a Griselda, la 10, la más habilidosa. Le envían el balón a la banda izquierda, ella lo controla, dribla a dos rivales y entra al área. Cuando le sale al paso la última defensora, pasa la bola al otro extremo del área, por donde llega embalada María Esther, La Niña, la 9, su compañera en el ataque doble del Momim, que pega un zambombazo en diagonal y cuela el balón junto al poste.

(Pase de Griselda y ¡gol de La Niña! Foto de Fernando Martínez Sarasqueta).

La Niña se vuelve loca de alegría, corre por el campo, chilla, se quita la camiseta, pega saltos, recibe el abrazo tumultuoso de sus compañeras. «De pronto me dio miedo», explica al final del partido. «Pensé que el árbitro me iba a enseñar tarjeta por sacarme la polera».

No hay tarjeta. El árbitro está distraído, contemplando el baile del pollo con el que las bolivianas celebran el gol, -¡el pollo, el pollo con una pata, el pollo con una alita, el pollo con la colita!-, igual que se distraen las rivales del Gazteleku Bidebieta, igual que el público, entre el que hay varios emigrantes de Oruro y Santa Cruz que llevan siete años viviendo en San Sebastián y han venido al campo de Puio con una bandera boliviana y con la cara pintada de rojo, verde y amarillo. ¡Bo-li-via, Bo-li-via!

En el descanso, ya con tres a cero, los bolivianos de la grada se acercan al corro de jugadoras para felicitarlas. Azkargorta se enfada: «¡Eso al final, al final! ¡Chicas, no se relajen, empezamos la segunda parte como si fuéramos cero a cero!». El Profe, el Bigotón, ha enseñado a las mujeres a repartirse el espacio, ese inmenso campo de fútbol once en el que antes naufragaban y se perdían de vista. En estos pocos días de entrenamientos les ha gritado sin descanso, una y otra vez, una y otra vez, para que vigilen sus posiciones, para que las centrales no se queden atrás rompiendo el fuera de juego, para que la arquera se coloque más adelantada, más pegada a la defensa, para que formen un 4-4-2 en el que jueguen cerca unas de otras. Las chicas han aprendido los movimientos para sacar el balón desde atrás con apoyos, juegan pendientes de las compañeras, se organizan a voces, toman soltura. Se atreven a regatear. No tienen miedo a chutar. Y así llegan los goles.

¡Seis goles! Griselda mete dos; La Niña, otros dos; y Lidia, extremo derecha, otros dos.

Lidia es madre de siete hijos. «Anoche estaba muy nerviosa», dice. «Quería meter un gol, al menos un gol en todo el torneo, por mi familia, mis hijos, mi país, por los auspiciadores que nos ayudaron a venir». Y  empieza la Donosti Cup marcando dos. «Le pegué fuerte, vi la bola en la red y no me lo podía creer. Salí corriendo pero no sabía qué hacer».

En el vestuario, tras el seis a cero, las jugadoras le cantan a Azkargorta: «¡Te queremos, profe, te queremos!». El Bigotón les da un discursito muy cariñoso y termina diciendo que para él fue un gran éxito llevar a Bolivia a un Mundial de fútbol, pero que el triunfo de hoy es la mayor alegría que le ha dado el fútbol en su vida. Las chicas se lo comen a besos y abrazos.

Las chicas del Momim esperan vuestros ánimos en los próximos partidos: MARTES 5, sesión doble: a las 10.00 en Usurbil, contra las catalanas del Aem; a las 19.30, en Herrera contra el Nicols. JUEVES 7: a las 18.00 en Puio, contra el Karisa.  Y si se clasifican, fase final el viernes 8.

Esta es Lidia, la pichichi del equipo: empatada en número de goles (2) y destacada en el número de hijos (7).

-¿Quiénes son y de dónde vienen?: Las madres guaraníes saltan a la cancha.

-Fotos de su baño en la bahía de La Concha: Las guaraníes conocen el mar.

-Llegada a Donostia: ¡Nos quie-ren, nos quie-ren!

 

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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