Archivo diciembre 2012

Ciclistas que pasean libros por el mundo

Estos de Cyclotherapy son una cuadrilla de viajeros ciclistas que tienen por costumbre recorrer el mundo a pedales y de paso transportar libros de una punta a otra. Luego van dejando los ejemplares a otros viajeros y les siguen la pista, como ese libro de Neruda que viajó por las carreteras de Oriente Medio y después navegó por el Adriático y acabó en Londres.

Uno de esos chalados, Iñigo Rumenige, salió de Vitoria a principios de septiembre, pasó un mediodía pedaleando por Castro Urdiales y por pura casualidad se enteró de que estábamos allí a punto de presentar Plomo en los bolsillos en el bar La Cierbanata (y de comenzar después la etapa Castro Urdiales-Peña Cabarga de aquel segundo Tour de Plomo).

Iñigo se acercó a saludar, abrió una de las alforjas y me enseñó el libro con el que había salido de casa esta vez.

Sí: Plomo en las alforjas, digo, en los bolsillos.

Dentro de unos meses, un par de estos ciclochalados viajarán a Alaska y desde allí pedalearán siempre hacia el sur, con la intención de recorrer la Ruta Panamericana hasta la Tierra del Fuego. ¡Uf! Con 23 años, yo dediqué unos buenos ratos en la biblioteca de la universidad a fotocopiar un enorme atlas, en los ratos de aburrimiento mortal entre un libro de géneros periodísticos y el siguiente, cuando andaba arrancando con una tesis doctoral que nunca arrancó. Fotocopié América página a página, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego, y marqué un trazo rojo que serpenteaba por las carreteras de norte a sur. Luego medía el trazo rojo con un cordón de zapato y, teniendo en cuenta la escala del atlas, calculaba así la distancia que separaba Alaska de Tierra del Fuego. Entonces, ejem, no había Google Maps.

Pedí a los Reyes Magos un atlas moderno, ¡el Atlas 2000!, porque incluía las distancias kilométricas en las carreteras de todo el mundo. Guardo las fotocopias de toda América atravesadas por ese trazo rojo, guardo el Atlas 2000 que compré para precisar mejor las distancias, y ahora viajaré de Alaska a Tierra del Fuego… a lomos de la web de estos ciclochalados.

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No quiero avisar a nadie

 El 25 de diciembre de 1956 encontraron el cadáver de Robert Walser sobre la nieve.

49 años antes de su muerte Walser escribió un libro titulado Los hermanos Tanner. En él, el eterno paseante Simon camina un día entero y al anochecer sube una ladera nevada. De pronto distingue un hombre tumbado sobre la nieve en un abetal. Es un amigo poeta. Está muerto.

Piensa Simon: “¡Con qué nobleza ha elegido su tumba! Yace en medio de espléndidos abetos verdes, cubiertos de nieve. No quiero avisar a nadie. La naturaleza se inclina a contemplar a su muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y las aves nocturnas graznan: es la mejor música para alguien que ya no tiene oído ni sensaciones. (…) Yacer y congelarse bajo unas ramas de abeto sobre la nieve: ¡qué espléndido reposo! Es lo mejor que pudiste hacer. La gente está siempre dispuesta a hacerles daño a las aves raras como tú, y a burlarse de sus sufrimientos. Saluda a los queridos y silenciosos muertos debajo de la tierra y no ardas demasiado en las eternas llamas del no ser”.

Simon sigue subiendo la montaña. “Solo al llegar arriba, al pastizal abierto, disfrutó plenamente del sublime espectáculo de esa noche espléndida, y rompió a reír con fuerza, como un niño que jamás hubiera visto un muerto. Pues ¿qué era un muerto? Oh, una incitación a la vida. Nada más. Un adorable recuerdo que evoca el pasado y nos impulsa a la vez hacia el futuro incierto y maravilloso. Simon sintió que su futuro aún habría de desplegarse generosamente ante él si era capaz de un trato tan sereno con los muertos. Se alegró profundamente de haber visto una vez más a aquel pobre ser desdichado, de haberlo encontrado en circunstancias tan misteriosas, en un escenario tan callado, tan elocuente, oscuro y plácido, de haber presenciado un fin tan noble”.

*

El libro El paseo, también de Walser, empieza así:

 “Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle. (…) El mundo matinal que se extendía ante mis ojos me parecía tan bello como si lo viera por primera vez. Todo lo que veía me daba la agradable impresión de cordialidad, bondad y juventud. Olvidé con rapidez que arriba en mi cuarto había estado hace un momento incubando, sombrío, sobre una hoja de papel en blanco. Toda la tristeza, todo el dolor y todos los graves pensamientos se habían esfumado, aunque aún sentía vivamente delante y detrás de mí el eco de una cierta seriedad. Esperaba con alegre emoción todo lo que pudiera encontrarme o salirme al paso durante el paseo”.

Otros fragmentos:

“Es divinamente hermoso y bueno, sencillo y antiquísimo, ir a pie. Suponiendo que las botas estén en condiciones”.

 “A la gente que va levantando polvo en un rugiente automóvil les muestro siempre mi rostro malo y duro, y no merecen otro mejor (…). Porque no comprendo ni comprenderé nunca que pueda ser un placer pasar así corriendo ante todas las creaciones y objetos que muestra nuestra hermosa Tierra”.

 “Hay cazadores y degustadores de novedades, echados a perder por exceso de estímulo, ansiosos de sensaciones, hombres que ansían casi cada minuto goces no disfrutados aún (…) La continua necesidad de goce y prueba de cosas siempre nuevas se me antoja un rasgo de pequeñez, falta de vida interior, alejamiento de la Naturaleza y mediana o defectuosa capacidad de comprensión. Es a los niños pequeños a los que siempre hay que mostrarles algo nuevo y distinto para que no estén descontentos”.

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Dramático pero no serio

El pasado viernes en Barcelona reavivamos una discusión de hace sesenta años, inútil, irrelevante y preciosa. ¿Quién le dio el bidón a quién, Bartali a Coppi o Coppi a Bartali? Lo que yo no esperaba era tener a un testigo de la época.

Presentamos ‘Plomo en los bolsillos’ en My Beautiful Parking, una fantástica tienda de bicis y medio museo arqueológico del ciclismo. Lo mejor es que tuvimos con nosotros a don Gerardo Fuster, un caballero amabilísimo que siguió como periodista varios Tours de los años 50 y fue amigo personal de Fausto Coppi. Don Gerardo sigue pedaleando con una bici que Coppi le regaló en 1957.

(Fotos de My Beautiful Parking, Gerardo Fuster y Alberto Sáez).

A finales de los años cuarenta, los italianos vivían entre enfrentamientos ideológicos y atentados que parecían llevarles a una guerra civil.  Una de las maneras en las que se hicieron la guerra fue a través de los dos campeonísimos: el conservador Bartali y el moderno Coppi. Entre ambos corredores existía una rivalidad feroz pero una buena amistad. La guerra entre bartalistas y coppistas fue algo “drammatico ma non serio”.

Entonces se publicó esta foto de Coppi y Bartali compartiendo un bidón de agua durante un Tour, una imagen que se convirtió en símbolo de la reconciliación nacional. Los italianos dedicaron años a discutir si fue Coppi quien pasó el bidón a Bartali o Bartali a Coppi. Yo tengo una hipótesis que cuento en el libro, don Gerardo tiene otra, y en realidad ni Coppi ni Bartali recordaban bien aquella escena, que no tenía nada de especial pero que se convirtió en un icono de la historia del Tour. Son estupendas estas discusiones que no tienen solución y que, si la tuvieran, sería irrelevante. Dan para varias cervezas y pinchos de los que prepararon la gente estupenda de My Beautiful Parking. Y como dijo don Gerardo, lo valioso de la foto es ver a dos rivales que comparten agua y que se respetan sin hacer caso de las trincheras.

Después de estar con tanta gente maja que nos acompañó, tenemos muchas ganas de organizar el tercer Tour de Plomo, dentro de unos meses, por rutas catalanas. Y esperamos que don Gerardo nos acompañe con la bici de Coppi. Seguro que se dedica a vigilarnos la vena trasera de la rodilla derecha, la que vigilaban los gregarios de Bartali para saber cuándo se le hinchaba a Coppi y cuándo debían atacarle.

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El mundo vacío con un catalán fumando un porro

Subí a la Mola de Genessies pero no quise regresar por el mismo camino. Según mi mapa cochambroso, un sendero bajaba por la otra cara, luego supuestamente daría un rodeo circular y me llevaría por otro valle de vuelta a Vandellós (Tarragona), mi punto de partida. Un paseo de tres horas.

Encontré un sendero evidente y lo seguí. Descendí en picado, me metí por el fondo de un barranco entre roquedos y pinares, y me alejé cada vez más y más en dirección opuesta a Vandellós. Aquel camino no giraba en ningún momento hacia mis espaldas. Me inquieté un poco, pero el sendero seguía siendo evidente y, si desaparecía durante un tramo, me encontraba con hitos de piedra que indicaban la dirección. Así que por narices tenía que llevarme hasta alguna pista forestal o algún pueblo.

Mi cerebro, que es muy graciosillo, recordó la historia de aquel excursionista que se perdió en la sierra de Urbasa y sobrevivió a una noche de temperaturas bajo cero porque imitó la película Dersu Uzala y se forró el interior de la ropa con hojas. Y para aumentar mis recursos de ingenio y supervivencia, también recordó a aquel chico solitario que caminaba por un cañón de Utah cuando le cayó un desprendimiento de rocas. Las piedras lo arrastraron un trecho y se quedó con un brazo aprisionado bajo una roca enorme. Después de muchas horas atrapado, viendo que nadie llegaría para socorrerle, sacó una navaja, se cercenó el antebrazo y caminó hasta su salvación. Palpé mi modesta navaja y pensé que con aquella hoja roma y con mi legendaria habilidad para las manualidades yo iba a montar una tremenda carnicería y lo iba a dejar todo perdido. Abrí y cerré la mano varias veces. Probando, probando.

A ratos el sendero salía de los barrancos y los pinares y subía claramente por laderas despejadas hasta collados.  Eso me daba ánimos. De algo me tenía que servir haber leído tanto a Cormac McCarthy, todas esas páginas y más páginas de jinetes que recorren sierras, barrancos y mesetas, que pisan y nombran un mundo vacío, que dicen una frase cada treinta páginas, una frase siempre filosófica y buenísima sobre el mundo y los caminos y los mapas y tal.

(Desde la Mola de Genessies, hito de piedras y vista de las sierras de Tivissa que no debía atravesar y que atravesé por despiste).

El mundo vacío está muy bien. Pero cuando encontré una casa de piedra en una hondonada y cuando detrás de la casa encontré a un montañero catalán sentado en una roca y fumando un porro, di gracias a los dioses. El mundo vacío está muy bien pero está mejor si incluye un catalán fumando un porro. Hace trece años, cuando llegamos en moto al acantilado de Cabo Norte, Noruega, latitud 71, había dos catalanes fumando porros.

Este de ahora me explicó cómo subir hasta una cercana pista forestal. Luego debía seguirla a mano derecha durante una hora hasta alcanzar un collado. Allí encontraría a mis pies el pueblo de Tivissa.

Llegué a Tivissa tras cinco horas de caminata sin pausa. En un bar me dijeron que a los tres cuartos de las tres (a las 14.45, ¿no?) saldría el autobús, el único de la tarde, que me llevaría de vuelta a Vandellós. Pedí un bocadillo de jamón con tomate y el hombre del bar me dijo que si me preparaba el bocadillo quizá perdería el autobús.

Pensé que a Homero se le fue ocurriendo la Odisea con cuatro cosicas de estas. Un catalán fumando un porro en mitad del mundo vacío. Un mesonero que te obliga a elegir entre el bocadillo de jamón con tomate y el autobús de regreso a casa.

Me llevé el bocadillo, me lo comí camino de la parada, viajé como pasajero único del bus hasta Vandellós, volví a casa, me tumbé un rato antes de ducharme, me quedé dormido y al despertar ya había anochecido.

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Estrenar diciembre y ya de paso cerrarlo

El sábado 1 tocaba estrenar diciembre y sus nieves. En vez de subir al Txindoki por el camino de los epa (epa…, epa…, epa…, epa…, epa…), el Maquinetti propuso subir por la hendidura que abre la regata de Muitze. Se cumplió su intención: en la primera hora y media no vimos a nadie. Yo descubrí un cacho de mundo que no conocía y que parecía casi sin estrenar. Casi. Veíamos las huellas recientes de un par de botas y de un perro.

Nieve profunda, viento norte, cumbre, higos, saludos y bajamos por el camino habitual y concurrido (epa, epa, epa). En el ostatu de Abaltzisketa comimos arroz con hongos, alubias con berza y morcilla, pollo de caserío, pantxineta y café. Lo declaramos el mejor banquete de todo diciembre, sin necesidad de esperar treinta días más.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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