Archivo octubre 2015

Ya llega ‘Cansasuelos’

Si notáis un olor a pies en las librerías, es porque ya ha llegado ‘Cansasuelos’ (Libros del K.O.).

De la contraportada:

«Ander Izagirre cruzó los Apeninos a pie, desde Bolonia hasta Florencia. Luego escribió un libro en el que hay nazis, centauros, un hombre volador con alas de madera, doscientos mil bárbaros traicionados por un cuñado, dos señores que leen a Tito Livio y se ponen a excavar en el bosque durante dos años sin decir nada a nadie, una hostalera que esconde a Garibaldi, un hostalero que devora a sus huéspedes; hay una historia de amor, hay neurología, hay alquimia; hay una competición entre un pene de bronce y un pene de mármol. Izagirre consiguió escribir un libro en el que hay todo eso y en el que no ocurre nada. Bueno, sí: un perro llamado Rambo tropieza con una señora de 82 años llamada Anna y la tira al suelo».

La portada:

Cansasuelos

De venta en librerías y en la web de Libros del K.O.

4

Un retrete en el desierto para la reina Isabel

Australia es un país muy raro, una isla enorme que se separó de las demás tierras hace cincuenta millones de años y que evolucionó por su cuenta. Se nota en cuanto uno pisa el aeropuerto de Sídney y acude a la oficina de cambio. En las diversas monedas australianas aparece una colección de seres estrambóticos: canguros, emúes, koalas, ornitorrincos y la reina Isabel II.

El ornitorrinco es un monotrema: un mamífero que pone huevos y que tiene cloaca, como las aves y los reptiles; o sea, un orificio único para tragar, excretar y reproducirse. Además, es un bicho nadador con pico de pato, cola de castor, patas de nutria y espolones venenosos. Y tiene un sistema de electrolocalización: para cazar a sus presas en el agua, cierra los ojos y la nariz y detecta los campos eléctricos que producen los movimientos musculares de otros animales.

Isabel II es una monarca: se llama Elizabeth Alexandra Mary, pertenece a la casa Windsor, tiene 89 años, se parece a Xabier Arzalluz con una bola de algodón de azúcar en la cabeza, y suele aparecer en público tocada con coronas, tiaras, sombreros o pamelas, adornada con lazos, plumas y floripondios, vestida con una amplia gama de colores que va alternando en función del hábitat. Según explican los observadores especializados, cuando Isabel II visita un hogar de ancianos, elige un color brillante para que puedan identificarla los viejitos que ven mal. Cuando va a plantar un árbol o a inaugurar un jardín, evita el color verde para no ser redundante. Cuando visita escuelas, lleva sombreros con flores o plumas para atraer la atención de los niños. Después de usar un color -por ejemplo, un traje de chaqueta y falda azul cielo, o un vestido de amarillo pastel y rosa, o el vestido de color melocotón que se puso en la apertura de los Juegos Olímpicos de Londres para que su tono no coincidiera con el de ninguno de los países participantes-, después, digo, no volverá a usar ese color durante muchos meses. Elizabeth Alexandra Mary, que lleva pequeñas pesas en el dobladillo de los vestidos ligeros para que el viento no descubra sus piernas, es jefa de los cincuenta y tres Estados de la Mancomunidad de Naciones –repartidos por todos los continentes salvo la Antártida-, es reina de dieciséis de esos Estados, gobernadora suprema de la Iglesia de Inglaterra y Defensora de la Fe.

Estas dos formas extravagantes de la vida terrestre, Isabel II y el ornitorrinco, han coincidido algunas veces en el mismo territorio.

El texto completo está en el número de septiembre de Jot Down.

7529077_Queen_inspects_enlargement_tcm16-38354

Foto: La reina Isabel II visita Australia en 1954. National Archives of Australia.

2

Una visita a Chernóbil y a sus supervivientes

En el número 1 de la revista Jot Down Smart, que se vende durante todo octubre con el diario El País, viene el reportaje que escribí sobre Chernóbil: «No sabíamos que la muerte pudiera ser tan bella».

Vasili Koválchuk recibió una llamada el mediodía del 26 de abril de 1986.

—Me dijeron que me presentara inmediatamente en Chernóbil. No me explicaron para qué.

Koválchuk tiene ahora 55 años, viste vaqueros, chaquetón de camuflaje y una gorra que se quita para mostrar una cicatriz que le atraviesa en diagonal la ceja derecha y le distorsiona levemente la mirada. Le eleva la ceja, le marca una especie de gesto de sorpresa permanente. Es una variación del famoso «collar de Chernóbil», el tajo que muchos ucranianos y bielorrusos llevan en la base del cuello, señal de que les han extirpado la glándula tiroides para curarles el cáncer producido por la radiación. A Koválchuk le extirparon un osteoma, un tumor óseo que le creció encima de la ceja.

Cuando el reactor número 4 de Chernóbil explotó a la 01.23 de la madrugada, Koválchuk dormía a catorce kilómetros de allí, en su aldea natal de Korogod (Ucrania, cerca de Bielorrusia). Él era un soldado soviético de veintiocho años. Aquel sábado tenía fiesta. Se despertó, desayunó y salió al campo a sembrar patatas con sus padres. Era un sábado estupendo, recuerda Koválchuk, una mañana calurosa de primavera. Tomó la azada y se puso a cavar bajo un cielo despejado y luminoso.

A esas horas la central ardía. Una explosión había destruido el núcleo del reactor y había reventado el techo del edificio. El combustible nuclear y los materiales de la central, fundidos en una masa incandescente, ardían a dos mil grados de temperatura, y de esa hoguera atómica se elevaba una columna de humo de mil quinientos metros de altura. Mientras Koválchuk cavaba la tierra en camiseta de tirantes, del cielo caía una lluvia invisible y silenciosa de cesio, estroncio, yodo, plutonio, neptunio, circonio, cadmio, berilio, lantanio, rutenio y otras partículas radiactivas.

—Me presenté en Chernóbil, me dieron una pala y me mandaron corriendo a llenar sacos de arena.

Seguir leyendo: «No sabíamos que la muerte pudiera ser tan bella» (Jot Down).

cerrados

Una carretera construida para castigar a los ciclistas

El Muro de Sormano es una carretera trazada en 1960 para que los ciclistas sufrieran más en el Giro de Lombardía. Se subió en tres ediciones, pero resultó tan terrible que lo abandonaron durante medio siglo.

Muro-sor1

En 1960 el patrone Torriani se empeñó en que debían torturar más a los ciclistas. Ya estaba harto de que un pelotón numeroso superara las cotas del Giro de Lombardía sin mayores problemas y de que el triunfo se decidiera en un sprint masivo. Habían pasado los años épicos de Bartali y Coppi, de las cabalgadas solitarias, y el palmarés se le estaba llenando de velocistas: Van Looy, Defilippis, Darrigade. La subida emblemática de la prueba, el santuario del Ghisallo, ya no era aquel camino embarrado de los años treinta y cuarenta, plagado de socavones, que desperdigaba a los ciclistas. Era una carretera bien asfaltada, que ya daba poco miedo.

Y el patrone Vincenzo Torriani, organizador de las mayores carreras italianas, sabía que una de sus tareas consistía en hacer sufrir a los ciclistas. Él introdujo la subida al Poggio —y su descenso revirado— para electrizar el final de la Milán-San Remo; él se atrevió a mandar a los ciclistas del Giro de Italia al Gavia y al Stelvio, rozando los tres mil metros de altitud en mayo, con paredes de nieve a los costados, con tormentas, con nieblas; y él llamó un día a Angelo Testori, alcalde del pueblo de Sormano, para que le buscara alguna subida empinada, cerca del Ghisallo.

El alcalde Testori conocía un camino en el bosque. Solía pasear monte arriba, cruzaba el puente de Corno —apenas una pasarela de madera sobre el torrente— y trepaba por un sendero tan empinado que le obligaba a apoyarse a ratos en los castaños para recuperar la respiración. El sendero llegaba a la Colma di Sormano, un collado en el que había un par de cabañas. Testori llamó a Torriani, organizador del Giro de Lombardía: tenía la subida, el único problema era que se trataba de una mulattiera, un camino de mulas.

Torriani decidió que eso no iba a ser un problema: lo ampliarían y lo asfaltarían, construirían una carretera en esas montañas que se alzan sobre el lago de Como, solo para endurecer el Giro de Lombardía. Aquella nueva carretera subía 297 metros de desnivel en 1,7 kilómetros: una pendiente media del 17,5%, con rampas máximas del 25%, una barbaridad.

Cuenta el periodista Pino Lazzaro que Torriani tenía miedo de que aquello se convirtiera en un «spingi, spingi» (¡empuja, empuja!). Por eso colocó a algunos voluntarios en la subida, para impedir que los espectadores empujaran a los ciclistas y distorsionaran la carrera. En los tramos más vertiginosos, instaló una red metálica para que los corredores no se salieran del camino y se despeñaran. Y prohibió el acceso de los coches de los equipos: los mecánicos cogerían las ruedas de repuesto y subirían con ellas en unas Vespas dispuestas por la organización.

Para seguir leyendo:  «Una carretera constuida para castigar a los ciclistas» (Jot Down).

 

cerrados

Apaiz gerrillariaren ezkutalekua

Apaiz gerrillariaren ezkutalekua liburua atera dut Elkar argitaletxean, euskara ikasleentzat. Maite Mutuberriaren marrazkiak dauzka.

Aramaioko mendietan badago sarrera estuko kobazulo bat, azeriak bakarrik sartzeko modukoa. Hantxe ezkutatu zen apaiz gerrillaria, afusilatu nahi zutenengandik ihesi. Kobazuloa ezagutuko dugu, baita Euskal Herriko beste bederatzi txoko eta sekretu ere: erromatarren meatzeak, munstro ehiztarien etxeak, dinosauroak suntsitu zituen meteoritoaren errautsak, Erdi Aroko mezu harrigarriak….

Apaiz gerrillariaren ezkutalekua

cerrados

Escribe tu correo:

Delivered by FeedBurner



Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
(Más sobre mí)