Letras

París, la peste

El último párrafo de La peste, de Albert Camus:

«Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que la alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir a una ciudad dichosa».

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‘Heridas del viento’ (Virginia Mendoza)

Heridas del viento Las estupendas crónicas vagabundas de Virginia Mendoza por Armenia salen ahora como libro: ‘Heridas del viento’. Me pidió que le escribiera el prólogo y lo hice encantado, porque me entusiasman las historias que encuentra caminando despacio por los caminos más remotos.

Todo empezó aquí

Cuenta Virginia Mendoza que su abuelo muerto se le apareció en sueños y le dijo que él había nacido en la calle de los Armenios. En realidad el abuelo había nacido en la calle del Aire, en Terrinches (Ciudad Real), y Virginia creyó que esa aparición era una señal para viajar a Armenia. A mí me parece que ese sueño le daba también otro mensaje: que escuchara a los viejos. Ella lo ha obedecido siempre.

            Mendoza estaba pendiente de una respuesta, para saber si la aceptaban en un programa europeo que investigaba las culturas de las minorías étnicas de Armenia, “el único país actual grabado en el mapa más antiguo del mundo”. El abuelo se le apareció en sueños y, como es posible que los muertos tengan contactos con la Comisión Europea, pocas horas después llegó también el correo electrónico con la respuesta afirmativa. Mendoza voló a Erevan y se sintió en un planeta remoto, extraño y sugerente, como muestran las historias del primer bloque de este libro, escritos con esa conciencia tan viva de ser una alienígena que empezaba a descifrar los primeros signos: el alfabeto, la montaña que es símbolo, los versos traducidos de los poetas, los cementerios, las mesas rebosantes de comida para el forastero. Llénale la barriga al desconocido y ya te dirá a qué viene, piensan en aquel país. Las familias armenias llenaban la barriga de Mendoza con patatas fritas con cilantro, salchichas, pepino, queso y confitura mientras ella deambulaba por el país, mientras aceptaba que su ruta sería aquella que le marcara por ejemplo una vaca, mientras tomaba caminos equivocados, porque esos caminos azarosos eran los que le interesaban, los que le llevaban hasta niños con una cruz de sangre trazada en la frente. Después de unas pocas exploraciones, Mendoza decidió enseguida que ella era “muy armenia”.

            Gustave Flaubert defendió que la nacionalidad debía asignarse no por el lugar de nacimiento sino por los lugares que nos atraían a cada uno. Él renegó de la Francia burguesa, reglamentada y aburrida, viajó a Egipto y quedó maravillado con el bullicio de los puertos, el caos de los zocos, incluso con el burro que cagaba en la plaza donde él tomaba café. Para Flaubert la vida era caótica, impura, sucia, sensual, y las tentativas civilizadas por instaurar el orden implicaban “una negación censuradora y mojigata de nuestra condición”. Egipto alentaba modos de vida que sintonizaban con la identidad de Flaubert, valores que eran reprimidos en la sociedad francesa.

            Mendoza describe un país de gente humilde, hospitalaria, nostálgica, bondadosa y, vamos a decirlo, estrambótica. Lo describe con asombro, ternura, humor, y poco a poco, según avanza el libro, lo va haciendo cada vez más suyo.

            Hay un empeño muy fuerte entre los armenios, que coincide con un empeño muy fuerte de Mendoza: rescatar las historias. Recordar, conservar el pasado, fijar una identidad, para no disolverse del todo en las corrientes con las que la historia ha destruido Armenia una y otra vez. Ser armenio es echar de menos: echan de menos el monte Ararat, echan de menos dos mares, echan de menos las aldeas de las que fueron expulsados durante el genocidio perpetrado por los turcos, echan de menos a los parientes que fueron masacrados o desperdigados más allá de otras fronteras nuevas. El libro rescata algunas historias viejas a punto de perderse y otras historias nuevas que parece que ni se iban a registrar: las mujeres que fueron tatuadas como ganado y utilizadas como esclavas sexuales por los turcos, el soldado que mandó cartas bajo las bombas de la Segunda Guerra Mundial y nunca volvió, las familias que viven en casetas veintisiete años después del terremoto que devastó el país, el borracho que subió a una azotea para narrar el bombardeo de una de tantas guerras caucásicas posteriores a la desintegración soviética, la generación de los niños que preguntan si reírse es bueno.

            Qué es sobrevivir, se pregunta este libro. Mendoza se acerca a los supervivientes y descubre que sobrevivieron pero no, pero bueno, pero casi. Ellos, ellas, no quieren hablar del genocidio. Están hartos de que a los visitantes solo les interesen sus heridas, las deformidades de su biografía, como si fueran monstruos de feria. Lo bueno es que a Mendoza le interesan las vidas completas en sus más mínimos detalles, comparte las horas con los protagonistas de sus textos, los acompaña en las casas y en los caminos, observa sus manos viejas que pelan y asan berenjenas, bebe vodka con ellos, escucha historias de amor, chistes, canciones, enfados, rezos. Entonces sí, de manera natural, empiezan a hablarle del genocidio, porque el genocidio ya es una parte de una vida que Mendoza ha escuchado completa, una vida a la que así se le hace justicia. Gracias a esa paciencia, Mendoza descubre una respuesta sencilla y poderosa, apenas una escena para sugerir que la supervivencia quizá esté en el amor, en ese abuelo de 103 años que nunca bebía café y que aprendió a prepararlo para llevárselo todas las mañanas a la cama a su mujer, para hacerle reír a carcajadas con los chistes sobre su propia vejez, después de ochenta años casados, después de un genocidio.

            Mendoza también comparte las horas con los cristianos molokans –los bebedores de leche-, con los yezidis –nómadas zoroastrianos, adoradores del sol y a veces del Athletic de Bilbao-, con la mujer que conserva en su casa a los dioses de la Armenia pagana, dioses viejos y cansados. Comparte las horas con un patinador místico, con la viuda del hombre que excavó un enorme laberinto vertical bajo su casa para refugiarse en las entrañas del mundo y hablar a las aguas subterráneas, con la arqueóloga que encontró el zapato más antiguo de la historia y que así refuerza “esa idea tan armenia de que todo empezó aquí”.

            Mendoza se interesa por las personas que se asoman a mundos extraños, personas que se mueven entre la investigación y la locura, el arte y el delirio, el estudio y la obsesión, y su respeto vuelve a ser fructífero: en las historias que cualquiera descartaría por disparatadas, o que cualquiera caricaturizaría por extravagantes, ella encuentra pepitas de oro. En las historias de los viejos, poco a poco, de detalle en detalle, va profundizando hasta los sedimentos antiguos y reveladores. Allí encuentra perlas de sabiduría que nos dicen algo a todos. Quizá no se dé cuenta, pero Mendoza se convierte en una de ellos: en alguien que investiga y se obsesiona, en alguien que conserva y narra. Si Mendoza es muy armenia, no es porque crea que todo empezó en ese país, sino porque rescata las historias, los saberes y las ideas de los viejos, de nuestras abuelas, de nuestros abuelos más lejanos, porque sabe que todo empezó con ellos.

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Negrita

Me explicaron que era «para posicionarse mejor en los buscadores», para que alguien busque una palabra y caiga primero en tu texto, para conseguir más visitas, más clics, más megustas, pero mecagüen la manía que tienen algunos editores webs de marcar en negrita frases y más frases de los textos, mecagüen ese empeño por agitar banderas para que no se pierdan los tontos y los cagaprisas, mecagüen la idea que tienen de los lectores. A veces convendría animarse y escribir contra los robots, contra las fórmulas para ser más leídos, contra los clics y contra la gente que dice posicionar.

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El levantador de piedras Goenatxo puede dar algunas clases sobre personal branding, reciclaje del know how para implementar storytelling y emprendizaje de startups.

Goenatxo

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Los confundidos escriben historias para que otros opinen

Juan Villoro habla con su amigo Frank, su crítico amigo Frank.

“Le hablé de mi alma dividida, de mi patológico e inútil afán de concordia, y recordé una frase de un periodista de la antigua Yugoslavia: ‘Lo más extraño de Milosevic es que nunca se sintió culpable; en cambio, yo me siento culpable de todo’. Los tiranos duermen con tranquilidad, sedados por la mentira que se asignaron y que custodia un ejército. En cambio, el narrador se desvela para interrogar el mundo; depende de las preguntas, no de las certezas, hasta que un día amanece en un territorio de opiniones sin fisuras: el matiz, la posposición, el raro privilegio de aceptar que el otro está en lo cierto, desaparecen en ese panorama del todo o la nada, el blanco y el negro (…).

«Peter Handke valora el privilegio moral de quien se agota de sí mismo  y suspende sus creencias en espera de que se le ocurra algo distinto. El papel del escritor consiste en preguntar para que otros respondan. Esta postura estimula la fecundidad estética. Curiosamente, al dejar el lápiz en reposo y observar la realidad, Handke decidió apoyar al genocida Milosevic. El novelista actuó como si no se hubiera leído a sí mismo. La conciencia es un producto sin garantía (…).

«Cada vez que debo opinar sobre un tema del que no estoy seguro, me castigo imaginándome en París ante el proyecto de la Torre Eiffel. ¿Qué habría dicho de ese vértigo de hierro? Aunque el asunto ya fue resuelto sin mi ayuda, recupero ese momento crucial del urbanismo y me encaro con honestidad: ¿a qué opinión me habrían llevado mis gustos, mis lecturas, mi pretendida sensatez? Confieso sin tapujos que la idea de construir la Torre me hubiera parecido horrorosa. Me imagino firmando desplegados, escribiendo textos satíricos,  asistiendo a reuniones contra el adefesio. Lo más grave es que habría cometido cada uno de esos errores creyendo salvar a mi ciudad (cuando  pienso en eso, soy parisino de varias generaciones). Escribo esto en 2006 y sé que la Torre es un triunfo de la audacia. ‘Tour Eiffel / Guitare du ciel’, cantó Huidobro. Sin embargo, cada vez que me sitúo en la época, rechazo la prepotente elevación de esa chatarra. El asunto me deja bastante deprimido. Si hubiera fallado entonces, ¿no estaré fallando ante todo lo demás? (…)

[Le responde su amigo Frank:]

«-¿Sabes qué es lo peor que podría pasarte? –hizo una pausa para que yo pensara en ir a Irak o en concursar en Bailando por un sueño. Luego dijo: -Dejar de sentirte culpable. Es lo único que sabes hacer. Tus culpas son historias –iba a contestar algo pero me atajó-. Opinar no es lo tuyo: los confundidos escriben historias para que los demás opinen”.

 Juan Villoro. ¿Hay vida en la tierra?

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Volver para qué

El periodista Daniel Rivera ha escrito un libro magnífico y escalofriante sobre los desplazados de Colombia, con un puñado de historias -y la suya propia- como muestra de los millones de personas que abandonaron sus pueblos para huir de la brutalidad de los diferentes grupos armados. Son tantos bandos que se acaban confundiendo en la imagen de un solo monstruo insaciable. «Encontrarse con un hombre armado en el camino, yendo para misa, yendo para la tienda, yendo para el colegio, es lo mismo que encontrarse con cualquier hombre armado, pues ya se crea el orden implícito: yo mando y usted obedece (…).  Para los campesinos -como mi abuelo- no había buenos, no había malos. Eran un animal arisco del que hay que cuidarse, al que hay que ponerle cebo para montarlo, o, por lo menos, para tenerlo tranquilo». Los desplazados huyeron, muchos tuvieron que huir de nuevo, y volver a huir, hasta que no les quedó adónde volver.

volver-para-que

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Infernuan bizitzeko bi modu

Luigi Ciotti apaiza plazan sartu zen, inguruan bost bizkartzain zituela, eta jendetzak hiru minutuko txalo zaparrada eskaini zion. Mahaian eseri, mikrofonoa hartu eta ia agurtzeko astirik hartu gabe, esaldi ozen bat bota zuen: «Italian daukagun arazo okerrena ez da Mafia! Italian daukagun arazo okerrena gu geu gara, gure kontzientzia eta gure hitzak!». Jendeak beste txaloaldi luze bat jo zuen. Mantuako plaza nagusian ospatu zen ekitaldia (Italia), literatur jaialdi handi batean, iraileko lehen astean.

Egun gutxi lehenago jakin zenez, poliziak elkarrizketa bat grabatu zion Totò Riina buruzagi mafiosoari, kartzelan kide batekin paseatzen ari zela: «Ciotti hori ere akabatu egin behar dugu, Puglisi beste apaiz hura bezala».

Hemen jarraitzen du, Gaur8 gehigarrian.

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Pesados

En la subida a Lepoeder yo he visto a peregrinos doblados bajo mochilas enormes; he visto a coreanos con dos botellas de litro y medio, atadas una a cada lado de la cintura; he visto a una alemana llevando de la correa a su perrito, y al perrito con un chaleco en el que llevaba su propio botellín de agua; no he visto a matrimonios franceses porque iban ocultos bajo su carga titánica, pero he visto sus bastones asomándose y tanteando cada paso y clavándose en el suelo como si temieran hundirse hasta el centro de la Tierra.

El caminante elimina siempre lo superfluo.

Muchos empiezan a caminar en Donibane Garazi / Saint-Jean Pied-de-Port y emprenden la subida a Lepoeder, hacia Roncesvalles, de veinte kilómetros de longitud y 1.300 metros de desnivel. Es el primer día: es el día de los arrepentimientos.

Empiezan a abandonar objetos. En uno de los repechos más duros encontré este libro tántrico en alemán y un libro de oraciones envuelto en esa bolsita de plástico. Leí por ahí que la peregrinación es una plegaria expresada con el cuerpo. Para qué, entonces, los libros de oraciones.

01 Pesado

En el albergue de Roncesvalles había montones de libros abandonados. Abundaban los tochos de Paulo Coelho y Dan Brown y Jorge Bucay y autores llenos de energías y felicidad y luces y cúpulas y los nueve tralarí. Es la prueba objetiva de que esos señores son unos pesados.

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Una imagen que dormita en todos nosotros

En el Día del Libro, copio unos fragmentos de La conquista de lo inútil, de Werner Herzog. Es el libro que más me impresionó el año pasado y que leí durante todo el verano, tumbado en la Zurriola, despacio y con muchas pausas. Es el diario que escribió el director Herzog durante dos años en el Amazonas peruano, mientras filmaba la película Fitzcarraldo y trataba de subir un barco por una montaña. «Escribo mejor de lo que filmo», dijo Herzog.

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«Kinski ha sentenciado que lo que me propongo es completamente imposible, impensable, dictado por la locura. Se está convirtiendo en el epicentro del desánimo. Bien mirado, es evidente que ya nadie está de mi parte, ninguno, nadie, ni uno, ni uno solo. En medio de cientos de extras indígenas, docenas de trabajadores forestales, la gente de los barcos, el personal de cocina, el equipo técnico y los actores, la soledad me ha golpeado como un animal gigante y enfurecido. Pero yo veo algo que los demás no ven.

(…)

«L. dice que quiere aplanar tanto la cuesta que solo quedaría una pendiente del 12 por ciento, pero eso la haría parecer la brecha de un istmo. Le he dicho que no lo permitiré porque perderíamos la metáfora central de la película. Metáfora de qué, me ha preguntado. Le he dicho que eso no lo sabía, solo que era una gran metáfora. Que quizá no era más que una imagen que dormita en todos nosotros, y que yo soy solo el que la pone en contacto con un hermano al que todavía no había conocido».

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Creíamos que no nos interesaba

Fogonazos cumple diez años. Es el primer blog al que me suscribí, según mis recuerdos, porque Eresfea me habló de él con entusiasmo. Desde entonces leo todo lo que pillo de su autor, el periodista Antonio Martínez Ron, un excelente divulgador científico y un cazador de historias asombrosas. Para celebrar el décimo aniversario, Antonio ha recopilado en un libro las mejores historias que ha escrito en su blog y en otras publicaciones. Se llama ¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos? y se puede comprar aquí.

Antonio me pidió que escribiera el prólogo del libro. Me puse más contento que Kengi Sujimoto cuando encontró el cerebro de Einstein guardado en un bote de galletas en la casa de un patólogo de Kansas. Y escribí esto:

Creíamos que no nos interesaba

«Si nos anuncian un discurso sobre las áreas somatosensoriales de la corteza cerebral, así, a bote pronto, a muchos se nos escapará un bostezo. Si leemos la historia de Antonio Martínez Ron sobre el hombre que tenía de nacimiento una mano con tres dedos, y que después de que le amputaran ese brazo empezó a sentir en su lugar un miembro fantasma con cinco dedos, nos quedaremos con la boca abierta de puro asombro. Entonces sí que nos interesará esa corteza cerebral, nos interesarán los procesos por los que sentimos las cosas, nos interesará saber más detalles sobre el modo en que estamos programados para percibirnos. Los grandes periodistas son capaces de fascinarnos con historias sobre asuntos que no nos interesan. O que creíamos que no nos interesaban.

Sabemos que la ciencia y la exploración deben interesarnos porque son útiles. Martínez Ron nos muestra que, además, nos deben interesar porque son muy bellas. En este libro aparecen unas personas que por las noches encienden un cañón láser y disparan a unos espejos que los astronautas dejaron hace cuarenta años en la Luna. Otras se prueban cuerpos virtuales en un laboratorio y comprueban que su cerebro empieza a actuar, por ejemplo, con las habilidades de un percusionista africano. Y otras se dan cuenta de que en el universo falta el 90% de la masa que debería haber y se meten en el interior de una montaña de Huesca, para aislarse bajo millones de toneladas de rocas y buscar allí esa materia oscura que por ahora es solo una predicción. Ya vendrá luego Martínez Ron a explicarnos por qué lo hacen, qué objetivos persiguen, cuál es el sentido práctico de estas extravagancias, pero incluso sin tener en cuenta su finalidad, incluso antes de conocer las explicaciones, ya son escenas fascinantes.

En este libro hay historias así de bellas, hay historias divertidas (plátanos perdidos en estaciones espaciales, un patólogo que saca un pedazo del cerebro de Einstein de un bote de galletas y corta unas lonchas en su cocina, miles de sudaneses asustados porque sus penes se están encogiendo), hay historias inquietantes (buceadores que graban su propia muerte en simas angustiosas, virus exóticos que acechan en lo más profundo de las selvas, antropólogos preocupados por señalizar cementerios de uranio a los humanos de dentro de diez mil años). Y hay historias con arranques terribles, que parecen relatos de Verne o Poe: “En el invierno de 1980, dieciséis pescadores daneses fueron rescatados después de pasar una hora y media en aguas del Mar del Norte. Todos ellos caminaron por su propio pie por la cubierta del barco, charlaron con sus rescatadores y bajaron a tomar una bebida caliente. A los pocos minutos, los dieciséis hombres cayeron súbitamente muertos”.

Los fogonazos de Antonio Martínez Ron se leen con el entusiasmo con el que leíamos las novelas de aventuras y exploraciones en la juventud, con una pasión que se va apagando con los años, cuando nos vamos poniendo demasiado adultos. Él defiende a menudo la perplejidad: “Vivimos en una sociedad en la que nos creemos muy listos y en la que admitir que algo nos asombra se ve como una muestra de debilidad o falta de inteligencia. Creo que es al revés. Los tontos no se asombran”.

Estos fogonazos confirman otra idea muy valiosa: es posible contar historias atractivas, misteriosas, divertidas, terribles, emocionantes… y absolutamente rigurosas. Los aficionados a los asuntos esotéricos y a las explicaciones paranormales no es que tengan mucha imaginación: es que tienen muy poca. No son capaces de apreciar la realidad y necesitan hinchar patrañas, a modo de dopaje mental, para entusiasmarse por algo. La ciencia, con sus ignorancias y sus debilidades, es una fuente de historias maravillosas.

Y el gusto por las buenas historias es universal. Un chimpancé aislado no es un chimpancé, decía el etólogo Konrad Lorenz, y por ahí andamos nosotros, los primates sociales, reuniéndonos desde hace miles de años alrededor de una hoguera o de un blog, seducidos por aquellos que nos explican el mundo y que nos explican a nosotros mismos. Antonio Martínez Ron es uno de esos narradores con la pericia de Sherezade: el lector comprobará que es muy difícil terminar una de las historias de este libro y no empezar inmediatamente con la próxima.

 Werner Herzog, cineasta siempre perplejo, dirige unos talleres de cine en los que no imparte ningún tipo de enseñanza técnica: “Es una escuela para los que han viajado a pie, han mantenido el orden en un prostíbulo o han sido celadores en un asilo mental; en resumen, para los que tienen un sentido poético. Para los peregrinos. Para los que pueden contar un cuento a un niño de cuatro años y mantener su atención, para los que sienten un fuego en su interior”.

Este tampoco es un libro de enseñanzas técnicas. Es un libro con historias que nos mantienen entretenidos a los niños de cuatro años, escrito por un periodista que siente un fuego en su interior, un fogonazo cuando cierra los párpados».

Que ven los astronautas cuando cierran los ojos

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Me encanta trabajar

Pero tampoco me gusta abusar y no quiero que me deis más de lo que me corresponde. Gracias.

«No es que me oponga a trabajar, nada de eso, me encanta, me entusiasma ocuparme en algo; hasta puedo permanecer sentado horas y horas pensando en esos placeres (…). Mi despacho está tan lleno que no queda ni un centímetro libre, pronto tendré que agrandar la casa. Conste que soy muy cuidadoso, tengo asuntos que voy conservando amorosamente años y años y nunca les he puesto un dedo encima; siento gran orgullo hacia mi trabajo; de vez en cuando arreglo mis papeles y les quito el polvo. ¡No hay quien conserve el trabajo mejor que yo; no, señor, no hay nadie! De todas maneras, a pesar de lo que me entusiasma trabajar, poseo un enorme sentido de la equidad que me hace no pedir más de lo que en justicia me corresponde, y no puedo tolerar que se me dé más de lo que deseo. En esta ocasión me dieron más de lo que pedía y esto me fastidió en sumo grado».

Jerome K. Jerome, Tres hombres en una barca.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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