GUIPÚZCOA

La mañana del uno

«Al día siguiente volvió el Principito.

-Habría sido mejor si hubieses vuelto a la misma hora -le dijo el zorro-. Si tú vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, desde las tres comenzaré a ser feliz. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado, inquieto; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si tú vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón… Los ritos son necesarios.

-¿Qué es un rito?

-También es algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día sea diferente de otros días; una hora, de otras horas. Hay un rito, por ejemplo, entre los cazadores. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. Entonces el jueves es un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores bailasen cualquier día, todos los días se parecerían, y yo no tendría vacaciones».

El principito, Antoine de Saint-Exupéry

*

Es escritor, escultor y escalador, tres labores que «requieren la misma destreza: quitar lo superfluo». A Mauro Corona le gusta «sentirse fatigado».

*

Fotos: crómlech de Elurzulo y subida al Adarra, la mañana del 1 de enero.

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Aldura Resort

La vuelta al monte Aldura es un delicioso recorrido que cuenta con todas las comodidades y atracciones para satisfacer al turista más exigente: 1) hotel; 2) campo de golf con velódromo; 3) piscina; 4) spa; 5) masajes con envoltura de barro; 6) safari; 7) zona de copas; 8 ) solárium con sombrárium y 9) sex shop.

1) Hotel:

2) Campo de golf con velódromo anexo:

3) Piscina:

4) Spa:

5) Masaje con envoltura de barro:

6) Safari:

7) Zona de copas:

8 ) Solárium y sombrárium:

9) Sex shop:

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Aviso ministerial para renacuajos y corcones

Ayer lo celebramos con los renacuajos y los corcones en una de las desembocaduras más modestas y más bellas de la costa vasca: la del arroyo Mintegi, que se abre paso entre estratos de arenisca, en el litoral de Jaizkibel.

En la desembocadura se forman pozas. La marea alta cubre algunas, en las que nadan corcones, pero otras permanecen dulces, refugio de renacuajos. «No habrá zapaburus más cercanos al mar que estos», sentenció Josema, ahí, agachado, a la izquierda en la foto.

La foto de la primera charca es mía. La de la segunda es de Pedro López y El Diario Vasco, de cuando la diputada Tapia, el consejero Arriola, el diputado general Olano, el ministro Blanco, el presidente del puerto Buen y el viceconsejero Gasco sellaron a principios de abril «un compromiso sin marcha atrás» para construir el superpuerto exterior de Jaizkibel, al que llaman «ecopuerto».

Veinte días más tarde, el ministerio de Medio Ambiente declaró en un informe que el superpuerto causaría «daños irreversibles» en los ecosistemas protegidos y resultaría «económicamente insostenible», y puso el proyecto de vuelta y media. Zaca, zaca y zaca. Y es precisamente este ministerio el que tiene la última palabra sobre la ejecución de la obra.

Por eso ayer fuimos a visitar a los corcones y a los renacuajos y les cantamos «Agua dulce, agua salá».

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Vadeando el Brahmaputra guipuzcoano

Esta es la famosa pasarela de Mitxitxola en la que alguien pintó «Absurdité payé pour l’Europe?».

La frase ya está borrada. Si alguien va allí y se fija mucho, en el pasamanos podrá leer la palabra «Ridículo» marcada a cuchillo. Lo que se ve a la derecha es el paso que estaba allí de toda la vida, el tradicional y sencillo paso para que los humanos crucemos la alambrada y el ganado no pueda hacerlo. Pues mira: que pasen los franceses por ahí, si son tan listos. Los guipuzcoanos nos merecemos la escalinata palaciega y mucho más. Vamos a construir un superpuerto exterior en los acantilados de Jaizkibel, que se podrá ver desde esta misma pasarela, para eso vamos a saltarnos una directiva europea que protege la zona por su extraordinario valor natural y paisajístico, encima lo vamos a llamar «Ecoport», y sólo faltaba que después de echarle un par de narices para aplastar tanto remilgo ahora tuviéramos que andarnos con milongas y contorsionarnos como lagartijas para pasar una valla.

Aventureros sí, pero con estilo.

Insisto, por tanto, con el homenaje a nuestros preclaros dirigentes de la Diputación, por su empeño en… cómo era… poner en valor espacios naturales, a nivel de, y por permitirnos atravesar toda la costa guipuzcoana caminando con tacones de aguja. En ese tenaz empeño por construir pasarelas, que ya han salvado a tantas personas de desaparecer tragadas por el barro, no han cejado al alcanzar este terrible punto: el maldito arroyo de Jaizkibel que en la época del monzón crece, se desborda y ruge en remolinos capaces de arrastrar hasta el infierno a cualquier infeliz que se arrime, ese traicionero Brahmaputra guipuzcoano:

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A mí que me coman los buitres, por favor

Según le tengo oído a Miguel Sánchez-Ostiz, la aspiración vital de Robert Louis Stevenson era dejar el claro del bosque al menos tan limpio como lo había encontrado.

Casi nada. Pero supongamos que lo consigues, que pasas por la vida dejando más o menos limpio el claro del bosque. Luego palmas, llegan tus amigos, y como saben que a ti te gustaba el claro del bosque y tal, van y levantan un cipote de hormigón para conmemorarlo. Es para salir de la tumba y darles una coz.

Veamos. Como claro de bosque nos sirve la cumbre de Mitxitxola, modesta y coqueta, a dos pasos de las ruinas de Londres y Buenos Aires, asomada a los acantilados de Jaizkibel -id a verlos antes de que los perforen y los sepulten en hormigón: es por nuestro bien, dicen-.

En estos parajes debieron de disfrutar mucho un cazador y una montañera, ya difuntos. Sus amigos decidieron plantar estos recuerdos cerca de la cumbre:

Me dejaron mal gusto. Pensé en tantas rocas y tantas cumbres plagadas de recordatorios de montañeros muertos -monolitos, placas, cruces, lauburus, estelas y cacaplastas de cemento, como el día en que descubrí a Jesucristo y Lenin en Bianditz-. Cincuenta metros ladera abajo, encontré otra escena fúnebre que, ya perdonaréis, me gustó mucho más.

A mí, cuando llegue el momento, y si no es molestia, podéis tirarme en un muladar.  Y que los buitres me dejen mondo y lirondo, que es una expresión que me gusta mucho.

*

Dos días más tarde subí con Josema al monte Larrun y vimos que hay pocas cosas más cochinas que las emperatrices: allá por donde pasan, lo dejan todo perdido.

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Caminante, ya hay camino

Con esa combinación tan guipuzcoana entre el entusiasmo por explorar el mundo y una txukuna elegancia, nuestra Diputación persiste en su afán: adentrémonos en la naturaleza más salvaje pero sin mancharnos.

Antonio Machado no conocía el Departamento de Montes de la Diputación de Guipúzcoa. Después de trazar una autopista para caminantes en las praderas de Jaizkibel, donde antaño cualquier octogenario podía dar un tropezón y ahora en cambio se podría celebrar una competición internacional de curling, las obras del Sendero Litoral Talaia han atravesado ya el monte Ulía. Los cientos de miles de euros gastados en el empeño suponen calderilla cuando vemos resultados tan conmovedores como el de la fotografía, que muestra el desvelo de nuestros prohombres y nuestras promujeres para ahorrarnos cualquier engorro: una pasarela para salvar esos cuatro metros de camino que a veces se embarran.

¡Ahí, con decisión, sin esperar a que el barro se trague a un niño!

Ya tenemos senderos con carril de aceleración, miradores con plataforma y barandilla, escalinatas palaciegas que sobrevuelan alambradas justo al lado de los tradicionales pasos (escalinatas relucientes que han sido rápidamente profanadas, como esa de Mitxitxola en la que alguien pintó «Absurdité payé pour l’Europe?», tan babeante de pura envidia gabacha).

Pero no todo es loa, encomio y alabanza. Los diseñadores del Sendero Litoral Talaia nunca deberían olvidar que el primer hombre que dio la vuelta al globo y el creador de la alta costura mundial nacieron en el mismo pueblecillo costero guipuzcoano. Aventureros sí, pero con estilo. Por eso mismo, resulta un poco vergonzoso que la Diputación aún permita que en nuestros acantilados existan caminejos -fuera de la ruta Talaia- por los que todavía no es posible desfilar con tacones de aguja. Sirva esta foto como denuncia.

Tampoco parece razonable que los acantilados de Ulía sigan dejados de la mano foral, sin unas buenas vallas, unas escaleras con pasamanos, unas pasarelas peatonales voladizas reversibles ecológicas, un helipuerto. Vamos, lo que los expertos llaman una puesta en valor de espacios naturales. A nivel de.

Aquí unos espacios naturales sin poner en valor. Da pena verlos:

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Responso por las ranas aplastadas

Bajo de los hayedos aún invernales de Oberan, pedaleo por los meandros ocultos del Urumea, salgo al asfalto y me encuentro con la señal más evidente de la primavera: docenas y docenas de ranas aplastadas por los coches.

De vuelta en casa, con el ánimo encogido, busco algunos salmos fúnebres adecuados. Para recitarlos conmigo, pinchad esta canción de aquí abajo («Memories of green») y dejadla de fondo. Ayuda a pensar en las ranas.

Imagen de previsualización de YouTube

Mientras suena, leamos las palabras del señor Summers, el hombrecillo que vive en una cabaña en el bosque, odia a los automovilistas y se dedica a enterrar a los animales atropellados por los coches (Todos los animales pequeños, Walker Hamilton, Tusquets, 1999):

«Las personas pueden enterrarse unas a otras -me contestó malhumorado- pero a los animales hay que ayudarlos. No sólo a los conejos y a las ratas, sino a todos los animales pequeños, muchacho -dejó escapar un suspiro-. Otros hombres los matan y yo los entierro. Entierro ratas, ratones, pájaros, erizos, ranas e incluso caracoles -mordisqueó una galleta-. Bueno, la verdad es que a los caracoles no los entierro, pero retiro sus restos de la carretera y los dejo entre la hierba alta y las ortigas. Los escondo, muchacho, ¿te das cuenta? Los escondo para que no los puedan ver».

(…)

Vamos ahora con el poema «Trikuarena«, de Bernardo Atxaga, que maltraduzco a continuación:

El erizo despierta en su nido de hojas secas

y repasa todas las palabras que conoce;

unas veintisiete, más o menos, verbos incluidos.

Y luego piensa: ha acabado el invierno.

Soy un erizo. Allí vuelan dos ratoneros.

Caracol, Gusano, Cucaracha, Araña, Rana,

¿en qué charco, en qué agujero os escondéis?

Ahí está el arroyo. Este es mi reino. Tengo hambre.

Y dice de nuevo: este es mi reino. Tengo hambre.

Caracol, Gusano, Cucaracha, Araña, Rana,

¿en qué charco, en qué agujero os escondéis?

Pero se queda quieto como una hoja seca,

porque aún es mediodía, porque una ley vieja

le prohíbe el sol, el cielo y los ratoneros.

Viene la noche, se han ido los ratoneros; y el erizo,

Caracol, Gusano, Cucaracha, Araña, Rana,

deja el arroyo y sube por la ladera,

seguro con sus púas como seguro estaría

un guerrero con su escudo, en Esparta o en Corinto;

y de repente cruza el límite

entre la hierba y la carretera nueva,

con un solo paso entra en tu tiempo y en el mío.

Y como su diccionario universal

no se ha renovado desde hace siete mil años,

no conoce las luces de nuestro coche,

no se da cuenta, ni siquiera, de la proximidad de su muerte.

(…)

Acabemos con unas líneas de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, el libro del que salió la película Blade Runner, de la que sale esta música que ayuda a pensar en ranas aplastadas:

«Amaba todas las cosas vivas y sobre todo a los animales; y en cierta época había sido capaz de traer de vuelta a la vida, tal como habían sido, animales muertos (…). Las leyes locales prohibían invertir tiempo en devolver seres muertos a la vida; se lo dijeron claramente cuando tenía dieciséis años. Pero continuó haciéndolo secretamente durante un año más, en los bosques que aún quedaban (…). Entonces ellos -los asesinos- bombardearon aquel nódulo único que se había formado en su cerebro, lo destrozaron con cobalto radioactivo y eso lo hundió en un mundo diferente, de cuya existencia jamás había sospechado. Era un pozo de huesos y cadáveres de donde salió tras años de esfuerzo. El burro, y en especial el sapo, las criaturas que más le importaban, habían desaparecido, se habían extinguido (…). Él estaba unido al metabolismo de otras vidas y no volvería a vivir mientras ellas no vivieran (…). Isidore sentía que llevaba en su interior a todas las cosas vivas».

Espero que las ranas se encuentren ahora en el gran charco celestial, sobre el que aletean nubes de moscas sabrosas y libélulas crujientes.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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