Recordadlo por si acaso: son tres botes, no dos
Ayer llegué al ambulatorio a las ocho de la mañana, aún medio dormido, y me puse en la cola para la extracción de sangre. Media docena de personas pasábamos en fila frente a la mesa de una enfermera, que recogía las muestras que algunos pacientes traían de casa y nos repartía tubitos con códigos de barras a quienes íbamos a que nos pincharan. A las ocho y en ayunas, nadie tenía muchas ganas de hablar. Todos guardábamos un silencio pastoso. Hasta que el chico que estaba justo detrás de mí entregó sus recipientes, pudorosa y precavidamente envueltos en tres bolsas, a la enfermera de la mesa. La señora desembaló el regalo, leyó el volante y pegó un grito:
-¡¡Para las heces con parásitos son tres botes, no dos!!
Creo que nunca empezaré un día con una frase mejor.
-¡Es que así no te va a valer! ¡Y siempre nos echan la culpa a nosotras! ¿Por qué has traído sólo dos botes?
Se me ocurrió que el chico podía dar varias respuestas terribles y rogué para que no tuviera que detallarlas en público. Todos los presentes contemplábamos la escena, y el pobre, apuradísimo, se iba haciendo pequeñito. Respondió con un hilo de voz:
-Me lo dijo la doctora -y añadió una justificación que me dio ganas de abrazarle-. Es que yo no sé nada de estas cosas.
Entonces me llamaron para el pinchazo, entré en la sala y me quedé sin saber cómo pensaban resolver el problema.
No importa. En esta historia creo que prefiero un final abierto, con perdón.
* * *
A lo largo de la mañana me reí varias veces al recordar la historia. Incluso la conté por teléfono a un par de amigos. Y como está feo eso de cachondearse de los apuros ajenos, y mucho más feo divulgarlos por teléfono (no digamos ya en un blog), por la tarde decidí purgar mi malicia sudando una excursión por la pista más fea y sosa de Jaizkibel. No fui por los torreones de la cresta ni por los acantilados, dos rutas maravillosas, sino que escogí la cicatriz que atraviesa de punta a punta la ladera sur de la montaña, la que mira tierra adentro, entre aburridos bosques de pino repoblado. Por esos diez kilómetros sin alicientes suelen venir los pobres peregrinos del Camino de Santiago litoral, porque en el santuario de Guadalupe se encuentran con un curioso cartel que desanima a seguir la preciosa travesía de la cresta (sólo una pizca más dura) y envía a los jacobípetas por esa pista interior.
Caminé dos horas desde Lezo hasta el santuario de Guadalupe, y otra media horita de bajada a Hondarribia, intentando purgar mis faltas pero acordándome del ambulatorio y soltando risitas cada vez que veía alguno de los abundantes montones de mierda de caballo. Lo que de verdad no me esperaba es que el purgatorio (¿K2?) estuviera tan regulado:
Según este cartel del Ayuntamiento de Hondarribia, está prohibido encender fuego en el purgatorio (¡no es el infierno!); prohibido acampar en el purgatorio (¡es un lugar de paso hacia el cielo!); y es obligatorio llevar a los perros atados en el purgatorio (de lo contrario, ¡serán enviados al pulgatorio!).
Terminé mi expiación en el santuario de Guadalupe. Ya reconfortado y en paz, antes de bajar a Hondarribia, caminé unos metros en dirección al mar y de pronto… ¡qué fuerte!