EBRO

El arrocero del fin del mundo

Salto otra vez varias semanas atrás, desde Cerdeña hasta el delta del Ebro, para colgar en este blog la columna que publiqué hace unos días en El Diario Vasco a propósito del arrocero Dani Forcadell, uno de los encuentros más interesantes de este viaje a pedales.

DOS METROS SOBRE TIERRA

Salimos pedaleando de casa y llegamos al fin del mundo. Aquí termina el camino, en la desembocadura del Ebro, en un terreno arenoso a punto de hundirse entre las aguas. Hace seis meses la borrasca Gloria sumergió durante días esta llanura que no pasa del metro y medio de altitud. Ni Ushuaia ni Nordkapp: no conozco un fin del mundo tan convincente como el delta del Ebro.

Aquí trabaja Dani Forcadell, 48 años, en este laberinto de canales, lagunas y arrozales, entre patos, garzas y flamencos. Y mosquitos, muchos mosquitos. “En el delta no cuaja el turismo masivo. Tenemos mosquitos, playas salvajes con vendavales, sigue siendo un territorio bravo y eso nos libra de convertirnos en otro parque temático”. Contra el menosprecio a los pagesots, a los agricultores, Dani abandonó la ingeniería informática para dedicarse al arroz como su padre y su abuelo. No con la azada y el sombrero de paja, como creen muchos, sino con tractores de GPS y pala láser, con tecnología para erradicar malas hierbas y peores bichos sin dañar el entorno. Enumera las angustias de febrero a noviembre -demasiada lluvia, demasiado calor, demasiado frío, viento seco, hongos, plagas de caracoles, acoso creciente del mar-, pero le brillan los ojos cuando fantasea con una temporada de circunstancias y decisiones perfectas. “Me rompo la cabeza para mejorar cada año esta tierra”, dice, con los pies en el barro y la cabeza a 1,75 m, abarcando así el delta entero.

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Se acaba el mundo

Salimos pedaleando de casa y llegamos al fin del mundo. Aquí termina el camino, en la desembocadura del Ebro, en un terreno arenoso a punto de hundirse entre las aguas. La tierra baja, el mar sube, hace seis meses la borrasca Gloria sumergió durante días estas llanuras que no pasan de un metro de altitud. Ni Ushuaia ni Nordkapp: no conozco un fin del mundo tan convincente como el delta del Ebro.

Es un territorio de 320 km2 sin una sola piedra, formado solo por los sedimentos que acarreó el río y que desde hace medio siglo se quedan atascados en los pantanos de Mequinenza y Ribarroja. Hasta entonces el delta crecía, ahora retrocede. En un laberinto de canales, lagunas y arrozales, entre patos, garzas y flamencos, trabajan a ras de mar los arroceros como Dani Forcadell, nieto de una estirpe que ha vivido siempre de puntillas en esta tierra del fin del mundo. Paseé con Dani por sus arrozales, os traeré sus historias.

Aquí termina nuestro pequeño viaje transiberiano. Dentro de unos días pasaremos en barco a Cerdeña para seguir pedaleando.

Por cierto, ¿qué hay en el final del mundo? Un faro, por supuesto. ¡Y una rotonda! El ciclista llega a la desembocadura del Ebro y hala, vuelta pa’ Cantabria.

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De Belchite a Tortosa por el fondo del mar

 

Dormimos en un pequeño pinar de Belchite y a las arañas les bastó una noche para tejer sus telas en nuestras bicis. Daba pena romperlas, intentamos dialogar para que se subieran a las alforjas y vinieran con nosotros, pero nada, las arañas se enredan y se enredan, no hay manera de entenderse con ellas. Andan a lo suyo. Como nosotros, claro.

Dormimos a quinientos metros del pueblo destruido durante la Guerra Civil, guardo alguno de los relatos para más adelante.

A partir de Belchite cruzamos unos secarrales infinitos. Son los fondos salados de un mar antiguo que se vació cuando se abrieron las montañas costeras y las aguas fluyeron hacia el Mediterráneo, como hace ahora el Ebro para drenar toda esta cuenca. Pedaleamos una recta de veinte kilómetros, hasta un cruce para tomar en diagonal la siguiente recta de otros veinte kilómetros. En estas tierras pardas se alzan los altísimos molinos eólicos, con sus aspas gigantescas girando en un cielo casi blanco de puro sol, y a sus pies aparecen, muy de vez en cuando, granjas de adobe desmoronadas. Es una visión entre futurista y decadente, parecen las ruinas de alguna colonia marciana fracasada.

En La Puebla de Híjar tomamos una vía verde muy prometedora: la vieja vía ferroviaria del Val de Zafán, que conectaba la línea Barcelona-Zaragoza con Tortosa, ya casi en el mar. El primer tramo se nos hizo muy pesado. El firme no es muy firme, es gravilla gruesa, a veces una bruta alfombra de pedruscos, por los que íbamos traqueteando y con viento fuerte en contra, muy lentos. Necesitamos dos horas para recorrer unos veinte kilómetros hasta Puigmoreno y llegamos agotados a Alcañiz, fin de nuestra quinta etapa.

A partir de Alcañiz el asunto mejoró. Dejamos atrás los secarrales y nos metimos por unas colinas calizas cubiertas de pinos, carrascas y enebros, con petachos de olivos y almendros, con mariposas blancas que nos hacían cosquillas en la nariz. En Valdealgorfa, cuando solo aspirábamos a un bocata de tortilla, comimos en El Claustro unos raviolis rellenos de crema de setas que ya nos anticipaban la Toscana. Los digerimos pedaleando a la fresca por el túnel del Equinoccio: una vieja galería ferroviaria de 2,2 km que atraviesa el meridiano cero. En los equinoccios, el sol atraviesa este túnel de boca a boca, de hemisferio a hemisferio. Así pasamos al otro lado del mundo sin salir de la provincia de Teruel. Suena bien como lema para un viaje.

Teruel existe mucho: en dos hemisferios a la vez.

Entre pinares y vegas, la vía verde es cada vez más cómoda y más bonita. La única pega es que el tren tenía estaciones –ahora casi todas arruinadas- que quedaban a varios kilómetros de los pueblos, así que conviene desviarse de vez en cuando, por ejemplo para bajar a Valderrobres y darse un chapuzón en el río Matarraña a los pies del tremendo castillo gótico.

Repito las deformaciones del viajero en bicicleta: se encuentra con el castillo gótico de Valderrobres y piensa: por fin un tramo protegido del maldito viento en contra de los últimos días, qué alivio de cincuenta metros, viva el arzobispo, más grande lo tenía que haber mandau hacer.

En esta comarca del Matarraña veíamos ya la imponente muralla de calizas y pinos que nos separaba del Mediterráneo. Desde Lledó, donde pasamos la noche en nuestra amiga y magnífica Casa de las Letras, cruzamos ya a Tarragona y gozamos en el tramo más dulce de todo el viaje: un suave descenso de treinta kilómetros por los túneles y por el camino bien apisonado del antiguo tren, asomado a las peñas, los barrancos, los arroyos y los manantiales del parque dels Ports.

Desembocamos en el Ebro, aquí tan ancho y poderoso, justo donde rompe la barrera montañosa para salir al Mediterráneo. Por un oasis de frutales, huertas y palmeras llegamos a Tortosa. Terminaremos esta parte del viaje en un paisaje que me fascina desde crío: el delta del Ebro. Y ya he quedado con un arrocero peculiar para que dé un paseo por los arrozales.

Pero antes dejamos las alforjas en Tortosa para subir al Mont Caro, un puerto espectacular que sube 1.400 metros de desnivel entre murallones calcáreos, con vistas sobre la vega verde del Ebro. Los últimos 13 kilómetros rozan el 9% de pendiente media. En la cima esperábamos tremenda panorámica sobre el delta. Os dejo la foto y vosotros hacéis las metáforas sobre la vida.

Bueeeeno: la nube solo estaba enredada en la cima. Hasta allí la subida al Mont Caro se veía espectacular, con el Ebro mil y pico metros más abajo. Estamos muy a favor de la caliza: pensar que estas moles son polvillo de conchas y caparazones de bichos marinos acumulados en el fondo del mar durante millones de años…

En el delta, en cambio, no hay ni una sola piedra en 320 kilómetros cuadrados. Es un territorio de sedimentos arrastrados por el Ebro, una inmensa planicie que se adentra en el mar, un fin del mundo en el que los nativos viven de puntillas, mientras el suelo se hunde y las olas amenazan con tragárselo todo. Bajaremos a recorrerlo.

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Cómo mear en tres mares a la vez

Siento un aprecio especial por las personas que han descubierto con la lengua la constitución triple del plátano. Es decir: si muerdes una rodaja de plátano, te la metes en la boca y aprietas suavemente con la lengua justo en el centro de la rodaja, se dividirá en tres partes.

Quienes comen los plátanos con tenedor y cuchillo (!) destrozan las  delicadas atenciones de las plantas musáceas, que nos entregan sus frutos con un envoltorio idóneo para conservarlos, abrirlos y comerlos sin mancharnos. Aún peor: ignoran su secreta simetría.

Me comí un plátano en el Pico Tres Mares (2.175 m), sobre el circo cántabro de Brañavieja. Si una lengua colosal apretase esta cumbre hacia la profundidad de la tierra, del vértice se desgajarían tres enormes pedazos: la cuenca del Nansa, la del Pisuerga y la del Ebro. Es la Gran Montaña Plátano.

En esta cumbre, si has bebido mucho y te has aguantado las ganas como para acumular un chorro con cierta potencia, puedes cumplir una experiencia maravillosa: te pones a mear, vas girando sobre ti mismo y consigues que tus líquidos corporales lleguen a tres mares en un solo golpe de riñones. Por una ladera fluyen hacia el Nansa (que desemboca en el Cantábrico), por otra hacia el Pisuerga (que va al Duero y por tanto al Atlántico) y por otra hacia el Ebro (y así al Mediterráneo).

Porque el Ebro nace en las faldas de esta montaña, por mucho que un apunte de Plinio el Viejo, las jotas aragonesas y la conveniencia turística sitúen el nacedero oficial en Fontibre –Fontes Iberis-, abajo en el valle. En Fontibre brota un manantial muy coqueto, represado en un estanque, con su estatuilla de la Virgen del Pilar, su bosquecito, sus senderos, su restaurante y su oficina de turismo. A esa surgencia la llaman Nacedero del Ebro: tururú.

Al Ebro de Fontibre se le añade pronto el río Híjar. Pero el río Híjar viene desde más lejos y desde más arriba, viene desde Brañavieja. Ahí manan, aunque queden a desmano para el turista, las verdaderas fuentes del Ebro.

John Speke en las fuentes.

Claudio Magris cuenta en El Danubio cómo el sedimentólogo Amedeo busca la verdadera y definitiva fuente de aquel río. Sigue cauce arriba el último afluente, alcanza una pradera encharcada, remonta los hilos de agua que llegan allí y se encuentra con un caserío, que tiene un canalón del que mana un chorro permanente. El agua llega al canalón desde un lavadero, que se llena con un grifo que nadie consigue cerrar, conectado a una vieja tubería de plomo que viene bajo tierra quién sabe ya desde dónde.  “¿Y qué sucedería si cerraran ese grifo?”. Magris imagina Bratislava, Budapest y Belgrado secas, los objetos antiguos y las osamentas en el inmenso cauce del río vaciado.

J. y yo también fantaseamos con el alcance de un minúsculo acto nuestro para Logroño, Tudela, Zaragoza y Tortosa.

Meandro en el Ebro.

Saludos especiales a J. y N., buscadores de hirumugarrietas, laumugarrietas y trifinios.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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