La periodista Luz Sánchez-Mellado publica hoy una columna en El País titulada Feminista radical. En ella se declara de alguna manera hija de la lucha por la emancipación femenina (hace guiños a las feministas con referencias a «Ni putas ni sumisas» y a temas clave de la agenda feminista como el techo de cristal y la discriminación salarial), pero concluye que si no puede más con su ajetreada vida de periodista de éxito, madre y mujer fabulosa, es por la presión que ella misma se mete:
Por mis congéneres oprimidas mato, que diría otra clásica. Pero seamos serias: aquí y ahora, según en qué medio y estatus, otra cosa no, pero lo que es presión nos la metemos nosotras. Y te lo digo yo, que hay noches en que desmaquillarme se me hace un mundo.
Que me perdonen las ortodoxas, pero estoy hasta los ovarios de ir con la pancarta de nosotras parimos, nosotras decidimos por la vida. Me tiño porque quiero, me ciño porque puedo y llevo tacones porque me da la gana. Mis sacrificios y mis juanetes me cuesta ir medio mona. Para gustarme a mí misma, sí, pero también a los tíos, por qué no admitirlo. Bastante tienen algunos con encontrar su sitio, qué culpa tienen ellos de los milenios de patriarcado judeocristiano.
Y termina diciendo que cuando no puede más se pega un atracón de galletas o se va de compras a Zara, «porque lo que me gasto en trapos me lo ahorro en loqueros». Termina así:
Soy paritaria e igualitaria como la que más. Igual no pasaría un examen de limpieza de sangre feminista. Pero qué voy a hacer. Nadie es perfecta.
Me parece curioso que una persona que conoce el feminismo e incluso se declara feminista no sea capaz de entender o de explicar que ese es el gran triunfo del machismo en Occidente: hacernos creer que la opresión la ejercemos nosotras mismas. Nos sentimos mucho más liberadas que las árabes: nos da mucho gustito pensar que no tenemos un marido que nos obligue a llevar velo (idea simplista, ya que hay árabes que llevan velo porque quieren, árabes que no llevan velo, occidentales con maridos que no les dejan llevar falda, occidentales con jefes que les obligan a llevar falda…) Pero como bien explica Fátema Mernissi en El harén de Occidente (libro que he citado en mis blogs ocho mil veces), el patriarcado, que es universal, controla a las mujeres árabes a través del espacio (velo en el espacio público para que no lo sientan como su lugar en el mundo) y a las occidentales a través del tiempo: la tiranía de la eterna juventud, de la talla 38. Y dice Mernissi que la primera forma de opresión puede ser más cruda, pero la segunda es más eficaz por su sutileza, porque nos hace creer que somos nosotras las que decidimos ponernos a dieta.
Esta claro que la presión nos la metemos nosotras. Y sí, también lo dice una experta en presionarse, en pretender ser la mejor en el trabajo, la mejor para la pareja, la mejor ante el espejo. El patriarcado (perdonad que use un concepto que puede sonar tan poco tangible, pero es que es así) triunfa cuando nos creemos que nos presionamos tanto porque nos va la marcha. Hay mujeres que te dicen que no son feministas porque no sienten esa opresión. Mujeres que han sabido romper con los roles sexistas, que no sienten la necesidad de cumplir con el modelo de feminidad hegemónica, que viven su sexualidad en libertad. Me alegro un montón por ellas y siento envidia sana. Tal vez yo sea feminista porque no he sido capaz de romper moldes por mí misma: porque no me raparía el pelo ni loca, porque me da miedo viajar sola, porque no enseño las piernas con pelos, porque nunca iría a una primera cita sin pintarme los ojos…
Creo que entre flagelarme por mis ramalazos de chica cosmopolitan e ir por la vida de víctima del patriarcado, hay un término medio. Para mí ese término medio está en entender que existen unos mecanismos de opresión de las mujeres, pero que tenemos capacidad para enfrentarlos y construir nuestro propio modelo. Vaya, que no me diga Sánchez-Mellado que la percepción que tenemos sobre nuestros cuerpos (esa que nos lleva a vernos más bajas y gordas de lo que estamos, a pensar que necesitamos tacones y sujetadores con relleno para ser estilizadas pero con curvas) no tiene nada que ver con el mandato patriarcal de que las mujeres tenemos que estar siempre deseables para los hombres. Hay muchos intereses económicos en juego para que esa situación no cambie: recordemos el poder que ostentan las industrias cosméticas, dietéticas, farmacéuticas y de moda.
Otra cosa es que el proceso de liberarnos de esas presiones no tenga por qué pasar por la ruptura total con el modelo de feminidad hegemónica. Se trata de ser un poco más libres, pero también más felices. Llega el sábado y me gusta ponerme guapa: pintarme los ojos, enfundarme el sujetador push-up para lucir escote y los tacones para presumir de piernas. Para gustarme yo y para gustar al resto, claro. La cuestión es identificar que todo eso no es innato a mi condición de mujer, y tener claro que no lo necesito para aceptarme a mí misma.
Lo malo no es que nos guste el escote con push-up. Lo malo es estar acomplejadas cuando no lo llevamos. Lo malo no es llevar tacones de vez en cuando. Lo malo es destrozarnos los pies y la espalda porque sin ellos nos vemos bajitas y rechonchas. Lo malo no es maquillarnos para destacar nuestros rasgos. Lo malo es no salir de casa sin pintarnos porque nos vemos feas.
La teoría queer aporta el concepto de performatividad de los géneros. Es decir, la feminidad y la masculinidad hegemónica son performances, son puro teatro, son disfraces que aprendemos a ponernos desde pequeños, hasta el punto de pensar que no se trata de un disfraz, sino de nuestra propia piel. Lo importante, desde mi punto de vista, es ver mi ritual de ponerme guapa los sábados una performance que yo elijo hacer. Una vez que me acepto como soy, yo decido cuándo y cómo me apetece performar la feminidad. Como digo, para mí las reglas son no depender de esos accesorios «feminizantes» y usarlos porque disfruto con ellos. Si no me gustase andar con tacones, no los llevaría. Si me gustase ir de compras, lo haría sin necesitar justificarme con que me sirve para ahorrarme el loquero (yo es que me lo paso bien con mi loquera).
Claro que no todo es tan fácil. Uno de los caballos de batalla para mí es la depilación. No me gusta depilarme, me parece una inversión de tiempo y dinero indignante, pero lo cierto es que en estos momentos no me veo yendo por la vida con minifalda y pelambreras. En algunos momentos de mi vida he optado por intentar reconciliarme con mis pelos. En este momento no me apetece esa batalla, prefiero hacerlos desaparecer de la forma más rápida y cómoda posible, y disfrutar del veranito sin preocuparme por ello. Ahí estoy de acuerdo con ella: hay cosas que no tenemos energía para cambiar ahora mismo; lo asumimos aunque no pasen el feministómetro, y aceptamos no ser perfectas, ni a ojos del patriarcado ni del feminismo ortodoxo.
Estaba hablando de este post con mi amiga Tina y ha aportado una idea que para mí da en el clavo: todas esas cosas asociadas a ser una mujer fabulosa, una superwoman, las hacemos para sacar nota las que podemos permitírnoslo. Otras están a sobrevivir. El problema está que las mujeres necesitamos hacer mucho más para sacar el aprobado raspado. Si hablamos del cuerpo, cubrirse las canas, quitarse los pelos y combatir la celulitis son los mínimos que se le pide a toda mujer. Otro ejemplo que ha puesto es el de la conciliación: los padres que ejercen como tales sacan nota, hay que darles la palmadita en la espalda si deciden reducir jornada; en cambio, se da por hecho que la mujer tiene que hacer malabares para no descuidar sus obligaciones familiares. No se la premia por hacerlo, y se la juzga como mala madre y mala mujer si no lo hace.
En definitiva, seguimos estando bien jodidas y lo que faltaba es culparnos por ello, pensar que si seguimos así es porque no somos capaces de hacer las cosas de otra manera. Por eso soy feminista, porque me parece injusto pedir a las mujeres que sean libres por su cuenta, que sean capaces de escapar a todas esas presiones. Si hemos avanzado, si hemos llegado a «aquí y ahora» es por las mujeres que decidieron unirse contra la dominación masculina. De no verlo así, caemos en la misoginia que tan a fondo nos han metido: en pensar que la que se gasta el sueldo en cremas anticelulíticas y antiarrugas es porque es tonta. En pensar que Sánchez-Mellado se queja de vicio cuando se declara agotada por tener que ser la mujer-madre-profesional perfecta.
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