ITALIA
Designios en Milán
En el monte me gusta la caliza, más que la arenisca; en los edificios me gusta la arenisca, bastante más que el mármol, y en los templos me gusta el románico, mucho más que el gótico. Aun así, cómo no, el lunes pasé un rato largo en la plaza del Duomo, mirando la catedral de Milán, su bosque de pináculos, sus cinco naves escalonadas que pueden albergar a cuarenta mil personas (dos tercios de la población de Groenlandia: al resto los sentaríamos sin problemas en las terrazas de los alrededores).
El lunes no era buen día para un inuit en Milán. Hizo una tarde de bochorno. También prefiero mucho calor que un poco de frío.
A las siete de la tarde se hizo de noche y rompió la tormenta. Diluvió sobre el mármol, el agua resbaló por los muros, la catedral brilló en la oscuridad, los turistas corrimos a refugiarnos en las galerías y la plaza quedó desierta. Un chico con sandalias, pantalones cortos y camiseta amarilla cruzó en diagonal, caminando con calma bajo el chaparrón, y un par de veces se llevó la mano al pelo largo empapado, para retirárselo de la cara. La lluvia echó a los turistas y a los vendedores de recuerdos, obligó a guardar las cámaras, limpió la plaza, disolvió el presente y nos permitió el extraño lujo de ver la catedral sola, una cordillera geométrica de mármol, radiante y sola, en un instante que podría pertenecer a cualquier año de los últimos quinientos. Las gárgolas, dragones a veinte metros de altura, abrían las fauces, vomitaban chorros violentos y se oía cómo rompían las cascadas contra la plaza.
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En la cercana plaza de la Scala hay una exposición titulada ‘Il mondo di Leonardo’, con reconstrucciones inéditas de los inventos de Leonardo da Vinci. Cuelga del techo la máquina voladora, con un muñeco instalado en un cubículo de madera, que mueve piernas y brazos para accionar las alas de lino. Da Vinci quiso construirla en un recinto secreto junto a la catedral de Milán, para inaugurar aquí el vuelo humano. También están el submarino a pedales, la máquina que intenta el movimiento perpetuo, el murciélago mecánico, la libélula mecánica, el león mecánico, el abuelo del helicóptero, el automóvil para transportar figuras en los escenarios, el puente giratorio, la embarcación que es una rueda giratoria con dieciséis cañones que apuntan a todos los ángulos, los soldados robóticos que caminan entre las almenas y se golpean el pecho para engañar al enemigo. Se exponen las páginas de sus códices, los estudios urbanísticos para Milán, los bocetos de cuadros y retratos, sus divertimentos geométricos, sus cajas mágicas, sus cálculos, sus números, sus frases escritas al revés, de manera que solo pueden leerse reflejadas en un espejo. No se explican pero S. me explicó las alturas en las que se disponen las manos de los apóstoles de La Última Cena, que trasladadas a un pentagrama se convierten en las notas de un himno.
Recordé unas palabras que le escuché a Santos Bregaña, cuando explicaba que el diseñador es “aquel que busca y encuentra los designios, los ‘Dieu signes’, los signos de Dios”. Da Vinci explica en sus códices que todos sus diseños nacen “de una atenta observación de la naturaleza”.
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