Archivo julio 2012

Pide un crédito y disfruta de la vida

En 2005 me compré una furgoneta vieja, de quince años, por 1.000 euros. No le entraba bien la tercera, no pasaba de cien kilómetros por hora, pero le puse unos cajones y unas tablas para dormir y con ella viajé por España, Francia, Portugal y Marruecos. En la furgoneta dormí, cociné, comí, trabajé y pasé muy buenos ratos con amigos. La disfruté mucho.

Un día, mientras conducía por la Llanada alavesa, escuché en la radio una entrevista a un jefe de una caja de ahorros. El hombre decía que nos faltaba “cultura de crédito”. Y que, para vivir mejor, debíamos aprender de Estados Unidos: allí la gente pide dinero al banco con mucha más facilidad, no espera a ganar el dinero necesario para irse de vacaciones o comprarse un coche nuevo. Pide un crédito y disfruta de la vida por adelantado, decía el baranda.

Recuerdo que paré a comer un bocadillo y que justo me llamó mi amigo J. Le conté la entrevista que había escuchado y la mala leche que me había puesto.  Recuerdo también una campaña de publicidad de esa misma caja de ahorros: en los carteles salía un señor triste, porque no tenía dinero para disfrutar de sus aficiones, y a su lado otro señor feliz que viajaba en una moto estupenda, pilotaba un velero o viajaba a la Cochinchina. ¿Cuál es la diferencia entre el uno y el otro?, preguntaba el cartel. Que el señor feliz ha pedido nuestro crédito para el consumo. J. y yo nos poníamos de muy mala leche.

Siento en el alma no haber anotado el nombre de aquel jefe que insinuaba en la radio que éramos un poco paletos por no pedir más créditos. Si anda por ahí, le agradecería que levantara la mano. Solo va a ser un momento: lo desnudaremos, lo untaremos de brea, lo emplumaremos, lo montaremos sobre un tronco y lo pasearemos por la ciudad.

En unos años, pasé de aguantar cachondeos por comprarme una furgoneta tan cutre a aguantar lloriqueos de algunos que hicieron caso a señores como aquel, y que de pronto se vieron apurados para pagar el préstamo de sus furgonetas veinte veces más caras que la mía.  Así fue, así fue.

Desde hace años soy un trabajador autónomo con un sueldo que ha oscilado entre el mileurismo y el milseiscientoseurismo, dependiendo de cómo soplara el año. Jamás he pedido un crédito, nunca he debido un euro a nadie, he cotizado al bote común, he vivido por debajo de mis posibilidades y aun así me ha alcanzado para hacer todo lo que me apetecía. Yo no necesitaba más.

Ahora que el gran timo piramidal se desmorona, el Gobierno concede una amnistía a los defraudadores fiscales y a mí me aprieta más los impuestos. Me muerde un cacho más de mis ingresos no para atender mejor las necesidades básicas sino para pagar el pufo de los codiciosos. Así que mañana mismo me daré de baja como autónomo, al menos durante el parón del verano, y el dinero de las cotizaciones me lo gastaré en latas de atún para asegurarme el futuro.

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Por qué se marchan

(Publicado en la revista Elkar).

Muchos escritores de viajes -y algunos personajes de ficción viajera- se extrañan del impulso que les empuja al mundo. Y dedican las primeras páginas de sus relatos a intentar explicarlo. Así cultivan lo que John Steinbeck llamaba “el huerto de las excusas” de los viajeros, siempre fértil.

“Desde siempre han existido voces que han expulsado de lo confortable a los hombres, sin que éstos supieran nunca muy bien a qué carta quedarse, es decir, si podían sin riesgo desoír la llamada de las voces o si en el viaje les esperaba el mismo silencio trágico de las noches interminables en sus domicilios”, escribe Enrique Vila-Matas, en su novela El viaje vertical.

La memorable aventura de Moby Dick, de Herman Melville, arranca precisamente con una huida de ese desasosiego doméstico: “Llamadme Ismael. Hace unos años, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma se instala un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome ante las tiendas de ataúdes, (…) entiendo que es hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. (…) Aunque no lo sepan, casi todas las personas, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano”. Natalia Ginzburg, en Las pequeñas virtudes, entiende al ballenero: “De la sensación de culpa, de la sensación de pánico, del silencio, cada cual se busca un modo de curarse. Unos se van a hacer viajes. En el ansia de ver países nuevos, gente distinta, está la esperanza de dejar atrás los propios fantasmas; está la secreta esperanza de descubrir en algún punto de la tierra la persona que pueda hablar con nosotros”.

Pero ¿de verdad es posible escapar a los fantasmas? Charles Baudelaire intentaba alejarse de sus angustias poniendo tierra y océanos de por medio: “¡Llévame, vagón! ¡Ráptame, fragata! / ¡Lejos, lejos! ¡Aquí el lodo está formado con nuestros llantos!”. Pero al final descubría que la zozobra le acompañaba injertada en el alma: “Hemos visto astros / y olas; hemos visto arenas también / y, a pesar de choques y de imprevistos desastres / nos hemos aburrido, a menudo, como aquí”.

Por eso hay quien plantea que el viaje es un fracaso: la reacción de quien no sabe afrontar sus problemas, una huida que recorre muchos kilómetros pero siempre acaba chocando contra el mismo muro de miedos que ya se levantaba en casa, y que empeora las cosas porque acaba quemando toda esperanza. “Todas las desgracias proceden de que la gente no sabe permanecer en reposo en una habitación”, escribió Blaise Pascal.

Cees Nooteboom, harto de que le recuerden esa frase de Pascal, niega la mayor. El viajero no huye de su vida, dice, sino todo lo contrario: cuando se mueve es cuando de verdad “está en sí mismo”. En el movimiento encuentra la calma y enfoca el pensamiento. “Sin embargo, el acto de viajar se veía confrontado una y otra vez con las preguntas de los que se quedan en casa”, escribe en Hotel Nómada. “En las entrevistas me formulaban la misma pregunta en tantísimas ocasiones que ya ni recuerdo con qué mentiras eludía la respuesta: ‘¿Por qué viaja usted tanto? ¿Acaso se trata de una huida?’. Con esas preguntas pretenden demostrarme que lo que hago es huir de mí mismo. Esto suscita la imagen de un yo diabólico, patético y desgarrado que me obliga continuamente a emprender el camino hacia el mar o el desierto. La respuesta verdadera –que tiene que ver con el aprendizaje y la meditación, con la curiosidad y el asombro- carece de la espectacularidad deseada”.

 “Según Baudelaire”, sigue Noteboom, “los viajeros parten cargados de falsas ilusiones. Los viajes les dejan un poso de ‘amarga sabiduría’ al enfrentarse con un mundo, pequeño y monótono, que nos devuelve la imagen de nuestro propio ser: ‘un oasis de horror en un desierto de hastío’. Visto desde esa perspectiva, se podría decir que quien huye de la realidad es aquel que se queda en casa, sometido a la rutina de la vida diaria, porque no puede soportar la amarga sabiduría que proporciona el viaje. A mí me da igual quién sea el héroe, lo importante es que cada cual siga los dictados de su alma, cueste lo que cueste”.

Toda una escuela de autores comparte el argumento de Nooteboom: el viaje es la inmersión más profunda en la vida. Por eso, cuando los jóvenes le pedían consejo, Josep Pla les sugería que caminaran varias jornadas, siguiendo veredas y atajos, por masías y aldeas: “Su viaje debería tener un objeto: informarse, enterarse de lo que es el país, de cómo vive la gente, empaparse de la manera de ser básica, inalienable, insoluble, del material humano. Sería -lo digo de antemano- un poco difícil de resistir y no sólo por las incomodidades que se irían encontrando, que eso no sería nada, sino por la cantidad y la calidad de la información que al paso iría saliendo -que sería brava, desapacible, complicada, a veces de una profundidad insondable-. (…) Y a base de hablar con la gente se llegaría -si uno sabe hablar con la gente, cosa que no es fácil- a tocar, a ver, a presentir nuestra manera de ser más auténtica y real”, escribe en Viaje a pie.

David Le Breton es otro de los que apuesta por el conocimiento a través de los pies. Dice en El Elogio del caminar: “Caminar, en el mundo contemporáneo, podría ser una forma de nostalgia o de resistencia (…). La marcha es propicia al desarrollo de una filosofía elemental de la existencia, basada en una serie de pequeñas cosas; conduce durante un instante a que el viajero se interrogue acerca de sí mismo, acerca de su relación con la naturaleza y con los otros, a que medite, también, sobre un buen número de cuestiones inesperadas (…). El vagabundeo, tan poco tolerado en nuestras sociedades como el silencio, se opone así a las poderosas exigencias del rendimiento, de la urgencia y de la disponibilidad absoluta para los demás”.

Los vagabundos, por tanto, consiguen dos cosas: una, conocerse mejor (“El camino más corto para encontrarse a sí mismo es la vuelta al mundo”, cita Manuel Leguineche en El camino más corto, el libro que narra su viaje alrededor del globo); y dos, descubrir la realidad en su más densa consistencia (“Moverse es lindar con el mundo. Si uno se queda quieto, el mundo se esfuma”, escribe Cormac McCarthy en En la frontera, donde añade que “el movimiento es una forma de propiedad”).

En La sombra de la ruta de la seda, Colin Thubron explica que el viajero “va para entrar en contacto con identidades humanas, para poblar un mapa vacío. Siente que se dirige al corazón del mundo. Va porque aún es joven y está ávido de emociones, de oír crujir el polvo bajo sus botas; va porque es viejo y necesita comprender algo antes de que sea demasiado tarde».

            El joven ávido por explorar y el viejo ávido por terminar de comprender: a veces son la misma persona, que justo en el viaje ensambla esos dos extremos de su biografía y así culmina una plenitud vital. Como, quizá, Miguel Sánchez-Ostiz en sus Cuadernos bolivianos: «Las noches de frío, dolores, insomnio, fiebre, náuseas, no son raras en estas latitudes/altitudes, pero tampoco son las mejores consejeras de los viajes. Te acobardas casi sin darte cuenta y haces propósitos de prudencia que nada tienen que ver con la realidad y la luz del día. Por fortuna, siempre amanece. No puedes achicarte. No puedes dejarte. No debes olvidar que viajas por motivos de salud, por verdaderos motivos de salud, casi diría que viajas, como Ponce de León, a la búsqueda de tu particular fuente de la eterna juventud, del entusiasmo y del gozo de estar sencillamente vivo, en uso pleno de todos tus sentidos y potencias vitales».

En Los caminos del mundo, Nicolas Bouvier relata un lentísimo viaje que hizo de joven con un amigo, en un coche viejo desde Suiza hasta la India durante dos años. Ahí da la clave de lo que les ocurre a los viajeros. «Llevado por el ronroneo del motor y el desfile del paisaje, el flujo del viaje te atraviesa y te aclara la cabeza. Ideas que guardabas sin razón alguna te abandonan; otras, por el contrario, se acomodan y se hacen a ti como las piedras al lecho de un torrente. No hay ninguna necesidad de intervenir; la carretera hace tu trabajo. Nos gustaría que se extendiera así, dispensándonos sus buenos oficios, no sólo hasta el extremo de la India, sino mucho más lejos todavía, hasta la muerte.

“A mi regreso, mucha gente que no se había movido de casa me decía que con un poco de fantasía y concentración también se puede viajar sin levantar el culo de la silla. Les creo. Son gente fuerte, pero yo no. Yo necesito demasiado ese complemento concreto que te da el desplazamiento en el espacio. Por otra parte, por suerte, el mundo se extiende para los débiles y les presta su apoyo, y en cuanto al mundo -como algunas noches en la carretera de Macedonia, con la luna a la izquierda, las aguas plateadas del Morava a la derecha, y la perspectiva de ir a buscar detrás del horizonte un pueblo en el que vivir durante las tres próximas semanas-, estoy muy contento de no poder vivir sin él».

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Tardes de julio

Ahora que todos los deportes necesitan una emoción histérica cada dos minutos, que los planos de las películas tienen que ser cada vez más breves para no aburrir al espectador, que los locutores chillan y hasta lloran para que les hagamos caso, ahora que la narración de la vida es un videoclip, aspiro a que algunos de mis días se parezcan a estas retransmisiones de los últimos 140 kilómetros de etapas insulsas del Tour: calma, paisajes, pedaleo suave. Me gusta que el ciclismo sea un deporte en el que no pasa nada durante horas. Y me encanta que televisen esa nada, en la que siempre hay algo.

 

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Los navarros han de ser censurados

En el Códice Calixtino, robado hace un año y  recuperado hoy, el peregrino Aymeric Picaud dejó esta descripción de los navarros-vascos en el siglo XII:

«Comen, beben y visten puercamente. Pues toda la familia de una casa navarra, tanto el siervo como el señor, lo mismo la sierva que la señora, suelen comer todo el alimento mezclado al mismo tiempo en una cazuela, no con cuchara, sino con las manos, y suelen beber por un solo vaso. Si los vieras comer, los tomarías por perros o cerdos comiendo.

Éste es un pueblo bárbaro, distinto de todos los demás en costumbres y modo de ser, colmado de maldades, oscuro de color, de aspecto inicuo, depravado y perverso, pérfido, desleal y falso, lujurioso, borracho, ducho en toda suerte de violencias, feroz, silvestre, malvado y réprobo, impío y áspero, cruel y pendenciero, falto de cualquier virtud y diestro en todos los vicios e iniquidades; parecido en maldad a los getas y los sarracenos, y enemigo de nuestro pueblo galo en todo. Por sólo un dinero mata un navarro o un vasco, si puede, a un francés.

En algunas de sus comarcas, sobre todo en Vizcaya y Álava, el hombre y la mujer navarros se muestran mutuamente sus vergüenzas mientras se calientan. También usan los navarros de las bestias en impuros ayuntamientos. Pues se dice que el navarro cuelga un candado en las ancas de su mula y de su yegua, para que nadie se le acerque, sino él mismo. También besa lujuriosamente el sexo de la mujer y de la mula. Por todo lo cual han de ser censurados por todos los discretos».

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‘Plomo en los bolsillos’ en Teledonosti

Viene tunda: entrevista sobre ‘Plomo en los bolsillos’ en Teledonosti, con Mitxel Ezquiaga.

‘Plomo en los bolsillos’, entrevista en Teledonosti from Ander Izagirre on Vimeo.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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