HAMILTON Walker
Responso por las ranas aplastadas
Bajo de los hayedos aún invernales de Oberan, pedaleo por los meandros ocultos del Urumea, salgo al asfalto y me encuentro con la señal más evidente de la primavera: docenas y docenas de ranas aplastadas por los coches.
De vuelta en casa, con el ánimo encogido, busco algunos salmos fúnebres adecuados. Para recitarlos conmigo, pinchad esta canción de aquí abajo («Memories of green») y dejadla de fondo. Ayuda a pensar en las ranas.
Mientras suena, leamos las palabras del señor Summers, el hombrecillo que vive en una cabaña en el bosque, odia a los automovilistas y se dedica a enterrar a los animales atropellados por los coches (Todos los animales pequeños, Walker Hamilton, Tusquets, 1999):
«Las personas pueden enterrarse unas a otras -me contestó malhumorado- pero a los animales hay que ayudarlos. No sólo a los conejos y a las ratas, sino a todos los animales pequeños, muchacho -dejó escapar un suspiro-. Otros hombres los matan y yo los entierro. Entierro ratas, ratones, pájaros, erizos, ranas e incluso caracoles -mordisqueó una galleta-. Bueno, la verdad es que a los caracoles no los entierro, pero retiro sus restos de la carretera y los dejo entre la hierba alta y las ortigas. Los escondo, muchacho, ¿te das cuenta? Los escondo para que no los puedan ver».
(…)
Vamos ahora con el poema «Trikuarena«, de Bernardo Atxaga, que maltraduzco a continuación:
El erizo despierta en su nido de hojas secas
y repasa todas las palabras que conoce;
unas veintisiete, más o menos, verbos incluidos.
Y luego piensa: ha acabado el invierno.
Soy un erizo. Allí vuelan dos ratoneros.
Caracol, Gusano, Cucaracha, Araña, Rana,
¿en qué charco, en qué agujero os escondéis?
Ahí está el arroyo. Este es mi reino. Tengo hambre.
Y dice de nuevo: este es mi reino. Tengo hambre.
Caracol, Gusano, Cucaracha, Araña, Rana,
¿en qué charco, en qué agujero os escondéis?
Pero se queda quieto como una hoja seca,
porque aún es mediodía, porque una ley vieja
le prohíbe el sol, el cielo y los ratoneros.
Viene la noche, se han ido los ratoneros; y el erizo,
Caracol, Gusano, Cucaracha, Araña, Rana,
deja el arroyo y sube por la ladera,
seguro con sus púas como seguro estaría
un guerrero con su escudo, en Esparta o en Corinto;
y de repente cruza el límite
entre la hierba y la carretera nueva,
con un solo paso entra en tu tiempo y en el mío.
Y como su diccionario universal
no se ha renovado desde hace siete mil años,
no conoce las luces de nuestro coche,
no se da cuenta, ni siquiera, de la proximidad de su muerte.
(…)
Acabemos con unas líneas de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, el libro del que salió la película Blade Runner, de la que sale esta música que ayuda a pensar en ranas aplastadas:
«Amaba todas las cosas vivas y sobre todo a los animales; y en cierta época había sido capaz de traer de vuelta a la vida, tal como habían sido, animales muertos (…). Las leyes locales prohibían invertir tiempo en devolver seres muertos a la vida; se lo dijeron claramente cuando tenía dieciséis años. Pero continuó haciéndolo secretamente durante un año más, en los bosques que aún quedaban (…). Entonces ellos -los asesinos- bombardearon aquel nódulo único que se había formado en su cerebro, lo destrozaron con cobalto radioactivo y eso lo hundió en un mundo diferente, de cuya existencia jamás había sospechado. Era un pozo de huesos y cadáveres de donde salió tras años de esfuerzo. El burro, y en especial el sapo, las criaturas que más le importaban, habían desaparecido, se habían extinguido (…). Él estaba unido al metabolismo de otras vidas y no volvería a vivir mientras ellas no vivieran (…). Isidore sentía que llevaba en su interior a todas las cosas vivas».
Espero que las ranas se encuentren ahora en el gran charco celestial, sobre el que aletean nubes de moscas sabrosas y libélulas crujientes.
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