Periodismo fuera de juego
Dos cosas.
Una. Me interesa muchísimo el fenómeno Orsai, la revista elaborada por un argentino chiflado, sin publicidad, sin intermediarios y con grandísimos periodistas, escritores y dibujantes, la revista que 10.080 personas de todo el mundo compramos antes de que se publicara, sin apenas saber lo que íbamos a recibir, y sabiendo que además luego la iban a colgar gratis en internet (el fin de la piratería, dicen).
No tengo ni idea de si la revista perdurará, así a botepronto me da la impresión de que su éxito es un caso excepcional debido al talento, la creatividad y el prestigio del director, no creo que se pueda convertir en un modelo generalizado. Pero me entusiasma el revolcón que han dado a los esquemas clásicos para elaborar y vender una revista en todo el mundo, encima de papel, encima con textos muy largos, encima cobrando a los lectores, encima pagando a los autores. Una vez entendido que ahora los medios tradicionales son sólo una de las vías para divulgar historias, y que tenemos más facilidades que nunca para buscar otras por nuestra cuenta, todos estos experimentos editoriales me parecen estupendos.
Dos. La revista, ya en la mano, tiene una pinta muy prometedora. He leído unas pocas páginas y me apetece mucho seguir con las que me quedan. Pero entre los pocos textos que he leído, el primero me ha dejado un poco frío y me ha hecho volver a pensar en un asunto ya recurrente en este blog: el del periodista que se hace pasar por alguien que no es, para luego contarlo.
En este caso, el periodista Alejandro Seselovsky ha escrito «La crónica del deportado«: él es un argentino que vuela a Barajas sin pasaporte, sin apenas dinero y vestido con «una muy perturbadora chalina palestina», con la intención de que los policías no le dejen entrar en España, lo detengan y lo deporten, para luego contarlo.
Bueno, va, el texto es interesante, me ha gustado conocer cómo funciona ese lugar de Barajas en el que retienen a los extranjeros a los que luego van a deportar. Vale.
Pero sabe a poco. A Seselovksy lo retienen un tiempo, lo tratan con amabilidad, recibe la ayuda de un abogado y del cónsul argentino y lo montan en un vuelo de vuelta a Buenos Aires. La realidad es así y está bien conocerla, el texto es honrado y no pinta aventuras ni dramas donde no los hay.
El problema es que sí hay dramas. Pero no son los de Seselovsky sino los de otras personas que comparten con él ese sector de inadmitidos de Barajas. Conocemos algunas peripecias de un albañil rumano, dos evangelistas brasileñas, un venezolano dueño de un locutorio… Y queda flotando un caso inquietante: el de una nigeriana joven, angustiada y llorosa, que desde la sala de inadmitidos hace una llamada aparentemente sin resultados. No sabemos nada más de ella. Y muy poco de los demás.
A mí me da que el trabajo periodístico más valioso estaba en contar a fondo la historia de esa chica nigeriana y otras por el estilo. Ya que hay miles de emigrantes rechazados en los aeropuertos europeos, en lugar de fingir ser uno de ellos ¿no sería mejor buscar a esos protagonistas verdaderos, escucharles y relatar sus historias, conocer de qué vida vienen y a qué vida aspiran y qué les está pasando en ese tránsito, cuáles son sus angustias y sus ilusiones, cómo han vivido esas horas o esos días en las salas donde recluyen a los inadmitidos, conocer los detalles y exponer el contexto? Es decir: menos autonarración y más periodismo.
Los periodistas que recurren a este método de hacerse pasar por otro suelen tener como referente a Günter Wallraff y su Cabeza de turco. En los años ochenta, Wallraff se hizo pasar por emigrante turco en Alemania, y el relato de la explotación laboral a la que le sometieron las grandes empresas del país resulta espeluznante. Eso sí: Wallraff vivió como un emigrante turco durante ¡dos años! Así que, aunque él siempre contaba con una escapatoria que los turcos de verdad no tenían, su historia acabó pareciéndose mucho a la que padecían los turcos de verdad.
Sus imitadores, unos más honrados y respetuosos que otras, fingen ser deportados, mineras o mendigos. Cuentan lo que les pasa a ellos mismos -siempre actores- y tratan de imaginar cómo será de terrible para los protagonistas de verdad, a quienes en ese mismo instante están reemplazando bajo el foco. No dudo de algunas buenas intenciones. Pero, en lugar del relato de un periodista que finge ser deportado, minero o mendigo, preferiría conocer el relato del deportado, el minero o el mendigo.