Archivo junio 2013

Y 48 tatarabuelos más

Xanti Pintxua, que debe de ser una de las cinco personas más majas del mundo, leyó Mi abuela y diez más y decidió hacerme un regalo muy trabajado. Me citó en la sociedad Esperanza, con su familia, sin decirme para qué. Nos sentamos junto a la vitrina donde guardan la bandera de La Concha ganada en 1950, la última obtenida por una trainera donostiarra, y la bandera de Santander de ese mismo año, ganada a “la poderosa Pedreña”, ganada precisamente a la trainera favorita del editor Emilio K.O., a la trainera que nuestra abuela Pepi odiaba ligera y remotamente.

Xanti me explicó que la mesa a la que estábamos sentados la había hecho mi abuelo Carlos, el carpintero rojo, el que sale en la primera línea de libro. Después abrió una carpeta y desplegó mi árbol genealógico, que él ha reconstruido de archivo en archivo.

Genealogikoa1

El árbol se ramifica hasta cinco generaciones anteriores a la mía, y los antepasados más lejanos son Sebastián Salaverría Echegarai (Lezo, 1814) y Benita Goenaga Elizalde (Rentería, 1816).

En la generación de mis tatarabuelos, siete de los ocho hombres aparecen con sus oficios: tres labradores, dos pescadores, un cantero y un miquelete (agente de las milicias forales). Las mujeres se dedicaban a las “labores propias de su sexo”.

El octavo tatarabuelo parece el más interesante. Xanti Pintxua no descubrió su oficio pero yo sí que lo sé. En un océano de aburrida pureza sanguínea, con cinco generaciones de apellidos vasquérrimos, con los antepasados más exóticos llegados nada menos que desde Azpeitia o Mutriku, de repente aparece mi tatarabuelo Epifanio García.

Nuestra abuela Pepi me había hablado de él: Epifanio era un carabinero riojano destinado en Bera. ¡Se nos coló un maqueto armado! Nuestro exótico García se casó con Juana Francisca Goñi  y de ellos nació Inocencia García Goñi, Iñuxentxi, cuyo retrato colgaba en la sala de nuestra abuela Pepi.

Al morir nuestra abuela Pepi, murió la última persona que recordaba a Iñuxentxi. Para nosotros Iñuxentxi ya solo es un rostro serio de una mujer que nos mira desde ese retrato de hace casi cien años. Para Pepi, Iñuxentxi era su madre, que murió de tifus en 1942 cuando ella tenía solo once años. “Murió el segundo domingo de las regatas de La Concha”, contaba Pepi. “Al día siguiente empezaba el curso escolar y la pobre amatxo todavía preguntaba por mí, a ver si la niña estaba preparada para ir a la escuela”. Pepi tenía su retrato en la sala, solía hablarle y a veces decía que al morir esperaba reunirse de nuevo con ella.

Xanti Pintxua me añadió una nota. Copio dos párrafos:

“Liburutik gehien gustatu zaidana izan da nola deskribatzen dezun ze goxo ta maitasunarekin bizitu zenituen une haiek zure guraso eta batez ere zure amona Pepirekin. Pepilogoa izan da benetan epilogo politena inoiz irakurri dudana.

Ikusita nola maite dezun zure familia, horra hor ba zure arbola genealogikoa. Espero dut gustatzea. Zenbat historio ote zure aintzinako senideak ikusita. Nik behintzat asko disfrutatu det inbestigatzen noiz eta nun jaio ziren.

Estimazio handiarekin,

Xanti”.

Genealogikoa2

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Matanza en el Nanga Parbat

Los talibanes han matado a tiros a diez u once montañeros en la base del Nanga Parbat, en Pakistán. Tenemos amigos escalando en la zona, en otra montaña del Karakórum, y seguimos las noticias con congoja. Además de pensar en la tragedia y el dolor por los asesinados, pienso también en los cientos de familias baltíes que se ganan la vida trabajando para los expediciones y para los grupos de turistas que caminan por aquellas cordilleras tan espectaculares. Estas familias de Baltistán, de las que salen los guías, los porteadores, los cocineros, los conductores, ya lo estaban pasando mal por el bajón de las visitas en los últimos años. Y ahora quizá perderán casi por completo esos ingresos extra que les ayudaban a mejorar su nivel de vida, basado en la agricultura y el pastoreo de pura supervivencia. Qué tristeza.

C14Foto: Alberto Iñurrategi.

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Qué leer después de morir

El Día del Juicio Final testificaré a favor de los amigos que me mandan postales y que me traen recortes de periódicos y libros estrambóticos. Algunos ejemplares recibidos: ‘Por los extraños pueblos: otro mapa de la Isla. Crónicas de La Gaceta de Cuba’ (gracias, J.F.), ‘My Scottish Ancestry. Helps you trace your ancestors’ (gracias, J.I.),  ‘Borracho estaba pero me acuerdo. Memorias de Víctor Hugo Viscarra’ (gracias, Á.A). «Tú que viajas, tráenos el mundo», me dijo una vez una amiga sabia.

J.I. acaba de traerme uno de los cien mil ejemplares que se quemaron hace unas semanas en Pilgrims, la mayor librería de Nepal.

En el último número de la recién desaparecida revista Altaïr, la estupenda sección de César Barba recomendaba nueve librerías alrededor del mundo. Una de ellas era precisamente Pilgrims, con sus cuatro plantas y sus «completísimos fondos bibliográficos sobre el Himalaya, la alta montaña y las religiones asiáticas». Para cuando la última Altaïr salió a la calle, la librería Pilgrims ya había ardido por completo. No me hagáis metáforas, anda.

Un poco cansado de tanta lista de obligaciones culturales, los malditos must, hace poco escribí que alguien debería recomendar por fin los cien mejores libros, películas, restaurantes y ciudades que debemos visitar DESPUÉS de morir. Este libro medio chamuscado y medio muerto de Katmandú parece una buena transición.

El libro huele a chimenea, a leña y a castañas asadas que da gusto. Lo tengo en la mesa de la sala, dándole aroma serrano a la casa.

1.000 places to burn

1000

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Este libro es una mierda

Don Emilio, editor de Libros del K.O., me cuenta esta escena de la Feria del Libro de Madrid.

“Un señor se acerca al puesto y me pregunta de sopetón:

-¿Cuántos tienes de este libro? –señalando a Mi abuela y diez más.

-Muchos.

-¿Cinco tendrías?

-Sí.

Y los compra. Yo me envalentono y le pregunto:

-¿Lo has leído?

-Sí.

-¿Te ha gustado?

 -No me ha gustado nada. Demasiado blando, parece de El Diario Vasco. A mí me gusta más épico. Como Nick Hornby, hay que leer a Nick Hornby. Es que estos de San Sebastián… Yo soy del Goierri y a los de Donosti les miramos desde arriba”.

Dice Emilio que los vascos estamos como putas cabras.

Yo le digo que ojalá hubiera más vascos en el mundo: señores que van adonde un librero a decirle que su libro es una mierda y le compran cinco.

*

Libros del K.O. está en la caseta 345 de la Feria del Libro de Madrid, en el Parque del Retiro, hasta el domingo 16 de junio. Y tienen un interesante catálogo de libros tan malos como los míos o peor. Si pasáis por allá, llevadles alguna cerveza. Y algo de picar, vale, pero que no tenga muchas grasas. Me tienen un poco preocupados en este aspecto.

En La2 les hicieron este reportajito. Y aquí Emilio cuenta cómo es la Feria del Libro vista por un editor, desde dentro de su caseta: aburrimiento, emoción, desesperanza y escenas tiernas y patéticas con sobrinos de cinco años.

Libros KO Feria

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Groenlandia cruje en papel crujiente

Os presento el primer e-book cuyas páginas se pueden arrancar, arrugar como un gurruño y meter dentro de zapatillas mojadas, se pueden subrayar con lápiz y se les puede doblar una puntica para marcar hasta dónde hemos llegado leyendo.

El librito ‘Groenlandia cruje (y tres historias islandesas)’ sale en papel. Se publicó solo en versión electrónica (se puede seguir descargando aquí por 2,99 euros) y ahora la editorial eCícero saca cuatro títulos de su catálogo en pulpa de celulosa secada y endurecida: los de Jon Lee Anderson, Alberto Salcedo Ramos, Jordi Pérez Colomé y este mío, el único sin segundo apellido del autor, por cierto, perdona, madre.

Está a la venta por 7 euros en las librerías de la cadena Elkar y en estas otras: Hontza (San Sebastián), Muga (Pamplona), Altaïr (Madrid y Barcelona-Raval), La Central (Barcelona y Madrid-Callao),  Cálamo (Zaragoza), Gil (Santander), Cervantes (Oviedo), Geli (Girona), Luces (Málaga) Oletvm (Valladolid) y Más de Libros y Anónima (Huesca).

Groenlandia cruje

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Satanás no quiere flores

«Nada más entrar al Museo de la Policía de La Paz (Bolivia), veo dieciséis rostros colgados de una pared con rastros de sangre. Son máscaras de yeso, tomadas a delincuentes célebres. Y las hemorragias están pintadas para darle, supongo, un toque emocionante a la entrada del museo. Supongo también que serán moldes de hace muchas décadas, una costumbre antigua y grotesca…

Pero el director del museo, el agente José Arancibia, señala una de las máscaras y explica que se la tomó él mismo en 2009 a Mario Alberto Avaroa ‘el Petas’, ladrón de coches. Una vez en prisión, Arancibia le cubrió el rostro con yeso, sacó el molde y luego lo pintó con su bigote, su perilla, sus cejas altas y sus mofletes sonrosados. “Era un tipo bien hábil”, explica el agente. “Lo atraparon varias veces pero siempre huía. En una de sus fugas mató a tiros a cuatro agentes. Lo apresaron porque se tropezó con los cordones de los zapatos. En la cárcel se convirtió en cabecilla de una banda y fue asesinado a navajazos por la banda rival”. Sostiene que las máscaras de delincuentes son “interesantes para la ciencia”.

Así empezó todo: con un difuso interés científico. El propio Arancibia escribe, en una breve historia del museo, que la idea se les ocurrió en 1935 a dos policías, “dos quijotes aguijoneados por una fiebre de inquietudes”. Montaron una exposición con ganzúas, llaves maestras y demás herramientas utilizadas en robos y asesinatos, y con “piezas anatómicas de delincuentes famosos que habían rendido cuentas al Creador”. Uno de los dos policías fundadores, Víctor Manuel del Castillo, pagó un soborno a un enterrador y entró de noche al cementerio para abrir una tumba y llevarse una calavera. Pertenecía a Hans Shell, un extranjero que fue asesinado en La Paz y cuyo cuerpo se momificó en pocos días, para pasmo de los agentes. Su cabeza momificada se convirtió en objeto de veneración. A algunas calaveras se les atribuían poderes y se utilizaban en interrogatorios para que los sospechosos, temerosos de mentir ante ellas, acabaran cantando. Es uno de los mil ritos, magias negras, ofrendas sangrientas y tratos con espíritus a los que recurren tanto policías como delincuentes en Bolivia, según investiga el periodista y amigo Álex Ayala, quien me ha traído entusiasmado al museo».

El texto sigue en la última página del último número de la revista Altaïr, que desaparece, ay. Los editores dicen que esperan volver dentro de un tiempo, de alguna manera, que se comprometen a intentarlo, y yo al menos, como colaborador y como lector, lo deseo con todas mis fuerzas.

Altaïr Parques USA

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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