Archivo noviembre 2015

Los gunas, el pueblo anfibio amenazado por el océano

En cuanto soplan vientos fuertes y sube la marea, el océano amenaza con tragarse el archipiélago Gunayala. Veintiocho mil gunas (o kunas) viven en estos islotes coralinos sin relieve, en el Caribe panameño, y trescientas familias tienen ya un plan para trasladarse al continente.

Sin embargo, las obras de las viviendas, el hospital y la escuela que se iban a construir para ellos llevan años paralizadas. Los gunas están pendientes de la evacuación y de la cumbre sobre el cambio climático que se celebra en París a partir del 30 de noviembre. Los representantes de Panamá reclaman ayudas para amoldarse a un cambio que han producido otros.

El reportaje sigue en CNN.

Gunas Gunayala

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Tan ricamente

Pues nos lo hemos pasado tan ricamente durante esta entrevista.

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A su enemigo le esperaba una mujer

Vicente Trueba, la Pulga de Torrelavega, corona primero casi todas las montañas de los Alpes. Pero desde las cumbres hasta la meta quedan muchos kilómetros, los perseguidores se organizan y lo atrapan siempre. Un día se cae en la bajada, otro día pincha, otro se encuentra con un viento en contra terrible. Nunca consigue ganar una etapa. El día en que dos ciclistas lo atrapan casi al final y queda tercero en el sprint entre los tres, Trueba rompe a llorar.

El 12 de julio de 1933, el diario ABC publica estas líneas:

“Nadie podrá arrebatarle ya una doble satisfacción: la de que su imagen fulgure en la actualidad cinematográfica y la de haber perdido, en provecho de Archambaud, y a causa de la rotura de un freno, el primer puesto de la etapa Niza-Cannes. Porque en Cannes aguardaba a Archambaud una mujer: su madre”.

En la foto, Archambaud en la meta de Cannes.

Archambaud

(Photo by Keystone-France/Gamma-Keystone via Getty Images)

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París, la peste

El último párrafo de La peste, de Albert Camus:

«Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que la alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir a una ciudad dichosa».

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Por qué escribo tanto de penes

Por qué escribo tanto de penes, me preguntan.

Hace unos años publiqué un reportaje titulado ‘El hombre de los doscientos penes’.

Acabo de publicar el libro Cansasuelos, que empieza con este párrafo:

Neptuno tiene el pito muy pequeño. O eso parece, si miramos de frente al dios de bronce de la plaza mayor de Bolonia, si lo miramos por un costado, si lo miramos por el otro. En lo alto de una fuente, Neptuno se alza como el dios de los esteroides anabolizantes: qué brazos musculosos, tensos, venosos; qué hombros, qué pectorales, qué abdominales, qué muslos de esprínter de velódromo, qué dos nalgas como dos globos terráqueos. Los boloñeses lo llaman al zigant, el gigante. Con su pose amanerada, parece que está interrumpiendo una exhibición culturista para girar el rostro barbudo, observarte un momento y atravesarte con el tridente. Pero Neptuno, tan tenso, tan poderoso, tan tan, tiene un pene cacahuetesco. O eso parece.

El pene de Neptuno esconde un misterio y aparece varias veces en el libro.

Neptuno de Bolonia

Una vez presumí en público de que la expresión “pene cacahuetesco” iba a ser mi aportación a la literatura universal: al menos desde que existe Google, nadie había escrito ese sustantivo con ese adjetivo. Y después de la vanidad, viene la confesión: me he plagiado. El pene cacahuetesco ya estaba en el reportaje islandés y lo he trasplantado al libro italiano. En fin: quienes conocen las tentaciones del onanismo sabrán perdonarme.

Y aquí se acaba todo. Llevo escribiendo veinte años y he escrito sobre penes dos veces.

Diría, de memoria, que la parte del cuerpo sobre la que más he escrito son los pies. Recuerdo haber escrito sobre una nariz, sobre unos culos y un perineo, en el libro Cansasuelos dedico bastantes líneas a las manos. Nadie me pregunta por qué escribo sobre esas partes del cuerpo, pero en estos últimos días algunos lectores cabroncetes y algún periodista simpático me han preguntado varias veces sobre los penes. Que siempre hablo de penes, dicen. Cada vez que ven un pene, se acuerdan de mí. Incluso hubo un lector que me tiró un pellizco, acusándome de recurrir al caca, culo, pedo, pis -como si no fueran cuatro temas interesantísimos, por cierto.

Me ha hecho pensar: escribes sobre penes dos veces en veinte años y a la gente le llama la atención.

¿Qué os pasa a vosotros con los penes?

A mí me parece que los penes dan historias muy interesantes, al menos tan interesantes como los pies, la nariz, el culo, el perineo o las manos. A los humanos los penes les producen reacciones serias, divertidas, mojigatas, estrambóticas, vergonzosas, terribles, y su manera de mostrarlos o de ocultarlos revela un mundo. Sería muy estúpido renunciar a esas historias.

reclining_nudeModi 1 Bloomberg TV

Todavía más: ahora que algunos medios ñoños (Bloomberg TV y Financial Times) consideran que el coño y las tetas son partes ofensivas o vergonzosas del cuerpo, ahora que se las han tapado a un cuadro de Modiglani, escribir sobre penes se ha convertido en una tarea militante y hasta puedes sentirte levemente heroico. Así da gusto.

Bolonia

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Pasen y siéntense

Qué genios, le pusieron el nombre para que no fuera nadie. Isla de El Hierro.

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Almo beach

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Para pasear un poco

Hace unos días andábamos por la isla de El Hierro buscando a una persona de 97 años que desarrolló un oficio muy peculiar. Pronto escribiré sobre él. Antes, caminando por las montañas centrales de la isla, por Timbarombo, por la Cruz del Niño, por el Bailadero de las Brujas, encontramos a un cazador de conejos.

Hurón El Hierro

-Están mal los conejos, están enfermos -nos dijo-. Tienen la mixomatosis. Los perros se los encuentran ya muertos, están secos, con unos tumores así en la cabeza. Ya no cazamos con escopeta, la dejamos hace tres años, porque hay pocos conejos.

-¿Y cómo los cazan?

El cazador llevaba, colgado del hombro, un cilindro de madera. Era curvado, de unos sesenta centímetros de largo y veinte de diámetro. Abrió la tapa y se asomó un hurón: morro negro, cara blanca con máscara marrón, ojos de sorpresa como dos canicas negras, orejitas nerviosas. El cazador lo sacó, lo agarró del cogote y me lo mostró. El hurón quedó con las patas colgando en el aire, estaba tranquilo.

-Los perros localizan al conejo. El conejo se suele esconder en la madriguera, entonces metemos al hurón y lo hacemos salir.

-¿Y lo agarra el perro?

-Eso es.

El conejo es una especie exótica, introducida por los humanos en El Hierro, así que la caza sirve para controlar la población y que no se convierta en plaga.

-Cada vez cazamos menos, no sé ni para qué venimos ya. Para pasear un poco.

Hurón El Hierro2

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Merecen un nombre o no merecen un nombre

Merecen un nombre o no merecen un nombre las orquídeas, los jabalís, las bombas, los asesinados.

Publicamos un fragmento del libro Cansasuelos, en la revista Jot Down.

Cansasuelos

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El explorador que miraba y no veía

El explorador Abbadie levantó un castillo tintinesco en la costa de Hendaya, repleto de tesoros africanos y mensajes enigmáticos en los catorce idiomas que hablaba. Un hueco atraviesa las paredes del castillo y la biografía entera de Abbadie, un hueco acompañado por un lema: «No vi nada, no aprendí nada»

El porteador Bitawligne subía la montaña canturreando lamentos: ¡Ay, pobre de mí! ¡Mi patrón camina hacia las nubes! ¡Ay, madre mía, acaso me pariste para que yo caminara hacia las nubes!

Era el 13 de mayo de 1848 y los demás porteadores se habían plantado unas horas antes, asustados por la nieve, en el borde de los precipicios de esa montaña altísima a la que nadie subía jamás: era el territorio de los espíritus. En la cima se adquirían conocimientos poderosos pero el acceso estaba prohibido a los humanos. Bitawgline seguía, qué remedio, al Abba Diya, al padre del caballo blanco, hombre sabio, brujo europeo. Al Abba lo recibían en las cortes abisinias, le pedían bendiciones y trucos de magia, le pedían que adivinara el futuro, que hiciera de embajador para llevar a las hijas de los reyes a casarse con los hijos de reyes enemigos, le regalaban esclavos para sus expediciones misteriosas por el país.

El Abba Diya era Antoine d’Abbadie, explorador, cartógrafo, físico, astrónomo, etnógrafo, lingüista, nacido en Dublín en 1810, de madre irlandesa y padre vascofrancés. Y sí: perseguía un conocimiento que solo podía obtenerse en la cumbre del monte Bwahit.

Pero ese conocimiento le fue prohibido. Las nubes le impedían ver nada, ningún otro punto en las montañas, ningún horizonte para hacer sus triangulaciones y seguir cartografiando la cordillera etíope del Simen. Con una bruma tan espesa, el sextante y el teodolito que había acarreado Bitawgline hasta la cumbre no servían de nada. Abbadie le ordenó que encendiera un fuego y pusiera un cazo de agua a calentar. Luego sacó el hipsómetro de su estuche: un termómetro especial para sumergirlo en agua hirviente. El agua hirvió a 85,5 grados, así que Abbadie dedujo que la cima del Bwahit alcanzaba los 4 600 metros. En realidad mide 4 437 metros y es la tercera montaña más alta de Etiopía. Dos días después Abbadie escaló el techo del país: el picoRas Dejen, a 4 553 metros. Se entusiasmó. No por ningún afán deportivo: simplemente, en el monte más alto de Etiopía, esa tarde, no había tantas nubes. Pudo medir un tour d’horizon casi completo, una panorámica en la que determinó varios puntos lejanos con sus alturas.

Como temían los porteadores abisinios, la ascensión de Abbadie a las cumbres desató una maldición. El explorador estaba fascinado por los pueblos abisinios, pasó allí diez años, escribió el primer diccionario de la lengua amárica con quince mil términos, cartografió doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados —el equivalente a media península ibérica—. Los diez mapas de Etiopía fueron su aportación más perdurable a la ciencia, casi la única que no se desmoronó con el paso de los años. Pero esos mapas vinieron de maravilla a los generales del ejército italiano en su primera invasión de Abisinia, en 1895. «Debieron de ser muchos más los abisinios que murieron víctimas de los mapas de Abbadie que los que él pudo salvar del hambre y la enfermedad financiando las misiones», escribió su biógrafo Iñigo Sagarzazu.

Antoine d’Abbadie emprendió una de las exploraciones más apasionantes del siglo XIX, puso en marcha experimentos ingeniosos, hizo miles de observaciones, casi todo le salió mal. Aprendió que la mayoría de las veces no se ve nada, no se aprende nada.

Para seguir leyendo: El explorador que miraba y no veía (Jot Down).

Abbadie

 Fotografía. Bernard Blanc (CC)

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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