Escapadas
Mi campaña
Siempre hay una ermita: en las afueras del pueblo, en un alto, con vistas estupendas y una explanada ideal para dormir con absoluta placidez.
Compré esta tienda -pequeña, ligera, ni siquiera tiene doble techo- para llevármela en el cajón de la moto en Vespaña, hace ya cinco años. Me costó 18 euros. La semana pasada me escapé tres días por Navarra y Álava para hacer varias caminatas y preparar algunos reportajes (conceptos clave: cordero caramelo, escribano palustre, complejo troglodita) y en una de las noches planté la tienda junto a la ermita de San Vicente, en Elciego (Rioja Alavesa), asomado al pueblo y a la bodega de titanio de Gehry.
En esos ratos tontorrones de antes de meterse al saco, queda tiempo para dar un paseíto por los alrededores de la ermita y calcular, por ejemplo, que debo de haber dormido en esta cutretienda unas 80 noches. Que me sale a 22 céntimos la noche. Y ya sabéis a lo que voy: que luego dicen que viajar es caro y tal y cual. Campaña y jornada de reflexión: debería hacerlas más a menudo.
7El misterio del hierro
La familia de Luis Padura lleva quinientos años dando martillazos y él mantiene el oficio. Trabaja en la fragua, modela el hierro y los sábados al mediodía hace exhibiciones en la ferrería de El Pobal (Muskiz). Esta vieja fábrica de piedra se construyó en el siglo XV, funcionó nada menos que hasta 1965 y ahora es una excelente muestra reconstruida de ferrería medieval (conserva el martinete, las ruedas hidráulicas y los fuelles de piedra originales).
Los sábados, durante las visitas, en El Pobal abren los tapones de los chimbos y el agua cae en cascada sobre la rueda hidráulica. La rueda empieza a girar y a mover el martinete, un martillo de tres o cuatro metros de largo con una cabeza de trescientos kilos que golpea y golpea y golpea el yunque con un estruendo terrible. Padura coge las tenazas, saca del horno un pedazo de hierro candente y lo coloca bajo el mazo, clonc, cataclonc, clonc, cataclonc, para ir moldeándolo.
En el martinete el hierro se modela de forma tosca. Luego toca llevarlo a la fragua, donde el carbón arde a 1.200 grados, con un fuego avivado por un ayudante que folla sin parar.
Padura habla maravillas del hierro: es una sustancia que en caliente se moldea con muchísima facilidad y que al enfriarse toma una gran rigidez. Se puede volver una y otra vez a su forma original. Es ideal para fabricar herramientas, armas, adornos. Y además abunda en esta zona de Vizcaya (de los cercanos montes de Triano se extraía la hematite roja, un mineral con una ley muy alta de hierro, la más alta de Europa junto con la de las hematites suecas).
Los herreros no tenían termómetro para saber cuándo el hierro alcanzaba los 1.200 grados necesarios, pero conocían con precisión de cirujano los tonos que iba tomando en el horno. Cuando pasaba del rojo cereza al naranja amarillento, era el momento ideal para trabajarlo.
Padura saca el hierro del fuego cuando adquiere ese tono exacto y hace exhibiciones asombrosas en el taller. A la velocidad de un malabarista, modela clavos, barras, espirales. Resopla el fuelle, brilla el hierro al aire, resuena el martilleo metálico sobre el yunque. Y cantan las palabras del herrero, que habla de hierro dulce, de cabezas de clavo historiadas, de la torsión del barrote salomónico.
Entonces te das cuenta de que estás viendo al abuelo de Chillida.
Le pregunté si es verdad que en casa del herrero, cuchara de palo. Que sí, me respondió: que el frutero también se come las frutas que están a punto de pasarse. Y le pregunté por la curiosa fama que tienen los herreros en muchas partes del mundo, donde forman castas un poco misteriosas, a veces marginadas. Es una historia que me he ido encontrando en varios países -aparece en El testamento del chacal. Viaje por Yibuti– y que me llamaba la atención. Padura me dijo que sí, que los herreros constituían un grupo especial que compartía los secretos del oficio, que solían heredarse de padres a hijos, que por eso a menudo tenían prohibido dejar una forja para ir a trabajar a otra, y que incluso en algunas regiones de Centroeuropa a los herreros no se les permitía salir de la ciudad. Se les tenía recelo, dice Padura, porque dominaban los secretos para transformar la materia.
11Zooberoa
Eché a andar y me siguió.
Pasé cuatro horas y media patiperreando por los bosques de Gamere, Zihiga, Altzai y Altzürükü (Zuberoa). Dudé en un cruce, subí por una ladera y me siguió; di media vuelta para retroceder al cruce y también me siguió; caminé monte a través y me siguió. Me metí en un par de cuevas y entró conmigo. Sólo se alejó un poco para chapotear en un par de barrizales hasta las trancas. Vio seis vacas, le entró la locura y corrió a por ellas. Las vacas huyeron al galope y él volvió a mis talones, creo que satisfecho.
En esas tuvo un encuentro feliz:
Como vi que tenía plan, me marché. Hombre, entre amigos estas situaciones se entienden. Di una curva, lo perdí de vista, pero antes de un minuto oí su galope y lo tuve de nuevo a mi vera.
Sonaron varios truenos justo cuando salíamos a un collado raso, nos cayó un chaparrón de veinte minutos y no buscó ningún refugio. Siguió caminando un metro detrás de mí, con temple.
Más bosques, más cuevas, más despistes míos en los cruces, más idas y vueltas absurdas, y siguió conmigo. Yo paraba un minuto a comer unas onzas de chocolate, él bebía de los charcos y se tumbaba, mirándome, a la espera. Otro chaparrón de veinte minutos. Ni quejas ni renuncias.
Por fin llegamos de vuelta a Gamere. Compartimos un sándwich de queso. Al marcharme, creo que me quiso decir algo. Y serán las propiedades estupefacientes del queso Ossau-Iraty o las emanaciones del manantial cálido de Lamiñen Ziloa, pero encima creo que le entendí.
«Eres responsable para siempre de lo que has domesticado», le dijo el zorro al Principito.
Este zorro apareció en el bosque de Issaux. Dio dos vueltas a nuestro alrededor, nos miró un poco y se marchó.
*
En Santa Grazi nos miró una bruja.
*
Y va el vizconde y escoge como símbolo de este territorio… un león. Hay que ser txotxolo.
Las fotografías del zorro, el gato y la última del perro las sacó Nerea.
20Partidos a vida o muerte
En Gotaine (Zuberoa), donde el frontis es a la vez muro de cementerio, los pelotazos buenos caen del lado de la vida y los pelotazos malos entretienen a los muertos con visitas inesperadas.
9Vadeando el Brahmaputra guipuzcoano
Esta es la famosa pasarela de Mitxitxola en la que alguien pintó «Absurdité payé pour l’Europe?».
La frase ya está borrada. Si alguien va allí y se fija mucho, en el pasamanos podrá leer la palabra «Ridículo» marcada a cuchillo. Lo que se ve a la derecha es el paso que estaba allí de toda la vida, el tradicional y sencillo paso para que los humanos crucemos la alambrada y el ganado no pueda hacerlo. Pues mira: que pasen los franceses por ahí, si son tan listos. Los guipuzcoanos nos merecemos la escalinata palaciega y mucho más. Vamos a construir un superpuerto exterior en los acantilados de Jaizkibel, que se podrá ver desde esta misma pasarela, para eso vamos a saltarnos una directiva europea que protege la zona por su extraordinario valor natural y paisajístico, encima lo vamos a llamar «Ecoport», y sólo faltaba que después de echarle un par de narices para aplastar tanto remilgo ahora tuviéramos que andarnos con milongas y contorsionarnos como lagartijas para pasar una valla.
Aventureros sí, pero con estilo.
Insisto, por tanto, con el homenaje a nuestros preclaros dirigentes de la Diputación, por su empeño en… cómo era… poner en valor espacios naturales, a nivel de, y por permitirnos atravesar toda la costa guipuzcoana caminando con tacones de aguja. En ese tenaz empeño por construir pasarelas, que ya han salvado a tantas personas de desaparecer tragadas por el barro, no han cejado al alcanzar este terrible punto: el maldito arroyo de Jaizkibel que en la época del monzón crece, se desborda y ruge en remolinos capaces de arrastrar hasta el infierno a cualquier infeliz que se arrime, ese traicionero Brahmaputra guipuzcoano:
10A mí que me coman los buitres, por favor
Según le tengo oído a Miguel Sánchez-Ostiz, la aspiración vital de Robert Louis Stevenson era dejar el claro del bosque al menos tan limpio como lo había encontrado.
Casi nada. Pero supongamos que lo consigues, que pasas por la vida dejando más o menos limpio el claro del bosque. Luego palmas, llegan tus amigos, y como saben que a ti te gustaba el claro del bosque y tal, van y levantan un cipote de hormigón para conmemorarlo. Es para salir de la tumba y darles una coz.
Veamos. Como claro de bosque nos sirve la cumbre de Mitxitxola, modesta y coqueta, a dos pasos de las ruinas de Londres y Buenos Aires, asomada a los acantilados de Jaizkibel -id a verlos antes de que los perforen y los sepulten en hormigón: es por nuestro bien, dicen-.
En estos parajes debieron de disfrutar mucho un cazador y una montañera, ya difuntos. Sus amigos decidieron plantar estos recuerdos cerca de la cumbre:
Me dejaron mal gusto. Pensé en tantas rocas y tantas cumbres plagadas de recordatorios de montañeros muertos -monolitos, placas, cruces, lauburus, estelas y cacaplastas de cemento, como el día en que descubrí a Jesucristo y Lenin en Bianditz-. Cincuenta metros ladera abajo, encontré otra escena fúnebre que, ya perdonaréis, me gustó mucho más.
A mí, cuando llegue el momento, y si no es molestia, podéis tirarme en un muladar. Y que los buitres me dejen mondo y lirondo, que es una expresión que me gusta mucho.
*
Dos días más tarde subí con Josema al monte Larrun y vimos que hay pocas cosas más cochinas que las emperatrices: allá por donde pasan, lo dejan todo perdido.
17Caminante, ya hay camino
Con esa combinación tan guipuzcoana entre el entusiasmo por explorar el mundo y una txukuna elegancia, nuestra Diputación persiste en su afán: adentrémonos en la naturaleza más salvaje pero sin mancharnos.
Antonio Machado no conocía el Departamento de Montes de la Diputación de Guipúzcoa. Después de trazar una autopista para caminantes en las praderas de Jaizkibel, donde antaño cualquier octogenario podía dar un tropezón y ahora en cambio se podría celebrar una competición internacional de curling, las obras del Sendero Litoral Talaia han atravesado ya el monte Ulía. Los cientos de miles de euros gastados en el empeño suponen calderilla cuando vemos resultados tan conmovedores como el de la fotografía, que muestra el desvelo de nuestros prohombres y nuestras promujeres para ahorrarnos cualquier engorro: una pasarela para salvar esos cuatro metros de camino que a veces se embarran.
¡Ahí, con decisión, sin esperar a que el barro se trague a un niño!
Ya tenemos senderos con carril de aceleración, miradores con plataforma y barandilla, escalinatas palaciegas que sobrevuelan alambradas justo al lado de los tradicionales pasos (escalinatas relucientes que han sido rápidamente profanadas, como esa de Mitxitxola en la que alguien pintó «Absurdité payé pour l’Europe?», tan babeante de pura envidia gabacha).
Pero no todo es loa, encomio y alabanza. Los diseñadores del Sendero Litoral Talaia nunca deberían olvidar que el primer hombre que dio la vuelta al globo y el creador de la alta costura mundial nacieron en el mismo pueblecillo costero guipuzcoano. Aventureros sí, pero con estilo. Por eso mismo, resulta un poco vergonzoso que la Diputación aún permita que en nuestros acantilados existan caminejos -fuera de la ruta Talaia- por los que todavía no es posible desfilar con tacones de aguja. Sirva esta foto como denuncia.
Tampoco parece razonable que los acantilados de Ulía sigan dejados de la mano foral, sin unas buenas vallas, unas escaleras con pasamanos, unas pasarelas peatonales voladizas reversibles ecológicas, un helipuerto. Vamos, lo que los expertos llaman una puesta en valor de espacios naturales. A nivel de.
Aquí unos espacios naturales sin poner en valor. Da pena verlos:
38Responso por las ranas aplastadas
Bajo de los hayedos aún invernales de Oberan, pedaleo por los meandros ocultos del Urumea, salgo al asfalto y me encuentro con la señal más evidente de la primavera: docenas y docenas de ranas aplastadas por los coches.
De vuelta en casa, con el ánimo encogido, busco algunos salmos fúnebres adecuados. Para recitarlos conmigo, pinchad esta canción de aquí abajo («Memories of green») y dejadla de fondo. Ayuda a pensar en las ranas.
Mientras suena, leamos las palabras del señor Summers, el hombrecillo que vive en una cabaña en el bosque, odia a los automovilistas y se dedica a enterrar a los animales atropellados por los coches (Todos los animales pequeños, Walker Hamilton, Tusquets, 1999):
«Las personas pueden enterrarse unas a otras -me contestó malhumorado- pero a los animales hay que ayudarlos. No sólo a los conejos y a las ratas, sino a todos los animales pequeños, muchacho -dejó escapar un suspiro-. Otros hombres los matan y yo los entierro. Entierro ratas, ratones, pájaros, erizos, ranas e incluso caracoles -mordisqueó una galleta-. Bueno, la verdad es que a los caracoles no los entierro, pero retiro sus restos de la carretera y los dejo entre la hierba alta y las ortigas. Los escondo, muchacho, ¿te das cuenta? Los escondo para que no los puedan ver».
(…)
Vamos ahora con el poema «Trikuarena«, de Bernardo Atxaga, que maltraduzco a continuación:
El erizo despierta en su nido de hojas secas
y repasa todas las palabras que conoce;
unas veintisiete, más o menos, verbos incluidos.
Y luego piensa: ha acabado el invierno.
Soy un erizo. Allí vuelan dos ratoneros.
Caracol, Gusano, Cucaracha, Araña, Rana,
¿en qué charco, en qué agujero os escondéis?
Ahí está el arroyo. Este es mi reino. Tengo hambre.
Y dice de nuevo: este es mi reino. Tengo hambre.
Caracol, Gusano, Cucaracha, Araña, Rana,
¿en qué charco, en qué agujero os escondéis?
Pero se queda quieto como una hoja seca,
porque aún es mediodía, porque una ley vieja
le prohíbe el sol, el cielo y los ratoneros.
Viene la noche, se han ido los ratoneros; y el erizo,
Caracol, Gusano, Cucaracha, Araña, Rana,
deja el arroyo y sube por la ladera,
seguro con sus púas como seguro estaría
un guerrero con su escudo, en Esparta o en Corinto;
y de repente cruza el límite
entre la hierba y la carretera nueva,
con un solo paso entra en tu tiempo y en el mío.
Y como su diccionario universal
no se ha renovado desde hace siete mil años,
no conoce las luces de nuestro coche,
no se da cuenta, ni siquiera, de la proximidad de su muerte.
(…)
Acabemos con unas líneas de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, el libro del que salió la película Blade Runner, de la que sale esta música que ayuda a pensar en ranas aplastadas:
«Amaba todas las cosas vivas y sobre todo a los animales; y en cierta época había sido capaz de traer de vuelta a la vida, tal como habían sido, animales muertos (…). Las leyes locales prohibían invertir tiempo en devolver seres muertos a la vida; se lo dijeron claramente cuando tenía dieciséis años. Pero continuó haciéndolo secretamente durante un año más, en los bosques que aún quedaban (…). Entonces ellos -los asesinos- bombardearon aquel nódulo único que se había formado en su cerebro, lo destrozaron con cobalto radioactivo y eso lo hundió en un mundo diferente, de cuya existencia jamás había sospechado. Era un pozo de huesos y cadáveres de donde salió tras años de esfuerzo. El burro, y en especial el sapo, las criaturas que más le importaban, habían desaparecido, se habían extinguido (…). Él estaba unido al metabolismo de otras vidas y no volvería a vivir mientras ellas no vivieran (…). Isidore sentía que llevaba en su interior a todas las cosas vivas».
Espero que las ranas se encuentren ahora en el gran charco celestial, sobre el que aletean nubes de moscas sabrosas y libélulas crujientes.
26Devuélveme el rosario de mi madre (road movie castellana)
Los tacaños vemos cosas que los rumbosos ignoran. Por ejemplo, una de las señales más sugerentes de toda la red viaria española: la que indica el desvío a Santa María del Invierno y Villaescusa la Sombría, sólo visible para los viajeros que renuncian a la autopista. Había leído tantas veces esa promesa helada, había fantaseado tanto con los misteriosos territorios que esperan más allá de este cruce, que para mí el cartel alcanzaba ya la talla de otras indicaciones legendarias.
Para estas expediciones sé que puedo contar con Josema: qué te parece si vamos a Santa María del Invierno y Villaescusa la Sombría, provincia de Burgos, y ya le oigo desplegar al otro lado del teléfono su mapa Michelín de los años ochenta, en el que no aparecen ni la mitad de las autopistas actuales. Total para qué.
Josema es un routier, entusiasta de las carreteras nacionales viejas y de las comarcales que ni siquiera tienen raya en medio, aficionado a tomar café con leche en el Bar-Centro Social de pueblos con menos de cien habitantes, lector de toldos de camiones – ¡tan interesantes!- y propietario de un señorial Mercedes blanco de treinta años con el que surca la meseta castellana sin despeinar a los chopos.
Después de la primera hora y media de viaje, sabemos que la conversación debe ir apagándose para que dentro del Mercedes resuene “My way”, que Josema corea como si fuera un himno cuando Frank Sinatra presume de que “I’ve travelled each / and every highway”. Y luego vienen las canciones desgarradas de María Dolores Pradera. Hay un estribillo que cantamos a pleno pulmón: “Devuélveme el rosario de mi madre / y quédate con todo lo demás…” (min 1:02).
Tarareábamos al montar la tienda de campaña en la noche gélida del viernes, disimulada entre unos pinos al pie del Monumento al Pastor, en Pancorbo. Otro viejo capricho. Antes de meternos a los sacos dimos una caminata a paso rápido para entrar en calor, y contemplamos a la luz de las estrellas -y de unos poderosos focos- el titánico pastor de piedra, que sostiene un cordero en su brazo mientras camina con mala cara, desafiando a los elementos y tal. Aquellos que circulan por la autopista nunca verán al pastor, a su perro desproporcionadamente grande, al zagal saludador que completa el conjunto, ni al ángel manco clavado en una pared rocosa, que simula volar en horizontal y en realidad parece un niño despeñándose desde lo alto del espolón rocoso. Casi se le oye gritar.
Estamos a favor de las carreteras que aceptan la geografía. Estamos a favor de la vieja N-I que serpentea para colarse por el desfiladero de Pancorbo (velocidad máxima: 50 kilómetros por hora), en lugar de atravesar la sierra a golpe de túnel como hace la autopista recta y arrogante, sin enterarse del desfiladero ni del pueblo. Estamos también muy a favor del propio pueblo de Pancorbo, agazapado entre las crestas calizas que le tapan el sol y que brotan incluso entre casas.
El sábado escalamos con aliento épico de Pancorbo a los Montes Obarenes. Porque están ahí , qué carajo. Ahí, a la vista desde la carretera nacional durante muchos kilómetros, presentes en todos los viajes hacia Burgos y Madrid desde hace años, pero ignotos hasta el sábado. Nos emocionó palpar las cuchillas de piedra, tantas veces admiradas, que van subiendo en cresta hasta el pico del Castillete (1.038 m), descubrir allá arriba las ruinas del Fuerte de Santa Engracia, pisar las penúltimas nieves de la temporada, completar la vía de los polacos hasta la Peña del Buey (1.292 m). Y, de vuelta en el campo base, preparar sobre el techo del Mercedes el banquete de huevos duros, pan con jamón y una naranja.
“Ahora Briviesca está más cerca de Pancorbo”, me dijo Josema por teléfono el domingo, cuando volvía a casa un día antes que yo. “Ese tramo se me ha pasado volando porque iba reconociendo desde la carretera las cumbres y los collados”. El gozo de nombrar el mundo, oh, ah, igualico que John McDouall Stuart cuando atravesó Australia de costa a costa trazando una línea de topónimos.
¿Y Santa María del Invierno y Villaescusa la Sombría? Ah, sí.
En Santa María del Invierno, aire fresco, siete grados, vecinos en la siesta, cuadrilla de chicos haciendo una barbacoa y en el ayuntamiento el aviso de tres batidas de jabalí.
En Villaescusa la Sombría, solazo. Y una tasca atendida por una señora búlgara a la que acompañaban en una mesa tres amigas búlgaras que invitaban a pastas búlgaras pero no añoraban Bulgaria. Y pegado en el frigorífico, un misterioso cartel con dedicatoria en euskera: “Para Dora. 8 de marzo. Zorionak ta jangarri goxoak ta ondo bizi!”. (Sí, justo del 8 de marzo, tal día como hoy, que en Villaescusa al parecer es el día de la mujer que trabaja, Dora).
Dos pasos más allá, en San Juan de Ortega, seguimos la pista del Milagro de la Luz: los rayos de sol que en los equinoccios atraviesan la iglesia y van iluminando paso a paso las escenas de la Anunciación talladas en un capitel. Josema se extrañó por la poca altura que tenía el sol el 5 de marzo a las cinco de la tarde, cuando sólo quedan un par de semanas para el próximo equinoccio («la típica discusión de pareja: rotación y traslación«), y echamos de menos a nuestro astrónomo de cabecera. Y resulta que encontramos el Milagro de la Luz trasladado esa tarde a Torquemada, provincia de Palencia, donde el último sol incendió uno a uno los 25 ojos de su puente sobre el Pisuerga.
Rematamos el viaje en la Plaza Mayor de Palencia, donde dos cafés con leche, una tostada y un pincho de tortilla cuestan 3,20 euros.
Y dijo el routier:
-¿Se le puede pedir más a la vida? Yo creo que más ya sería demasiado.
12Recordadlo por si acaso: son tres botes, no dos
Ayer llegué al ambulatorio a las ocho de la mañana, aún medio dormido, y me puse en la cola para la extracción de sangre. Media docena de personas pasábamos en fila frente a la mesa de una enfermera, que recogía las muestras que algunos pacientes traían de casa y nos repartía tubitos con códigos de barras a quienes íbamos a que nos pincharan. A las ocho y en ayunas, nadie tenía muchas ganas de hablar. Todos guardábamos un silencio pastoso. Hasta que el chico que estaba justo detrás de mí entregó sus recipientes, pudorosa y precavidamente envueltos en tres bolsas, a la enfermera de la mesa. La señora desembaló el regalo, leyó el volante y pegó un grito:
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