Archivo enero 2013

Escribir a patadas

En mi lugar de trabajo siempre tengo un pequeño balón de plástico. Cuando me atasco escribiendo una línea, cuando no consigo cerrar un párrafo o cuando me harto de escribir, me levanto y le doy unas patadas. Regateo rivales invisibles, doy pases entre las patas de una banqueta, chuto en el pasillo. A menudo, cuando me concentro para acertarle un balonazo a la pata de una silla, se me ocurre lo que debo escribir.

Es como desmontarte el cerebro un momento, tirarlo al suelo y rodarlo a patadas por el pasillo.

Ya digo que teclear se teclea con las manos, pero escribir yo al menos escribo con los pies.

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Confesión

Tras la entrevista de Oprah Winfrey a Lance Armstrong, parece que está cambiando la mayor fama a la que aspiran algunos ciclistas: ya no es tan memorable ganar un Tour como firmar después una confesión grandiosa. Algún exciclista incluso ofrece confesiones -o no- a cambio de un millón de euros. Cualquiera pensaría que esa oferta de confesión –o no- ya supone una confesión –o no-, que solo le falta la redención televisada, que es lo que rinde.

Óscar Pereiro, ganador del Tour de 2006 tras la descalificación de Floyd Landis por dopaje, dijo hace unos días: «No hay ninguna prueba de que yo me haya dopado. El día en que me paguen un millón de euros, como pagan a muchos, diré sí o no. No tengo por qué contestar a esa pregunta. Yo no me voy a exponer, voy a decir solo sí o no, pero con el dinero».

Cada uno a su nivel: si ganas un Tour, puedes pedir un millón de euros por confesar –o no-. Si te has quedado en amateur mediocre, como yo, confiesas gratis, por puro exhibicionismo y por seguir jugando a ciclista. Allá voy:

El primer café de mi vida me lo tomé con 18 años, como ciclista juvenil, por indicación de mi entrenador. Fue un poco antes de la contrarreloj de Liernia, una cronoescalada corta y explosiva, de apenas cuatro kilómetros, en la que –me dijo el entrenador- convenía salir con mucha rabia, a comerse la carretera. Me dio un vasito de plástico con café solo. Lo bebí de un trago, sentí asco, pero no me fue mal: subí desde Segura hasta Liernia en 7 minutos y 27 segundos y quedé cuarto.

Cronoescalada a Liernia, 1994

Cinco años más tarde, un chaval de Madrid corrió tres carreras con los juveniles guipuzcoanos, porque aquí había mucho nivel y era frecuente que los mejores ciclistas de otras tierras vinieran a zurrarse con nosotros. En la cronoescalada de Liernia aquel madrileño tardó 7 minutos y 24 segundos. Podéis ver su nombre en el séptimo puesto de esta clasificación:

Alberto Contador tenía entonces 17 años y competía contra ciclistas de 18, un salto que en esas edades se nota mucho. A su edad, digámoslo todo, yo no tardé 7’27” sino 7’47”. Yo me quedé en ciclista malo. Probé suerte en aficionados, me harté de ver culos y lo dejé.

Ahora, ay, soy incapaz de ponerme a escribir por las mañanas si no tomo mi café con leche.

*

Posdata: La carrera de Liernia tenía dos sectores: por la mañana una carrera corta, de 60 kilómetros con varias subidas y  final en el mismo alto. Los treinta primeros clasificados competían al mediodía en la cronoescalada. En la prueba en línea de 1999, como veis abajo, Contador quedó segundo, y mi hermano, sexto. Durante el caso del clembuterol, mi hermano tuvo ciertas esperanzas de que la UCI le otorgara el quinto puesto del sector en línea de la carrera de Liernia de 1999. No hubo suerte, pero es bonito quedar sexto. Tim Krabbé, en la novela El ciclista, cuenta que en los sprints masivos él solía entrar en sexta posición. Y habla de un ciclista mediocre al que le tenían tirria porque su especialidad consistía en esprintar por el sexto puesto cuando ya habían llegado a meta cinco escapados.

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Ha muerto Saturnino Iztueta, el pastor casi neolítico

Ha muerto Saturnino Iztueta, el pastor que vivió 56 años en una cabaña del monte Ernio, uno de los últimos protagonistas de un modo de vida que apenas cambió en los últimos tres o cuatro mil años. Si obviamos el transistor a pilas que usó en los últimos tiempos, regalo de una caja de ahorros, y algún lujo moderno como el café, su vida y su trabajo no fueron muy distintos de los de sus colegas del Neolítico.

Saturnino murió con 92 años. Escribí sobre él uno de los capítulos del libro Cuidadores de mundos:

Charla con el último neolítico

Desde 1947 hasta 2003, Saturnino pasó unos 13.500 días en una chabola del monte Ernio, durmiendo sobre un lecho de brezos, comiendo alubias y caldos, pastoreando, ordeñando y esquilando ovejas, prensando quesos a mano y bajándolos en burro a los pueblos para venderlos. En los últimos tiempos los pastores han conseguido pistas y vehículos todoterreno, placas solares para obtener electricidad, avances veterinarios, máquinas para la producción de queso. Pero la vida y las costumbres de Saturnino no fueron muy diferentes de las que debieron de seguir los pastores del Neolítico: bastaría con obviar el transistor a pilas que usó en los últimos años, regalo de una caja de ahorros, y algún lujo moderno como el café. Este hombre, nacido en Eldua (Berastegi) hace 87 años, es uno de los últimos representantes de un oficio que apenas cambió durante milenios.

Saturnino vivía siete u ocho meses al año en los pastos de Zelatun, un collado al pie del Ernio. Y si tocaba buen tiempo, hasta nueve meses: a mediados de marzo salía de su caserío de Eldua con el rebaño, subía al Ernio en una jornada y no regresaba hasta las Navidades. Saturnino esperaba con ganas tanto la ida como la vuelta: “Cuando llegaba el invierno me apetecía volver a casa. Pero al principio de la primavera las ovejas ya no tenían qué comer y yo también andaba inquieto, deseando subir al monte. Creo que mis hermanas también se quedaban a gusto cuando me marchaba”, ríe.

A Zelatun empezó a subir con 27 años pero para entonces ya tenía bien aprendido el oficio. “¿Cuándo empecé de pastor? Yo creo que al día siguiente de nacer. Desde crío seguía a mi padre con el rebaño a todas partes, como un perro pequeño”.

La escuela de Saturnino fue el ejército. Lo llamaron a filas en 1938, en plena Guerra Civil, y tuvo que presentarse en el cuartel de Estella. “Me preguntaron ‘cómo te llamas’ y yo no entendía nada, no sabía ni una palabra de castellano. Primero me ayudaron otros soldados euskaldunes y poco a poco fui aprendiendo. Ahora en castellano lo entiendo todo, y para hablar ya me apaño más o menos”. Pasó siete años en el servicio militar. Le tocó luchar en el Frente del Ebro y después lo enviaron a destinos de Andalucía, Cataluña, Aragón y por fin al cuartel de Loiola. De esa época le impresiona el recuerdo de algunas miserias, como las que vio en Jaén, donde “iban todos descalzos”. En aquellos tiempos de hambre negra, el ejército no era un mal destino: “Teníamos comida y techo asegurado y además nos pagaban tres duros al mes. En esa época había muchos que trabajaban en los caseríos a cambio de habitación, comida, un par de pantalones y unas abarcas, y con suerte quizá les pagaban algún duro”.

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Huella

Pisar donde nadie ha pisado: tiene que ser una experiencia de vértigo. He conocido a varias personas que la han vivido –unos montañeros, un espeleobuceador y una arqueóloga- y me llama la atención que todos son personas escuetas y contenidas.

A mí, que nunca viviré esa experiencia, me emociona la contraria: pisar donde han pisado otros.

Piso la calzada medieval de Askizu, que ya no parece una obra humana sino un elemento del paisaje, un río petrificado que baja por una colina, con sus bloques de arenisca encajados como muelas en la tierra y gastados por millones de pisadas, y me cuesta poco imaginar a mi lado a los caminantes o a los carros de los mercaderes que recorrían esta ruta cantábrica desde hace siglos.

Piso con J. las callejuelas de un castro celta en Peña Amaya y pienso que alguna vez caminarían aquí mismo dos tipos como él y como yo, dos celtas cántabros que verían esta misma montaña de enfrente, que tendrían los mismos latidos acelerados al subir la cuesta. De qué hablarían, cómo sonarían sus voces, qué ilusiones tendrían, qué temores masticarían, sabrían hacia dónde queda el mar, qué parte del mundo conocerían, qué sentirían al ver acercarse por la llanura a las tropas romanas.

Pienso en aquellos tatarabuelos que empezaron a nombrar el mundo y que me ayudan a orientarme, pienso en aquellas personas que levantan hitos de piedras en los montes porque se preocupan por los pasos de los demás.

Un día, en el Pirineo, la nieve tapa todos los hitos y las marcas que indican la subida hacia los lagos de Ardiden. No sabemos si debemos subir hacia aquel collado o hacia aquel de más allá, hasta que N. descubre las huellas de varias raquetas y esquíes que nos llevan por el camino adecuado. Mientras comemos el bocadillo en la cabaña del lago Lagües, damos las gracias a quienes subieron antes que nosotros. Quien sigue una huella obtiene una ventaja y debe un agradecimiento.

Hace mil años un peregrino acarició una columna en el pórtico de la catedral de Jaca y erosionó los primeros átomos de la piedra. Otros lo imitaron.

Pienso en el segundo peregrino que acarició la columna: el que repitió el gesto. La repetición de un gesto consolida una huella, abre un camino. Me gusta acariciar ese hueco pulido de la columna de Jaca, posar mi mano como una más entre los millones de manos que allí se reconocen unas a otras, a través de los siglos y de las nevadas.

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Periodismo 0.0

Son días tristes para el oficio. Y los pepinazos caen cada vez más cerca. Hoy comienzan una huelga los compañeros del Noticias de Gipuzkoa, un periódico del grupo en el que escribo todos los sábados desde hace tres años. Hay gente estupenda en esa redacción. Protestan contra un ERE que traerá 21 despidos y contra las condiciones en las que quieren aplicarlo. Han publicado esta carta a sus lectores.

También la plantilla del Diario de Noticias de Álava, del mismo grupo, estuvo en huelga y sigue peleando contra los despidos y sus condiciones.

Anteayer recibí otro aviso triste y para mí inesperado como un puñetazo: el cierre de Nora, una de las revistas que trataban con dignidad (y con dinero: a estas alturas merece hasta subrayarlo) a sus colaboradores. He publicado un montón de reportajes en Nora en sus cinco años de vida. Y voy a echar mucho de menos los encargos tan interesantes que me hacían, de los de escribir con los pies.

Ayer, a la una de la tarde del 3 de enero, vi salir el sol en este mismísimo punto del circo de Gavarnie por el que pasa el meridiano 0º 0’ 0”, el meridiano de Greenwich. No hay ganas ni para hacer metáforas.

De El Jukebox: «No hemos dicho nuestra última palabra pero casi«.

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Sí que es bonito, sí

La noche del 31 de diciembre una amiga me envía un mensaje desde La Habana. Me dice que están cocinando pata de puerco con frijoles, arroz y yuca, que beberán ron y que luego cantarán en un karaoke y saldrán a bailar salsa. Imagino que igual hasta terminan en la playa.

Imagino también a un cubano preguntándome qué hacemos los vascos para celebrar el año nuevo.

Pues nada, algunos nos levantamos a las siete de la mañana con un sueño horrible y subimos una montaña bajo la lluvia. Hundiendo los pies en el barro, agachados contra el viento, alcanzamos el primer ochomil del año (Adarra, 8.110 decímetros). En la cumbre nos felicitamos, nos damos besos y abrazos, y en el minuto en el que posamos quietos para una foto, arrecia el chaparrón, sopla un vendaval, temblamos y dejamos de sentir los dedos de las manos.

Ajá.

Bueno, no sé, también te encuentras en la cumbre con una amiga inesperada y le felicitas el año con otro par de besos, es bonito. También hay unos voluntarios muy amables que ese día reparten vasos de caldo, es bonito. Y hay desconocidos que se refugian de la lluvia y el viento contra unas rocas, de pronto abren la mochila, sacan una botella de champán y unas copas y reparten tragos y buenos deseos entre la gente que anda por allá, y en las copas la lluvia se mezcla con el champán, sí que es bonito, sí.

Busco ahora mismo, 1 de enero, vuelos a La Habana para diciembre de 2013 y encuentro alguno por 400 euros.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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