VERNE Julio
Tirarse al suelo y releer
Cuando vuelvo de andar en bici o de trotar por los montes, extiendo una esterilla en la sala, junto a la librería, y hago unos estiramientos. Mientras estiro los isquibio… los isquiotibiales, sobre todo el izquierdo, que siempre anda un poco rígido, me distraigo con los estantes que quedan a ras de suelo. Allá abajo cayeron los libros con mala fortuna alfabética, los autores con apellidos entre la V y la Z, esos Vargas Llosa, Alber Vázquez o Marguerite Yourcenar, que no me llegan ni a la altura de los tobillos.
Los estiramientos se convierten en grandes momentos de relectura. Se me va el santo al suelo, dejo de estirar los cuádriceps -¿os he dicho ya que tengo unos cuádriceps preciosos?-, empiezo a entresacar libros olvidados, formo una pequeña pila, me prometo releer alguno y nunca lo cumplo. Pero al menos los hojeo y rememoro algunas líneas subrayadas.
En el lado noroeste de mi sala está la estantería de ficción. En el estante a ras de suelo acumula polvo y olvido, por ejemplo, Julio Verne. Qué error, dejar pasar los días sin rememorar al menos algún párrafo como este de Veinte mil leguas de viaje submarino:
“El monstruo se puso de moda. Le cantaron en los cafés, lo escarnecieron en los periódicos, lo representaron en los teatros. Se vieron reaparecer en los periódicos, en pequeñas reproducciones, todos los seres imaginarios y gigantescos, desde la ballena blanca, la terrible Moby Dick de las regiones hiperbóreas, hasta el Kraken desmesurado, cuyos tentáculos pueden enlazar un barco de quinientas toneladas y arrastrarlo a los abismos del océano. Se reprodujeron incluso los procesos verbales de los tiempos antiguos, las opiniones de Aristóteles y Plinio, que admitían la existencia de aquellos monstruos, luego los relatos noruegos del obispo Pontoppidan, los relatos de Paul Heggede y por último los informes de M. Harrington, cuya buena fe no puede ponerse en duda, cuando afirmó haber visto, estando a bordo del Castillan, en 1857, aquella enorme serpiente”.
En el lado sureste, en la estantería de libros de crónicas, ensayos, no ficción, rescato otros autores que desaparecieron de mi vista por culpa del caprichoso alfabeto. Mariusz Szczygiel y su tremendo Gottland, quizá el libro del año para mí (saludos a Julen y Emilio):
“La persona que ha de deshacerse del monumento a Stalin, el ingeniero Vladimír Krizek, escucha en boca de las autoridades una de las frases más raras de su vida:
-Hay que echar abajo el monumento, pero con dignidad.
El ingeniero, especialista principal de una empresa de ingeniería de élite, solicita una aclaración. El monumento es un monstruo de hormigón, cuyo centro, cubierto de granito, está unido al interior de la colina por una construcción de hormigón armado. Nadie previó que tuviese que destruirse. Solo se puede hacer saltar por los aires.
-Derribarlo con respeto. No vayamos a faltar a las autoridades de la URSS –le comunica el secretario del comité regional del Partido, y menciona las condiciones.
No está permitido colocar cargas explosivas en la cabeza de Stalin.
No está permitido dispararle.
No está permitido que se escuche ninguna explosión en general.
No está permitido hablar de ello, fotografiarlo o filmarlo. Aquellos que lo hagan serán arrestados de inmediato.
Toda la empresa del ingeniero Krizek tiembla de miedo”.
Y más:
“Me di cuenta de que el hospital para enfermos mentales era el único sitio normal de Checoslovaquia porque cualquiera podía decir allí lo que quisiera sin que le sancionaran”.
Por allí, bastante abajo, anda también John Steinbeck, uno de esos puñeteros que te rompe los criterios bibliotecarios. Tengo 30 centímetros lineales de libros de Steinbeck, pero algunos los guardo en ficción (noroeste) y otros en no ficción (sureste). Al estirar el aductor derecho hacia el sureste, me encuentro con Los vagabundos de la cosecha y Viajes con Charley, que arranca así:
“Cuando yo era muy joven y tenía dentro esa ansia de estar en otro sitio, las personas mayores me aseguraban que al hacerme adulto se me curaría ese prurito. Cuando los años me calificaron como adulto, el remedio prescrito fue la edad madura. En la edad madura se me aseguró que con unos años más aliviaría mi fiebre y ahora que tengo 58 tal vez la senilidad realice la tarea. No ha habido ningún remedio eficaz. Cuatro pitidos de la sirena de un barco aún me erizan el pelo de la nuca y ponen mis pies en movimiento. El sonido de un reactor, un motor calentándose, hasta el toc-toc de unos cascos herrados en el pavimento producen el viejo estremecimiento, la boca seca y la mirada perdida, las palmas ardientes y una agitación del estómago bajo la caja torácica. En otras palabras, no mejoro. En otras palabras más, el que ha sido vagabundo alguna vez lo será siempre”.
Al estirar el aductor izquierdo hacia el noroeste, me encuentro con Al este del Edén:
“Creo que hay una sola historia en el mundo (…). A pesar de los cambios que podamos imponer en las tierras, los ríos, las montañas, en la economía y en las costumbres, no hay otra historia. Una persona, después de barrer el polvo y las astillas de su vida, tiene que enfrentarse tan solo con estas duras y escuetas preguntas: ¿fue mi vida buena o mala? ¿He hecho bien o mal?”.
Y termino la gimnasia descubriendo una extraña cercanía, no solo alfabética, entre Julio Verne y Enrique Vila-Matas con sus Recuerdos inventados:
20“La vida no existe por sí misma, pues si no se narra, si no se cuenta, esa vida es apenas algo que transcurre pero nada más. Para comprender la vida hay que contarla, aun cuando solo sea a uno mismo (…). Como las ballenas del mundo de Porto Pim, me comunico desde distancias ilimitadas, con mensajes desesperados”.