Archivo julio 2014

Designios en Milán

En el monte me gusta la caliza, más que la arenisca; en los edificios me gusta la arenisca, bastante más que el mármol, y en los templos me gusta el románico, mucho más que el gótico. Aun así, cómo no, el lunes pasé un rato largo en la plaza del Duomo, mirando la catedral de Milán, su bosque de pináculos, sus cinco naves escalonadas que pueden albergar a cuarenta mil personas (dos tercios de la población de Groenlandia: al resto los sentaríamos sin problemas en las terrazas de los alrededores).

El lunes no era buen día para un inuit en Milán. Hizo una tarde de bochorno. También prefiero mucho calor que un poco de frío.

A las siete de la tarde se hizo de noche y rompió la tormenta. Diluvió sobre el mármol, el agua resbaló por los muros, la catedral brilló en la oscuridad, los turistas corrimos a refugiarnos en las galerías y la plaza quedó desierta. Un chico con sandalias, pantalones cortos y camiseta amarilla cruzó en diagonal, caminando con calma bajo el chaparrón, y un par de veces se llevó la mano al pelo largo empapado, para retirárselo de la cara. La lluvia echó a los turistas y a los vendedores de recuerdos, obligó a guardar las cámaras, limpió la plaza, disolvió el presente y nos permitió el extraño lujo de ver la catedral sola, una cordillera geométrica de mármol, radiante y sola, en un instante que podría pertenecer a cualquier año de los últimos quinientos. Las gárgolas, dragones a veinte metros de altura, abrían las fauces, vomitaban chorros violentos y se oía cómo rompían las cascadas contra la plaza.

*

En la cercana plaza de la Scala hay una exposición titulada ‘Il mondo di Leonardo’, con reconstrucciones inéditas de los inventos de Leonardo da Vinci. Cuelga del techo la máquina voladora, con un muñeco instalado en un cubículo de madera, que mueve piernas y brazos para accionar las alas de lino. Da Vinci quiso construirla en un recinto secreto junto a la catedral de Milán, para inaugurar aquí el vuelo humano. También están el submarino a pedales, la máquina que intenta el movimiento perpetuo, el murciélago mecánico, la libélula mecánica, el león mecánico, el abuelo del helicóptero, el automóvil para transportar figuras en los escenarios, el puente giratorio, la embarcación que es una rueda giratoria con dieciséis cañones que apuntan a todos los ángulos, los soldados robóticos que caminan entre las almenas y se golpean el pecho para engañar al enemigo. Se exponen las páginas de sus códices, los estudios urbanísticos para Milán, los bocetos de cuadros y retratos, sus divertimentos geométricos, sus cajas mágicas, sus cálculos, sus números, sus frases escritas al revés, de manera que solo pueden leerse reflejadas en un espejo. No se explican pero S. me explicó las alturas en las que se disponen las manos de los apóstoles de La Última Cena, que trasladadas a un pentagrama se convierten en las notas de un himno.

Recordé unas palabras que le escuché a Santos Bregaña, cuando explicaba que el diseñador es “aquel que busca y encuentra los designios, los ‘Dieu signes’, los signos de Dios”. Da Vinci explica en sus códices que todos sus diseños nacen “de una atenta observación de la naturaleza”.

estudio manos Leonardo Da Vinci

2

San Sebastián: un paseo por el hueco y el viento

He escrito un paseo por San Sebastián para la revista Jot Down.

En un extremo de la bahía de La Concha está Oteiza y en el otro Chillida. Paseamos para unirlos a los dos, y para unir de paso a lagartijas donostiarras con fusileros escoceses, a esqueletos de ballenas con avestruces metafísicas, a pintores con corsarios.

O

9

Cabestany: «Pasé el primero por el Tourmalet y bajé llorando»

Peio era un chaval donostiarra de diecisiete años que salía de casa a escondidas, con la bici, para disfrutar de unas horas de libertad y marcharse adonde le diera la gana. Un día, en el puerto de Andazarrate, se unió a un grupo de ciclistas y fue el único que resistió la rueda de Usabiaga, el campeón de Guipúzcoa. Lo ficharon para el equipo.

Peio es ahora una especie de chaval de cincuenta y dos años que sale de casa con su bici, ya sin esconderse, para disfrutar de unas semanas de libertad y atravesar Chile, Indochina o Etiopía a pedales.

Entre Andazarrate y Etiopía, Peio tuvo tiempo para ser Ruiz Cabestany, uno de los ciclistas más destacados del pelotón internacional en los años ochenta y principios de los noventa. Nos habla de algunas de las batallas más memorables de aquella época, de las tramas y alianzas ocultas de las carreras, del dopaje, de directores, médicos y ciclistas, de sus alegrías y sus agobios.

Ruiz Cabestany (San Sebastián, 1962) ganó carreras prestigiosas pero cree que si fue un ciclista popular se debió, sobre todo, a su manera de correr: atacaba, montaba emboscadas, daba sorpresas, intentaba jugar. Con apenas veintitrés años coronó escapado el col del Tourmalet y allí arriba, entre la niebla, atravesó quizá una línea divisoria: en el momento de diversión más pura, el director del equipo bajó la ventanilla y le ordenó pararse.

Aquella etapa pirenaica del Tour de 1985 se pone siempre como ejemplo de una estrategia perfecta, una jugada de pizarra. Tres grandes puertos, tres ciclistas del Seat Orbea en un ataque escalonado y triunfo de Perico…

Es gracioso cómo se vendió. Esa etapa pasó a la historia del ciclismo, se cuenta así, pero yo me escapé para ganar en Luz Ardiden. No para esperar luego a Perico Delgadoy llevarle. A Perico nadie le mandó atacarme. Lo decidió él.

¿No lo teníais planeado?

Hombre, si quieres te digo que sí. Queda más bonito.

La entrevista completa, en Jot Down.

Peio

Fotos de Juan G. Andrés. Un lujo

cerrados

Escribe tu correo:

Delivered by FeedBurner



Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
(Más sobre mí)