Letras

Qué leer después de morir

El Día del Juicio Final testificaré a favor de los amigos que me mandan postales y que me traen recortes de periódicos y libros estrambóticos. Algunos ejemplares recibidos: ‘Por los extraños pueblos: otro mapa de la Isla. Crónicas de La Gaceta de Cuba’ (gracias, J.F.), ‘My Scottish Ancestry. Helps you trace your ancestors’ (gracias, J.I.),  ‘Borracho estaba pero me acuerdo. Memorias de Víctor Hugo Viscarra’ (gracias, Á.A). «Tú que viajas, tráenos el mundo», me dijo una vez una amiga sabia.

J.I. acaba de traerme uno de los cien mil ejemplares que se quemaron hace unas semanas en Pilgrims, la mayor librería de Nepal.

En el último número de la recién desaparecida revista Altaïr, la estupenda sección de César Barba recomendaba nueve librerías alrededor del mundo. Una de ellas era precisamente Pilgrims, con sus cuatro plantas y sus «completísimos fondos bibliográficos sobre el Himalaya, la alta montaña y las religiones asiáticas». Para cuando la última Altaïr salió a la calle, la librería Pilgrims ya había ardido por completo. No me hagáis metáforas, anda.

Un poco cansado de tanta lista de obligaciones culturales, los malditos must, hace poco escribí que alguien debería recomendar por fin los cien mejores libros, películas, restaurantes y ciudades que debemos visitar DESPUÉS de morir. Este libro medio chamuscado y medio muerto de Katmandú parece una buena transición.

El libro huele a chimenea, a leña y a castañas asadas que da gusto. Lo tengo en la mesa de la sala, dándole aroma serrano a la casa.

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No quiero avisar a nadie

 El 25 de diciembre de 1956 encontraron el cadáver de Robert Walser sobre la nieve.

49 años antes de su muerte Walser escribió un libro titulado Los hermanos Tanner. En él, el eterno paseante Simon camina un día entero y al anochecer sube una ladera nevada. De pronto distingue un hombre tumbado sobre la nieve en un abetal. Es un amigo poeta. Está muerto.

Piensa Simon: “¡Con qué nobleza ha elegido su tumba! Yace en medio de espléndidos abetos verdes, cubiertos de nieve. No quiero avisar a nadie. La naturaleza se inclina a contemplar a su muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y las aves nocturnas graznan: es la mejor música para alguien que ya no tiene oído ni sensaciones. (…) Yacer y congelarse bajo unas ramas de abeto sobre la nieve: ¡qué espléndido reposo! Es lo mejor que pudiste hacer. La gente está siempre dispuesta a hacerles daño a las aves raras como tú, y a burlarse de sus sufrimientos. Saluda a los queridos y silenciosos muertos debajo de la tierra y no ardas demasiado en las eternas llamas del no ser”.

Simon sigue subiendo la montaña. “Solo al llegar arriba, al pastizal abierto, disfrutó plenamente del sublime espectáculo de esa noche espléndida, y rompió a reír con fuerza, como un niño que jamás hubiera visto un muerto. Pues ¿qué era un muerto? Oh, una incitación a la vida. Nada más. Un adorable recuerdo que evoca el pasado y nos impulsa a la vez hacia el futuro incierto y maravilloso. Simon sintió que su futuro aún habría de desplegarse generosamente ante él si era capaz de un trato tan sereno con los muertos. Se alegró profundamente de haber visto una vez más a aquel pobre ser desdichado, de haberlo encontrado en circunstancias tan misteriosas, en un escenario tan callado, tan elocuente, oscuro y plácido, de haber presenciado un fin tan noble”.

*

El libro El paseo, también de Walser, empieza así:

 “Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle. (…) El mundo matinal que se extendía ante mis ojos me parecía tan bello como si lo viera por primera vez. Todo lo que veía me daba la agradable impresión de cordialidad, bondad y juventud. Olvidé con rapidez que arriba en mi cuarto había estado hace un momento incubando, sombrío, sobre una hoja de papel en blanco. Toda la tristeza, todo el dolor y todos los graves pensamientos se habían esfumado, aunque aún sentía vivamente delante y detrás de mí el eco de una cierta seriedad. Esperaba con alegre emoción todo lo que pudiera encontrarme o salirme al paso durante el paseo”.

Otros fragmentos:

“Es divinamente hermoso y bueno, sencillo y antiquísimo, ir a pie. Suponiendo que las botas estén en condiciones”.

 “A la gente que va levantando polvo en un rugiente automóvil les muestro siempre mi rostro malo y duro, y no merecen otro mejor (…). Porque no comprendo ni comprenderé nunca que pueda ser un placer pasar así corriendo ante todas las creaciones y objetos que muestra nuestra hermosa Tierra”.

 “Hay cazadores y degustadores de novedades, echados a perder por exceso de estímulo, ansiosos de sensaciones, hombres que ansían casi cada minuto goces no disfrutados aún (…) La continua necesidad de goce y prueba de cosas siempre nuevas se me antoja un rasgo de pequeñez, falta de vida interior, alejamiento de la Naturaleza y mediana o defectuosa capacidad de comprensión. Es a los niños pequeños a los que siempre hay que mostrarles algo nuevo y distinto para que no estén descontentos”.

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Por qué se marchan

(Publicado en la revista Elkar).

Muchos escritores de viajes -y algunos personajes de ficción viajera- se extrañan del impulso que les empuja al mundo. Y dedican las primeras páginas de sus relatos a intentar explicarlo. Así cultivan lo que John Steinbeck llamaba “el huerto de las excusas” de los viajeros, siempre fértil.

“Desde siempre han existido voces que han expulsado de lo confortable a los hombres, sin que éstos supieran nunca muy bien a qué carta quedarse, es decir, si podían sin riesgo desoír la llamada de las voces o si en el viaje les esperaba el mismo silencio trágico de las noches interminables en sus domicilios”, escribe Enrique Vila-Matas, en su novela El viaje vertical.

La memorable aventura de Moby Dick, de Herman Melville, arranca precisamente con una huida de ese desasosiego doméstico: “Llamadme Ismael. Hace unos años, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma se instala un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome ante las tiendas de ataúdes, (…) entiendo que es hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. (…) Aunque no lo sepan, casi todas las personas, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano”. Natalia Ginzburg, en Las pequeñas virtudes, entiende al ballenero: “De la sensación de culpa, de la sensación de pánico, del silencio, cada cual se busca un modo de curarse. Unos se van a hacer viajes. En el ansia de ver países nuevos, gente distinta, está la esperanza de dejar atrás los propios fantasmas; está la secreta esperanza de descubrir en algún punto de la tierra la persona que pueda hablar con nosotros”.

Pero ¿de verdad es posible escapar a los fantasmas? Charles Baudelaire intentaba alejarse de sus angustias poniendo tierra y océanos de por medio: “¡Llévame, vagón! ¡Ráptame, fragata! / ¡Lejos, lejos! ¡Aquí el lodo está formado con nuestros llantos!”. Pero al final descubría que la zozobra le acompañaba injertada en el alma: “Hemos visto astros / y olas; hemos visto arenas también / y, a pesar de choques y de imprevistos desastres / nos hemos aburrido, a menudo, como aquí”.

Por eso hay quien plantea que el viaje es un fracaso: la reacción de quien no sabe afrontar sus problemas, una huida que recorre muchos kilómetros pero siempre acaba chocando contra el mismo muro de miedos que ya se levantaba en casa, y que empeora las cosas porque acaba quemando toda esperanza. “Todas las desgracias proceden de que la gente no sabe permanecer en reposo en una habitación”, escribió Blaise Pascal.

Cees Nooteboom, harto de que le recuerden esa frase de Pascal, niega la mayor. El viajero no huye de su vida, dice, sino todo lo contrario: cuando se mueve es cuando de verdad “está en sí mismo”. En el movimiento encuentra la calma y enfoca el pensamiento. “Sin embargo, el acto de viajar se veía confrontado una y otra vez con las preguntas de los que se quedan en casa”, escribe en Hotel Nómada. “En las entrevistas me formulaban la misma pregunta en tantísimas ocasiones que ya ni recuerdo con qué mentiras eludía la respuesta: ‘¿Por qué viaja usted tanto? ¿Acaso se trata de una huida?’. Con esas preguntas pretenden demostrarme que lo que hago es huir de mí mismo. Esto suscita la imagen de un yo diabólico, patético y desgarrado que me obliga continuamente a emprender el camino hacia el mar o el desierto. La respuesta verdadera –que tiene que ver con el aprendizaje y la meditación, con la curiosidad y el asombro- carece de la espectacularidad deseada”.

 “Según Baudelaire”, sigue Noteboom, “los viajeros parten cargados de falsas ilusiones. Los viajes les dejan un poso de ‘amarga sabiduría’ al enfrentarse con un mundo, pequeño y monótono, que nos devuelve la imagen de nuestro propio ser: ‘un oasis de horror en un desierto de hastío’. Visto desde esa perspectiva, se podría decir que quien huye de la realidad es aquel que se queda en casa, sometido a la rutina de la vida diaria, porque no puede soportar la amarga sabiduría que proporciona el viaje. A mí me da igual quién sea el héroe, lo importante es que cada cual siga los dictados de su alma, cueste lo que cueste”.

Toda una escuela de autores comparte el argumento de Nooteboom: el viaje es la inmersión más profunda en la vida. Por eso, cuando los jóvenes le pedían consejo, Josep Pla les sugería que caminaran varias jornadas, siguiendo veredas y atajos, por masías y aldeas: “Su viaje debería tener un objeto: informarse, enterarse de lo que es el país, de cómo vive la gente, empaparse de la manera de ser básica, inalienable, insoluble, del material humano. Sería -lo digo de antemano- un poco difícil de resistir y no sólo por las incomodidades que se irían encontrando, que eso no sería nada, sino por la cantidad y la calidad de la información que al paso iría saliendo -que sería brava, desapacible, complicada, a veces de una profundidad insondable-. (…) Y a base de hablar con la gente se llegaría -si uno sabe hablar con la gente, cosa que no es fácil- a tocar, a ver, a presentir nuestra manera de ser más auténtica y real”, escribe en Viaje a pie.

David Le Breton es otro de los que apuesta por el conocimiento a través de los pies. Dice en El Elogio del caminar: “Caminar, en el mundo contemporáneo, podría ser una forma de nostalgia o de resistencia (…). La marcha es propicia al desarrollo de una filosofía elemental de la existencia, basada en una serie de pequeñas cosas; conduce durante un instante a que el viajero se interrogue acerca de sí mismo, acerca de su relación con la naturaleza y con los otros, a que medite, también, sobre un buen número de cuestiones inesperadas (…). El vagabundeo, tan poco tolerado en nuestras sociedades como el silencio, se opone así a las poderosas exigencias del rendimiento, de la urgencia y de la disponibilidad absoluta para los demás”.

Los vagabundos, por tanto, consiguen dos cosas: una, conocerse mejor (“El camino más corto para encontrarse a sí mismo es la vuelta al mundo”, cita Manuel Leguineche en El camino más corto, el libro que narra su viaje alrededor del globo); y dos, descubrir la realidad en su más densa consistencia (“Moverse es lindar con el mundo. Si uno se queda quieto, el mundo se esfuma”, escribe Cormac McCarthy en En la frontera, donde añade que “el movimiento es una forma de propiedad”).

En La sombra de la ruta de la seda, Colin Thubron explica que el viajero “va para entrar en contacto con identidades humanas, para poblar un mapa vacío. Siente que se dirige al corazón del mundo. Va porque aún es joven y está ávido de emociones, de oír crujir el polvo bajo sus botas; va porque es viejo y necesita comprender algo antes de que sea demasiado tarde».

            El joven ávido por explorar y el viejo ávido por terminar de comprender: a veces son la misma persona, que justo en el viaje ensambla esos dos extremos de su biografía y así culmina una plenitud vital. Como, quizá, Miguel Sánchez-Ostiz en sus Cuadernos bolivianos: «Las noches de frío, dolores, insomnio, fiebre, náuseas, no son raras en estas latitudes/altitudes, pero tampoco son las mejores consejeras de los viajes. Te acobardas casi sin darte cuenta y haces propósitos de prudencia que nada tienen que ver con la realidad y la luz del día. Por fortuna, siempre amanece. No puedes achicarte. No puedes dejarte. No debes olvidar que viajas por motivos de salud, por verdaderos motivos de salud, casi diría que viajas, como Ponce de León, a la búsqueda de tu particular fuente de la eterna juventud, del entusiasmo y del gozo de estar sencillamente vivo, en uso pleno de todos tus sentidos y potencias vitales».

En Los caminos del mundo, Nicolas Bouvier relata un lentísimo viaje que hizo de joven con un amigo, en un coche viejo desde Suiza hasta la India durante dos años. Ahí da la clave de lo que les ocurre a los viajeros. «Llevado por el ronroneo del motor y el desfile del paisaje, el flujo del viaje te atraviesa y te aclara la cabeza. Ideas que guardabas sin razón alguna te abandonan; otras, por el contrario, se acomodan y se hacen a ti como las piedras al lecho de un torrente. No hay ninguna necesidad de intervenir; la carretera hace tu trabajo. Nos gustaría que se extendiera así, dispensándonos sus buenos oficios, no sólo hasta el extremo de la India, sino mucho más lejos todavía, hasta la muerte.

“A mi regreso, mucha gente que no se había movido de casa me decía que con un poco de fantasía y concentración también se puede viajar sin levantar el culo de la silla. Les creo. Son gente fuerte, pero yo no. Yo necesito demasiado ese complemento concreto que te da el desplazamiento en el espacio. Por otra parte, por suerte, el mundo se extiende para los débiles y les presta su apoyo, y en cuanto al mundo -como algunas noches en la carretera de Macedonia, con la luna a la izquierda, las aguas plateadas del Morava a la derecha, y la perspectiva de ir a buscar detrás del horizonte un pueblo en el que vivir durante las tres próximas semanas-, estoy muy contento de no poder vivir sin él».

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Tirarse al suelo y releer

Cuando vuelvo de andar en bici o de trotar por los montes, extiendo una esterilla en la sala, junto a la librería, y hago unos estiramientos. Mientras estiro los isquibio… los isquiotibiales, sobre todo el izquierdo, que siempre anda un poco rígido, me distraigo con los estantes que quedan a ras de suelo. Allá abajo cayeron los libros con mala fortuna alfabética, los autores con apellidos entre la V y la Z, esos Vargas Llosa, Alber Vázquez o Marguerite Yourcenar, que no me llegan ni a la altura de los tobillos.

Los estiramientos se convierten en grandes momentos de relectura. Se me va el santo al suelo, dejo de estirar los cuádriceps -¿os he dicho ya que tengo unos cuádriceps preciosos?-, empiezo a entresacar libros olvidados, formo una pequeña pila, me prometo releer alguno y nunca lo cumplo. Pero al menos los hojeo y rememoro algunas líneas subrayadas.

En el lado noroeste de mi sala está la estantería de ficción. En el estante a ras de suelo acumula polvo y olvido, por ejemplo, Julio Verne.  Qué error, dejar pasar los días sin rememorar al menos algún párrafo como este de Veinte mil leguas de viaje submarino:

“El monstruo se puso de moda. Le cantaron en los cafés, lo escarnecieron en los periódicos, lo representaron en los teatros. Se vieron reaparecer en los periódicos, en pequeñas reproducciones, todos los seres imaginarios y gigantescos, desde la ballena blanca, la terrible Moby Dick de las regiones hiperbóreas, hasta el Kraken desmesurado, cuyos tentáculos pueden enlazar un barco de quinientas toneladas y arrastrarlo a los abismos del océano. Se reprodujeron incluso los procesos verbales de los tiempos antiguos, las opiniones de Aristóteles y Plinio, que admitían la existencia de aquellos monstruos, luego los relatos noruegos del obispo Pontoppidan, los relatos de Paul Heggede y por último los informes de M. Harrington, cuya buena fe no puede ponerse en duda, cuando afirmó haber visto, estando a bordo del Castillan, en 1857, aquella enorme serpiente”.

En el lado sureste, en la estantería de libros de crónicas, ensayos, no ficción, rescato otros autores que desaparecieron de mi vista por culpa del caprichoso alfabeto.  Mariusz Szczygiel y su tremendo Gottland, quizá el libro del año para mí (saludos a Julen y Emilio):

 “La persona que ha de deshacerse del monumento a Stalin, el ingeniero Vladimír Krizek, escucha en boca de las autoridades una de las frases más raras de su vida:

-Hay que echar abajo el monumento, pero con dignidad.

El ingeniero, especialista principal de una empresa de ingeniería de élite, solicita una aclaración. El monumento es un monstruo de hormigón, cuyo centro, cubierto de granito, está unido al interior de la colina por una construcción de hormigón armado. Nadie previó que tuviese que destruirse. Solo se puede hacer saltar por los aires.

-Derribarlo con respeto. No vayamos a faltar a las autoridades de la URSS –le comunica el secretario del comité regional del Partido, y menciona las condiciones.

No está permitido colocar cargas explosivas en la cabeza de Stalin.

No está permitido dispararle.

No está permitido que se escuche ninguna explosión en general.

No está permitido hablar de ello, fotografiarlo o filmarlo. Aquellos que lo hagan serán arrestados de inmediato.

Toda la empresa del ingeniero Krizek tiembla de miedo”.

Y más:

“Me di cuenta de que el hospital para enfermos mentales era el único sitio normal de Checoslovaquia porque cualquiera podía decir allí lo que quisiera sin que le sancionaran”.

Por allí, bastante abajo, anda también John Steinbeck, uno de esos puñeteros que te rompe los criterios bibliotecarios. Tengo 30 centímetros lineales de libros de Steinbeck, pero algunos los guardo en ficción (noroeste) y otros en no ficción (sureste). Al estirar el aductor derecho hacia el sureste, me encuentro con Los vagabundos de la cosecha y Viajes con Charley, que arranca así:

“Cuando yo era muy joven y tenía dentro esa ansia de estar en otro sitio, las personas mayores me aseguraban que al hacerme adulto se me curaría ese prurito. Cuando los años me calificaron como adulto, el remedio prescrito fue la edad madura. En la edad madura se me aseguró que con unos años más aliviaría mi fiebre y ahora que tengo 58 tal vez la senilidad realice la tarea. No ha habido ningún remedio eficaz. Cuatro pitidos de la sirena de un barco aún me erizan el pelo de la nuca y ponen mis pies en movimiento. El sonido de un reactor, un motor calentándose, hasta el toc-toc de unos cascos herrados en el pavimento producen el viejo estremecimiento, la boca seca y la mirada perdida, las palmas ardientes y una agitación del estómago bajo la caja torácica. En otras palabras, no mejoro. En otras palabras más, el que ha sido vagabundo alguna vez lo será siempre”.

Al estirar el aductor izquierdo hacia el noroeste, me encuentro con Al este del Edén:

“Creo que hay una sola historia en el mundo (…). A pesar de los cambios que podamos imponer en las tierras, los ríos, las montañas, en la economía y en las costumbres, no hay otra historia. Una persona, después de barrer el polvo y las astillas de su vida, tiene que enfrentarse tan solo con estas duras y escuetas preguntas: ¿fue mi vida buena o mala? ¿He hecho bien o mal?”.

Y termino la gimnasia descubriendo una extraña cercanía, no solo alfabética, entre Julio Verne y Enrique Vila-Matas con sus Recuerdos inventados:

 “La vida no existe por sí misma, pues si no se narra, si no se cuenta, esa vida es apenas algo que transcurre pero nada más. Para comprender la vida hay que contarla, aun cuando solo sea a uno mismo (…). Como las ballenas del mundo de Porto Pim, me comunico desde distancias ilimitadas, con mensajes desesperados”.

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Isla

Me declaro en huelga hoy y, de paso…

… y, de paso, en estado de insularidad los próximos veinte días.

«A las islas se les atribuyen rasgos y estados de ánimo humanos: también son solitarias, silenciosas, sedientas, abandonadas, desconocidas, malditas, a veces afortunadas o bienaventuradas (…).

«Los que más olvidados están son los escollos, sobre todo los que carecen de dolinas y agua potable: si no se incorporan a un archipiélago conocido, pierden su identidad en la jerarquía de la costa, quedan para siempre apóstatas, célibes, anacoretas. Las rocas que sobresalen en los bordes de las islas han suscitado cuentos de horror y espectros (…).

«Las islas se convierten a menudo en lugares de recogimiento o paz, arrepentimiento o expiación, exilio o encarcelamiento: por eso cuentan con tantos monasterios, cárceles y asilos, instituciones que asumen y a veces llevan al extremo la condición y el destino insulares (…). El rasgo común de la mayor parte de las islas es la espera (…).

«Pero las islas ayudan menos de lo que se cree a vencer o poseer el mar».

Predrag Matvejevic, Breviario mediterráneo.

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Un programa al que atenerse

1. John Steinbeck, Al este del Edén, 1952:

«En una época como esta, me parece bueno y natural hacerme las siguientes preguntas: ¿en qué creo?, ¿por qué debo luchar y contra qué debo luchar?

Nuestra especie es la única capaz de crear, y posee solamente un instrumento de creación: la mente individual de cada persona. Nunca dos personas crearon algo. No existen buenas colaboraciones cuando se trata de música, arte, poesía, matemáticas o filosofía. Después de que ha tenido lugar el milagro de la creación, el grupo puede adaptarlo y entenderlo, pero nunca inventarlo. Lo valioso siempre está oculto en la mente solitaria de una persona.

Y ahora, las fuerzas reunidas en torno al concepto de grupo han declarado una guerra exterminadora a esa entidad rara y preciosa, es decir, a la inteligencia humana. Por el menosprecio, por el hambre, por las represiones, por las imposiciones y los martillazos del acondicionamiento, el espíritu libre y andariego se encuentra perseguido, aherrojado, embotado y emponzoñado.

Pero yo creo que la mente libre e investigadora del individuo es la cosa más valiosa del mundo. Y por eso lucharé a favor de la libertad de pensamiento, para que pueda seguir la dirección que desee, sin imposiciones ni ataduras. Y lucharé contra cualquier idea, religión o gobierno que limite o destruya al individuo. Así soy y así seré. Comprendo que un sistema construido sobre un molde determinado trate de destruir el espíritu libre, porque este representa una amenaza para su supervivencia. Por supuesto que lo comprendo, pero lo detesto, y lucharé contra ello para preservar lo único que nos diferencia de las bestias incapaces de crear. Si la gloria puede ser aniquilada, estamos perdidos».

2. Antón Chéjov, en una carta a Alekséi Pleschéiev, 1888:

«No soy un liberal, no soy un conservador, no soy un progresista, no soy un monje, no soy un indiferente. Me gustaría ser un artista libre, nada más (…). Odio la mentira y la violencia en todas sus formas (…). Considero un prejuicio las insignias y las etiquetas. Mi sancta sanctorum es el cuerpo humano, la salud, el intelecto, el genio, la inspiración, el amor y la libertad absoluta; liberarme de la violencia y de la mentira bajo cualquier forma: ese es el programa al que me atendría si fuese un gran artista».

3. Philip Roth, Pastoral americana, 1997:

«El cántico monótono de los adoctrinados, armados ideológicamente de la cabeza a los pies, el canto monótono, hechizado de aquellos cuya turbulencia solo se puede enjaular dentro de la sofocante camisa de fuerza del más supercoherente de los sueños. Lo que faltaba en aquellas palabras que su hija había pronunciado sin tartamudear no era la santidad de la vida…, lo que faltaba era el sonido de la vida».

[Actualización. Bola extra: «El matiz es tu tarea», también de Roth]

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Nostalgia y resistencia

“Caminar, en el mundo contemporáneo, podría ser una forma de nostalgia o de resistencia (…). La marcha es propicia al desarrollo de una filosofía elemental de la existencia, basada en una serie de pequeñas cosas; conduce durante un instante a que el viajero se interrogue acerca de sí mismo, acerca de su relación con la naturaleza y con los otros, a que medite, también, sobre un buen número de cuestiones inesperadas (…). El vagabundeo, tan poco tolerado en nuestras sociedades como el silencio, se opone así a las poderosas exigencias del rendimiento, de la urgencia y de la disponibilidad absoluta para los demás”.

David Le Breton, Elogio del caminar, (Siruela, 2011).

Camino de Gorostapolo a Xorroxin:

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El reportero tartamudo

En octubre conocí por fin en persona a Álex Ayala, el periodista vitoriano que lleva diez años en Bolivia. Es un tipo extremadamente generoso y amable, que me acogió varias noches en su casa de La Paz, con su familia -Karim, Xanon, Maitane: más majos que majos-, y que me dio unos buenos paseos por la ciudad.

Álex fue editor de varios reportajes míos en Pie Izquierdo, una revista fantástica que fundó y dirigió él mismo, que por desgracia desapareció, y en cuya resurrección digital confiamos -algún día, algún día…-.  Y, sobre todas las cosas, es un reportero pistonudo, un cazador de historias raras, curiosas, brillantes, reveladoras. Está a punto de publicar un libro con trece de sus crónicas: aquí podéis haceros una idea, incluso poner unos euritos para ayudar a que se publique y a cambio llevaros un ejemplar y algunos extras.

Un día tuve la suerte de ver a Álex en acción durante un rato. Me invitó a acompañarle a cierto tugurio inquietante de La Paz, en el que debía hacer una visita y una entrevista para un reportaje asombroso que anda preparando. Cuando se ponía a contarme los detalles de esa historia, a mí se me enfriaba la cena en el plato.

Al verle trabajar, hubo algo que me llamó la atención. Álex es tartamudo, y eso me quedó claro desde que vino a recogerme al aeropuerto, obviamente. Es una tartamudez fuerte. Pero cuando observé cómo enredaba en aquel tugurio, cómo paraba a cierto personaje por la calle, cómo preguntaba, cómo pedía una entrevista formal a gente de lo más curiosa, me dio la impresión de que su tartamudez se convertía en un modo de comunicación más hábil que los de otros que hablamos fluido. Me pareció que la tartamudez le daba a Álex alguna habilidad especial para observar, escuchar y para hacerse escuchar. No ignoro las dificultades que le acarrea -como cuando dice que algún amigo se queja de la mala cobertura de su teléfono: «Es que soy tartamudo, hijo de puta»-, pero pensé qué él era capaz de convertirla en ventaja.

Decir que Álex es tan buen reportero gracias, en parte, a su tartamudez, quizá sea mucho decir. Pero a mí, al menos, esa idea se me pasó por la cabeza. No me atreví a comentársela, por ese pudor que tenemos ante los defectos ajenos, y que en realidad revela un defecto nuestro. Pero el otro día encontré este maravilloso texto suyo sobre los tartamudos, en el que habla de los momentos difíciles y desesperantes, pero también de los orgullos y las ventajas de los tartamudos sinvergüenzas,  extrovertidos, que se atrancan con honra y que tienen una percepción más aguda de ciertas cosas, y oye…

Los tartamudos (los amo / los odio).

9

La mañana del uno

«Al día siguiente volvió el Principito.

-Habría sido mejor si hubieses vuelto a la misma hora -le dijo el zorro-. Si tú vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, desde las tres comenzaré a ser feliz. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado, inquieto; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si tú vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón… Los ritos son necesarios.

-¿Qué es un rito?

-También es algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día sea diferente de otros días; una hora, de otras horas. Hay un rito, por ejemplo, entre los cazadores. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. Entonces el jueves es un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores bailasen cualquier día, todos los días se parecerían, y yo no tendría vacaciones».

El principito, Antoine de Saint-Exupéry

*

Es escritor, escultor y escalador, tres labores que «requieren la misma destreza: quitar lo superfluo». A Mauro Corona le gusta «sentirse fatigado».

*

Fotos: crómlech de Elurzulo y subida al Adarra, la mañana del 1 de enero.

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Siempre y cuando solo desee un huevo de pingüino

La carrera del noruego Amundsen y el británico Scott por llegar al Polo Sur, tan legendaria y tan cargada de seducciones narrativas, ocultó otras historias terribles de esa misma época: las de las expediciones científicas que desarrollaron los hombres de Scott durante ¡tres años! aislados en la Antártida (1910-13). Una vez al año recibían la visita de un barco con provisiones y cartas de sus familiares. Para los británicos la conquista del Polo era una guinda, el gancho comercial y patriótico con el que financiaban una larguísima campaña de investigaciones y exploraciones polares. De exploraciones atroces.

El diario de Scott, en el que registró con una precisión escalofriante el regreso agónico del Polo Sur, hasta pocos días antes de su muerte y la de sus cuatro compañeros, a escasos kilómetros de un depósito que les hubiera salvado la vida, constituye uno de los textos más conmovedores de la historia. Muchísimos lectores recordarán la entereza, la elegancia y el amor de Scott en plena agonía. Se quedan grabados en la memoria momentos como aquel en el que el agotado Oates sale de la tienda, dice que quizá tarde un poco en volver, y se aleja para dejarse morir en el hielo y no retrasar más la marcha desesperada de sus compañeros.

Pero la tragedia de Scott y sus hombres solo es una parte de la epopeya británica en la Antártida entre 1910 y 1913. Apsley Cherry-Garrard, uno de los que rescataron los cadáveres congelados de Scott y compañía, relató las historias de aquellos tres años antárticos en un libro que se lee temblando: El peor viaje del mundo (hay edición de bolsillo, por 12 euritos).

El título hace referencia a una de las expediciones que se organizaron en aquellos tres años, el llamado «viaje de invierno», en el que participó el propio Cherry-Garrard. Tres hombres salen en pleno invierno antártico, completamente a oscuras y con temperaturas que caen a 60 grados bajo cero, porque esa es la única época en la que pueden recoger huevos de pingüino emperador. Los científicos creían que se trataba del ave más primitiva y que el estudio de sus embriones podría determinar si constituía el eslabón entre los reptiles y las aves. Así que los tres hombres pasaron cinco semanas de puro horror, en el filo de la congelación y la locura, para conseguir unos puñeteros huevos de pingüino.

Las setenta páginas de ese capítulo se leen como un relato terrorífico de Poe. Se alternan las descripciones del infierno antártico, la narración escueta de penurias inconcebibles y las circunspectas observaciones científicas sobre los pingüinos. «Durante aquel viaje empezamos a considerar a la muerte como una amiga», escribe Chery-Garrard. Y poco a poco va destilando un retrato de aquellos exploradores británicos tan heroicos como comedidos, «hombres de oro de ley, relucientes y puros», tan entregados a la vocación de la ciencia, con un sentido tan agudo de misión y sacrificio en aras del conocimiento humano. Lo más impresionante del relato no es el terror que producen las grietas invisibles en la noche antártica, las ropas congeladas «como armaduras de hielo macizo», la soledad de tres hombres sepultados en una tienda bajo una tormenta polar. Lo más impresionante es el temple: «No nos olvidábamos de pedir las cosas por favor ni de dar las gracias, lo cual significa mucho en tales circunstancias, ni de todos los pequeños vínculos con la dignidad y la civilización que todavía podíamos mantener. Juro que aún nos quedaban modales cuando llegamos tambaleándonos a la base. Y no perdimos la calma, ni siquiera con Dios»

El libro termina así: «La exploración es la expresión física de la pasión intelectual. Y diré una cosa: si tiene usted el deseo de saber y el poder para hacerlo realidad, vaya y explore. Si es es usted un hombre valiente, no hará nada; si es un hombre miedoso, es posible que haga mucho, pues solo los cobardes tienen necesidad de demostrar su valor. Hay quien le dirá que está chiflado, y casi todo el mundo le preguntará: ‘¿Para qué?’. Es que somos una nación de tenderos, y ningún tendero está dispuesto a parar mientes en una investigación que no le prometa un rendimiento económico antes de un año. Así que viajará usted prácticamente solo con su trineo, pero quienes le acompañen no serán tenderos, y eso tiene un gran valor. Si hace usted su correspondiente viaje de invierno, obtendrá su recompensa, siempre y cuando lo único que desee sea un huevo de pingüino».

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Si queréis ver un cajón con huevos de pingüino que quedó abandonado en la cabaña de Scott, visitad esta fantástica entrada de Fogonazos: Las cabañas abandonadas de Scott y Schakleton.

Apsley Cherry-Garrard

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El día en que se cumplen cien años de la llegada de Amundsen al Polo Sur, Iñurrategi, Vallejo y Zabalza llevan ya un mes de expedición para atravesar toda la Antártida pasando por el Polo, con esquíes, trineos y cometas. Como podéis ver en el mapa, ahora mismo se encuentran en el punto de no retorno, a unos 1.100 km de la base donde comenzaron la travesía y a unos 1.100 km del Polo:

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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