MARTÏNEZ RON Antonio

Creíamos que no nos interesaba

Fogonazos cumple diez años. Es el primer blog al que me suscribí, según mis recuerdos, porque Eresfea me habló de él con entusiasmo. Desde entonces leo todo lo que pillo de su autor, el periodista Antonio Martínez Ron, un excelente divulgador científico y un cazador de historias asombrosas. Para celebrar el décimo aniversario, Antonio ha recopilado en un libro las mejores historias que ha escrito en su blog y en otras publicaciones. Se llama ¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos? y se puede comprar aquí.

Antonio me pidió que escribiera el prólogo del libro. Me puse más contento que Kengi Sujimoto cuando encontró el cerebro de Einstein guardado en un bote de galletas en la casa de un patólogo de Kansas. Y escribí esto:

Creíamos que no nos interesaba

«Si nos anuncian un discurso sobre las áreas somatosensoriales de la corteza cerebral, así, a bote pronto, a muchos se nos escapará un bostezo. Si leemos la historia de Antonio Martínez Ron sobre el hombre que tenía de nacimiento una mano con tres dedos, y que después de que le amputaran ese brazo empezó a sentir en su lugar un miembro fantasma con cinco dedos, nos quedaremos con la boca abierta de puro asombro. Entonces sí que nos interesará esa corteza cerebral, nos interesarán los procesos por los que sentimos las cosas, nos interesará saber más detalles sobre el modo en que estamos programados para percibirnos. Los grandes periodistas son capaces de fascinarnos con historias sobre asuntos que no nos interesan. O que creíamos que no nos interesaban.

Sabemos que la ciencia y la exploración deben interesarnos porque son útiles. Martínez Ron nos muestra que, además, nos deben interesar porque son muy bellas. En este libro aparecen unas personas que por las noches encienden un cañón láser y disparan a unos espejos que los astronautas dejaron hace cuarenta años en la Luna. Otras se prueban cuerpos virtuales en un laboratorio y comprueban que su cerebro empieza a actuar, por ejemplo, con las habilidades de un percusionista africano. Y otras se dan cuenta de que en el universo falta el 90% de la masa que debería haber y se meten en el interior de una montaña de Huesca, para aislarse bajo millones de toneladas de rocas y buscar allí esa materia oscura que por ahora es solo una predicción. Ya vendrá luego Martínez Ron a explicarnos por qué lo hacen, qué objetivos persiguen, cuál es el sentido práctico de estas extravagancias, pero incluso sin tener en cuenta su finalidad, incluso antes de conocer las explicaciones, ya son escenas fascinantes.

En este libro hay historias así de bellas, hay historias divertidas (plátanos perdidos en estaciones espaciales, un patólogo que saca un pedazo del cerebro de Einstein de un bote de galletas y corta unas lonchas en su cocina, miles de sudaneses asustados porque sus penes se están encogiendo), hay historias inquietantes (buceadores que graban su propia muerte en simas angustiosas, virus exóticos que acechan en lo más profundo de las selvas, antropólogos preocupados por señalizar cementerios de uranio a los humanos de dentro de diez mil años). Y hay historias con arranques terribles, que parecen relatos de Verne o Poe: “En el invierno de 1980, dieciséis pescadores daneses fueron rescatados después de pasar una hora y media en aguas del Mar del Norte. Todos ellos caminaron por su propio pie por la cubierta del barco, charlaron con sus rescatadores y bajaron a tomar una bebida caliente. A los pocos minutos, los dieciséis hombres cayeron súbitamente muertos”.

Los fogonazos de Antonio Martínez Ron se leen con el entusiasmo con el que leíamos las novelas de aventuras y exploraciones en la juventud, con una pasión que se va apagando con los años, cuando nos vamos poniendo demasiado adultos. Él defiende a menudo la perplejidad: “Vivimos en una sociedad en la que nos creemos muy listos y en la que admitir que algo nos asombra se ve como una muestra de debilidad o falta de inteligencia. Creo que es al revés. Los tontos no se asombran”.

Estos fogonazos confirman otra idea muy valiosa: es posible contar historias atractivas, misteriosas, divertidas, terribles, emocionantes… y absolutamente rigurosas. Los aficionados a los asuntos esotéricos y a las explicaciones paranormales no es que tengan mucha imaginación: es que tienen muy poca. No son capaces de apreciar la realidad y necesitan hinchar patrañas, a modo de dopaje mental, para entusiasmarse por algo. La ciencia, con sus ignorancias y sus debilidades, es una fuente de historias maravillosas.

Y el gusto por las buenas historias es universal. Un chimpancé aislado no es un chimpancé, decía el etólogo Konrad Lorenz, y por ahí andamos nosotros, los primates sociales, reuniéndonos desde hace miles de años alrededor de una hoguera o de un blog, seducidos por aquellos que nos explican el mundo y que nos explican a nosotros mismos. Antonio Martínez Ron es uno de esos narradores con la pericia de Sherezade: el lector comprobará que es muy difícil terminar una de las historias de este libro y no empezar inmediatamente con la próxima.

 Werner Herzog, cineasta siempre perplejo, dirige unos talleres de cine en los que no imparte ningún tipo de enseñanza técnica: “Es una escuela para los que han viajado a pie, han mantenido el orden en un prostíbulo o han sido celadores en un asilo mental; en resumen, para los que tienen un sentido poético. Para los peregrinos. Para los que pueden contar un cuento a un niño de cuatro años y mantener su atención, para los que sienten un fuego en su interior”.

Este tampoco es un libro de enseñanzas técnicas. Es un libro con historias que nos mantienen entretenidos a los niños de cuatro años, escrito por un periodista que siente un fuego en su interior, un fogonazo cuando cierra los párpados».

Que ven los astronautas cuando cierran los ojos

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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