WEYLANDT Wouter

El pedal izquierdo de Weylandt

El ciclismo fascina porque la batalla es inventada pero el dolor es real. Y se lleva al extremo.

El ciclismo es un juego entre la alegría y la angustia. Como a ningún otro deporte, le preceden anuncios de urgencia: motos con aullido de sirenas, coches que dan bocinazos, zumbidos de helicópteros. El espectador espera con ansia en la cuneta. Va a pasar algo.

Pasa el enjambre veloz, un estallido de colores, una pirotecnia emocionante. El espectador aplaude con la felicidad de un crío. Pero a menudo también ve, muy de cerca, escenas inquietantes: muecas de sufrimiento, narices que gotean, miradas perdidas. Hay un contraste violento entre el carnaval de los maillots, tan coloridos, tan festivos, tan ingenuos, y el calvario de los cuerpos que se retuercen, las piernas nudosas que se contraen en espasmos.

El ciclismo fascina porque la batalla es inventada pero el dolor es real. Y se lleva al extremo. El corredor prolonga cuanto puede su propia agonía. “Cuántas veces cerré los ojos sobre la bicicleta -escribió Pello Ruiz Cabestany -. Me acuerdo de esos momentos tan duros, en los que me olvidaba de todo: de mis amigos, de mi familia, de mí mismo. Todas mis fuerzas concentradas en las bielas que subían y bajaban. Mis ojos se cerraban para que no entrasen pensamientos que pudieran distraerme. Llegaba a los límites físicos, a salirme de mi cuerpo”. Cuestión de límites. El ciclismo se decide en la capacidad agonística, en ese punto del sufrimiento que distingue a unas personas de otras. “He llegado muy lejos en el dolor”, confesó Induráin.

En ese filo, basta un centímetro de más para que el juego se despeñe por el abismo. El pedal izquierdo de Wouter Weylandt toca un murete y el corredor sale disparado. De un solo golpe, repentino y atroz, la fiesta se convierte en funeral. Y como bandera arriada, suele quedar un maillot grotesco. Una camiseta de colorines hecha sudario. Ese maillot de Weylandt, abierto por el médico que intentaba un masaje cardíaco. O aquel de Tom Simpson, que se dopó para sufrir un centímetro más allá del filo y que reventó en la subida del Mont Ventoux en 1967, aquella camiseta de lana con el damero blanquinegro de Peugeot, como una partida de ajedrez arrojada sobre la gravilla.

Y aparece el helicóptero, cuyo zumbido creciente suele anunciar a los espectadores la llegada de la fiesta, pero que ahora, de repente, baja al asfalto y anticipa la muerte. “Un helicóptero aterrizó a nuestro lado”, contó Harry Hall, el mecánico de Simpson. “Tumbaron a Tom en una camilla, lo metieron a toda prisa en el helicóptero y despegaron. Nunca olvidaré la imagen de Tom en la camilla, con los brazos colgando. Porque justo entonces comprendí que había muerto. Nos quedamos todos allí, en la cuneta, mirando el cielo, siguiendo con la vista el vuelo del helicóptero, cada vez más lejano”.

En la etapa del pasado martes los helicópteros del Giro anunciaron el paso de un pelotón fúnebre: cada equipo tiró durante diez kilómetros y el Leopard, la escuadra del difunto Weylandt, cruzó la meta en cabeza para homenajearlo. En los próximos días los helicópteros seguirán a los ciclistas mientras suben y bajan por algunas de las montañas más duras y peligrosas de la historia de las grandes vueltas: Crostis, Zoncolan, Finestre. El debate se encendió hace ya unas semanas: demasiado duras, demasiado peligrosas.

El ciclismo no fascina porque coquetee con la muerte, sino porque juega hasta el límite con esa extraña capacidad humana de aceptar el sufrimiento. Y porque no ignora -nadie debería ignorarlo- que el filo es real. Un centímetro más allá ya no hay remedio.

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Kazetari alderraia naiz
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