Archivo octubre 2014

Ciclistas en la guerra

El Ejército italiano contó con doce batallones de soldados ciclistas en la Primera Guerra Mundial. Los bersaglieri pedaleaban en bicicletas plegables, pintadas de camuflaje y con enganches para transportar el fusil junto al sillín. Se movían veloces y silenciosos por los frentes, transportaban armas y provisiones, sus máquinas eran fiables, sencillas y no requerían combustible.  Para los bersaglieri, las bicicletas eran “caballos que se pueden llevar a hombros, que no comen, no beben, no relinchan y no se escapan”.

palombo_bersagliere_ciclista_04raccoltapavatEn esos batallones participaron muchos ciclistas profesionales y algunos murieron, como Carlo Oriani, ganador del Giro de 1913. Ottavio Bottechia, que se convertiría en el primer  italiano vencedor del Tour de Francia (1924 y 1925), se pegó unos buenos entrenamientos en la guerra. El historiador John Foot recoge su testimonio en el libro Pedalare: “Recuerdo un viaje largo por las montañas, pedaleando con una pesada metralleta a la espalda. Debía transportarla hasta un puesto remoto en los Alpes, donde nuestros soldados padecían el fuego enemigo y estaban a punto de perder la posición. Debí trepar por senderos mucho más duros que el Izoard o el Galibier. Pero recuerdo el esfuerzo con orgullo porque llegué a tiempo. Poco después de mi llegada, las tropas austriacas lanzaron un ataque y los italianos pudieron rechazarlo gracias a la metralleta”.

Foto de aquí.

Cantaban los soldados ciclistas: “Noi siamo dell’Italia i bersaglieri / siamo ciclisti, i falchi della guerra”…  “Somos los bersaglieri de Italia. Somos ciclistas, halcones de la guerra. Fulminamos como el rayo, tremendos y fieros, somos la pesadilla y el terror de los enemigos. Vamos siempre rápidos como el viento, la tierra no tiene obstáculos para nosotros, nuestra rueda devora el camino, tenemos las piernas fuertes y el corazón caliente. Silente vuela la bicicleta, pasa la garganta, el monte y la ciudad, arriba está la gloria, que nos espera con la victoria que llegará…”.

Más historias italianas de ciclistas soldados, ciclistas criminales, ciclistas dioses, ciclistas rojos y ciclistas histéricas, pronto en sus quioscos.

Foto: bicicleta de los bersaglieri en el santuario de la Madonna del Ghisallo, patrona de los ciclistas. También hay bicicletas de Coppi, Bartali, Merckx…

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Barrer la patria

Cuánto trabajo dan las patrias, que necesitan plazas inabarcables para exhibir sus banderas monstruosas, y luego hay que barrerles la exageración.

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La plaza del Zócalo de la Ciudad de México abarca 46.800 metros cuadrados, el mástil se eleva 50 metros y la bandera mide 14 metros por 25.

Nueve barrenderos -seis mujeres y tres hombres- limpian la plaza, pasan el escobón por cada una de las losas en las que se divide la gigantesca plancha de cemento central. Intenté contar esas losas cuadradas, que deben de medir entre ochenta centímetros y un metro de lado. Caminé, fui contando las losas y me salieron 165 losas a lo largo y 132 a lo ancho, lo que da 21.780. Probablemente me equivoqué al llevar la cuenta, la misión resultó un poco mareante y no me atreví a repetirla. Pero vamos, échenle unas veinte mil losas de cemento.

Los barrenderos las barrían una a una y todavía más: utilizaban un alambre para sacar la porquería acumulada en las rendijas de las losas. Pregunté a Luis y me dijo que empezaban a las seis de la mañana y terminaban a las diez. Cuatro horas por nueve trabajadores, 36 horas barriéndole el orgullo a la patria.

Luego vi algunos barrios a los que les vendría muy bien izar una de esas banderas gigantescas que atraen a los equipos de limpieza.

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Leo que cuando las banderas monumentales de México se ajan o se estropean, las incineran con honores mientras suena el himno nacional.

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Líchestein

La secretaria de Relaciones Internacionales del PSOE escribe así Liechtenstein:

Chacón

En 1997, tras nuestro viaje ciclista por los Alpes, volvíamos en coche desde Austria y nos hizo ilusión parar a comer el bocadillo en Liechtenstein. Entramos al país, seguimos unos metros buscando un sitio, algún parque donde preparar el bocata junto a una fuente, a ver, vete un poco más adelante, un poco más adelante, a ver, mira, yo creo que al otro lado de ese puente… Y al otro lado de ese puente ya era Suiza. Buscando un sitio para el bocata, atravesamos el país de este a oeste.

Liechtenstein. Nombre oficial: Fürstentum LiechtensteinCuánto nombre para tan poco país. Así que entiendo a Chacón, Líchestein y va que chuta.

Por cierto, Líchestein es uno de los dos únicos países que están rodeados por países que no tienen salida al mar. Ajá.
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 Foto de aquí.
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Cállate, pinchatripas

«Cállate, penca del diablo, pata de afilador, albarda, zurupeta, tía chamusca, estropajo (…). Te lo digo a ti, zurrapa, trotona, chirigaita, mochilera, trasgo, pendón, zancajo, pinchatripas, ojisucia, mocarra, fuina (…). Patas puercas, verruga peluda, estaferma, escorpión cebollero, liendre sebosa. Tu casa huele a fogón meado».

El zapatero a la Jerónima, en Réquiem por un campesino español (Ramón J. Sénder).

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Volver para qué

El periodista Daniel Rivera ha escrito un libro magnífico y escalofriante sobre los desplazados de Colombia, con un puñado de historias -y la suya propia- como muestra de los millones de personas que abandonaron sus pueblos para huir de la brutalidad de los diferentes grupos armados. Son tantos bandos que se acaban confundiendo en la imagen de un solo monstruo insaciable. «Encontrarse con un hombre armado en el camino, yendo para misa, yendo para la tienda, yendo para el colegio, es lo mismo que encontrarse con cualquier hombre armado, pues ya se crea el orden implícito: yo mando y usted obedece (…).  Para los campesinos -como mi abuelo- no había buenos, no había malos. Eran un animal arisco del que hay que cuidarse, al que hay que ponerle cebo para montarlo, o, por lo menos, para tenerlo tranquilo». Los desplazados huyeron, muchos tuvieron que huir de nuevo, y volver a huir, hasta que no les quedó adónde volver.

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Trescientos asesinados bajo una escombrera

En Medellín (Colombia) van a remover dos millones de metros cúbicos de escombros para buscar los cadáveres de unas sesenta personas asesinadas por los paramilitares. Los datos para localizarlos los ha dado un jefe paramilitar conocido con el alias ‘Móvil Ocho’. Él fue uno de quienes comandaron la escalada de asesinatos y desapariciones en la Comuna 13 de Medellín, ocurridos tras aquella Operación Orión que desató el Ejército colombiano en las calles del barrio en octubre de 2002.

Por la noche los paramilitares lanzaban a la escombrera los cuerpos de sus víctimas y por el día los camiones arrojaban más capas de escombros. El jefe paramilitar Don Berna declaró que en el vertedero podrían encontrarse alrededor de trescientos muertos. Los camiones siguieron arrojando materiales y en algunos puntos la escombrera alcanza cincuenta metros de grosor.

María Elena Toro, de 68 años, con una flor amarilla entre la oreja y el pelo blanco, lleva catorce años desfilando todos los miércoles en círculos frente a la iglesia de la Candelaria, en el centro de Medellín, con otras madres de desaparecidos. Cuando encarcelaron a Don Berna, uno de los mayores narcotraficantes y jefes paramilitares, le escribió una carta para exigirle que le contara dónde estaban sus cinco familiares desaparecidos. Luego lo visitó en la cárcel para mirarle a los ojos y esperar la respuesta.

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María Elena Toro, en Medellín.

Don Berna le dio algunas pistas. Ella encontró los restos de su hermana, su cuñado y su sobrino en una fosa; aún le faltan los de su hijo y los del amigo que le acompañaba. María Elena Toro da batallas largas y nunca cede. Ahora exige al Estado más investigaciones y más excavadoras.

—Podrían esforzarse como con los muertos de la torre —dice.

El 12 de octubre de 2013, un edificio de 24 plantas se desmoronó en Medellín y dejó once muertos. Los tres últimos cadáveres aparecieron al cabo de dos semanas, tras un trabajo frenético en el que se empeñaron 110 operarios, cuatro excavadoras y 25 camiones, que retiraron miles de toneladas de escombros.

A pocos kilómetros de allí, docenas de cadáveres permanecen sepultados en la escombrera de la Comuna 13 de Medellín.  Algunas autoridades plantearon dejar la escombrera como está y declararla camposanto.

—Si los muertos fueran de un barrio rico, si fueran familiares de los políticos…

Toro pasa la tarde tejiendo una muñeca en una sala del Parque de la Vida de Medellín, en compañía de otras veintiséis mujeres. Tejen muñecas que representan a sus familiares desaparecidos o asesinados, y las visten con la ropa que llevaban cuando los asesinaron o los hicieron desaparecer. Hay madres que visten a sus muñecas con un pijama (porque sacaron a su hija de la cama para asesinarla), con una camiseta blanquiverde del Atlético Nacional (el equipo favorito del hijo desaparecido), incluso con toga y birrete (porque mataron al hijo pocos días después de que se graduara).

La primera muñeca que tejen es para todas una prueba durísima.

—Qué hago yo poniéndole las ropas de mi hijo a un muñeco, si debería ponérselas a él —dice María Lucely Durango, madre del chico recién graduado al que mataron con 17 años porque cruzó sin darse cuenta una de las fronteras invisibles entre las bandas de Medellín.

Medellín foto Pablo Tosco

Parque de la Vida, Medellín. Foto de Pablo Tosco / Oxfam Intermón

Poco a poco tejen el duelo, tejen una memoria más soportable, tejen y hablan, tejen y se escuchan, tejen y crean proyectos con la ayuda de Marta Lucía Betancur, profesora universitaria jubilada, experta en justicia restaurativa. Construirán, por ejemplo, el parque del Sueño de los Justos, en colaboración con el ayuntamiento de Medellín. Una de las mujeres soñó que su hijo desaparecido la llamaba desde lo más profundo de un bosque. Así que el parque tendrá un bosque de la memoria, en el que cada mujer plantará un árbol en recuerdo de cada uno de sus desaparecidos y colocará una placa con su historia.

Las mujeres tejen y rememoran. Rosalba Usma cuenta cómo le asesinaron a tres hermanos y a su marido, cómo luego desaparecieron dos hijos, cómo asesinaron a su hija, a la que levantaron de la cama en pijama, mientras ella corría fuera de la casa con sus dos nietitas en brazos. Karen García recuerda cuando vivía en el campo y los guerrilleros amarraron a un familiar suyo a un caballo para arrastrarlo hasta morir, y cuando vivía en la ciudad y los paramilitares amarraron a un familiar suyo a un coche para arrastrarlo hasta morir. Otras mujeres hablan de hijos reclutados a la fuerza, de hijas desaparecidas, de hijos arrojados a la escombrera de Medellín.

Con algunos testimonios, el aire de la sala se tensa como la piel de un tambor, hasta que la tirantez duele demasiado y estallan los llantos. Las mujeres más serenas se levantan a abrazar y a besar a sus compañeras.

Somos mujeres aguerridas, dicen, nos ayudamos mucho. Encuentran consuelo en la compañía del grupo, en la comprensión, en la solidaridad. Algunas se han reunido con los verdugos en la cárcel, han perdonado y han recuperado un poco de paz. Otras se empeñan en que el motivo de sus vidas no sea el odio sino el amor: cuidan a los hijos supervivientes, a los nietos que quedaron huérfanos y quebrados, a otras madres que necesitan su ayuda. Otras encuentran fuerzas en la fe religiosa.

Pero hay algunas que no encuentran ningún consuelo, ninguna fuerza, ninguna esperanza. En Colombia las víctimas proclaman una reivindicación poderosa: son personas activas, firmes en la defensa de sus derechos y en las exigencias al poder, con proyectos creativos. «No somos víctimas, somos sobrevivientes», dice un lema muy repetido. Pero no basta con decirlo. Esa transformación es muy exigente y algunas víctimas no consiguen cumplirla.

A Luisa, una de las mujeres que teje muñecas, y que prefiere ocultar su nombre verdadero, le mataron a un hijo hace veinte años. Se separó de su marido, que le fracturó una costilla durante una paliza. Apenas le alcanza el dinero para pagar el alquiler y sale a la calle a vender empanadas. Hace tres meses desapareció su hija, que iba a cumplir 18 años.

—A mí esto de la reconciliación me parece una farsa. Los detienen, dicen que se arrepienten y luego vuelven a matarnos. No creo en el perdón. Yo vivo enferma, tomo muchos medicamentos para sobrevivir, muchos días no puedo levantarme de la cama. El Estado no me ayuda en nada. Parece que yo no existo. Estoy sola. Para mí morirme sería un alivio.

Carlos Beristáin, psicólogo y perito de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, explica que las personas se estancan en su condición de víctimas cuando no tienen un reconocimiento: «Cuando hay reconocimiento, verdad y reparación, la gente empieza a dejar atrás el pasado doloroso y aprende a vivir de nuevo. Pero si no se dan estas condiciones, es habitual que se enquiste una identidad de víctima, que esa sea la condición central de su persona y que no pueda alejarse de ese pasado traumático ni mirar adelante».

Más: ‘La nadadora entre los tigres‘.

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Una lección

«¿Sabes que no hay ninguna foto de Edmund Hillary sobre el Everest en aquella primera ascensión de 1953? Hillary llevaba una cámara y fotografió a Tensing, el perfil de las montañas a su alrededor, pero no le pidió a Tensing que le hiciera una fotografía. Aquel huesudo neozelandés larguirucho de un metro noventa y dos no se dejó fotografiar en la cima del Everest. Eso es para mí una lección». Nives Meroi a Erri de Luca (Tras la huella de Nives, Siruela, 2006).

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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