Historico | octubre, 2011

Carne y pescado

28 Oct

Un buen día recibí un sms de una amiga, en el que me decía que es bisexual, que ha decidido salir del armario como bisexual, y que se ha dado cuenta de que hay una bifobia de la leche. La llamé, un poco desconcertada. No con la revelación en sí, sino con la necesidad de comunicarla, y además con esa solemnidad. Yo sabía que ella había tenido sexo con mujeres (aunque todas sus parejas habían sido hombres), y me llamó la atención esa necesidad de reafirmarse. Me explicó que había decidido que es importante reivindicar la identidad «bisexual» (entendida como persona que puede sentirse atraída y amar tanto a mujeres como a hombres), dado que es cuestionada tanto por las personas heterosexuales, como por gays y lesbianas.

Estoy de acuerdo en lo de la bifobia. He escuchado muchas veces por parte de heteros que pueden entender que a alguien le guste la gente de su mismo sexo, pero que lo de darle a la carne y el pescado es vicio. (Sí, sí, así lo ha expresado gente veinteañera).  También he asistido a los prejuicios y cuestionamientos de muchas lesbianas. Las mismas que animan a que todas nos definamos como lesbianas políticas y que llaman a salirse del binarismo y la heteronorma, tachan de heterocuriosas a las que empiezan a plantearse intimar con mujeres.

Sin embargo, le decía a mi amiga que tampoco se trata de ir de víctimas, que lo cierto es que las personas que son percibidas como homosexuales se enfrentan a la discriminación y el rechazo día a día, mientras que ella, como bisexual que sólo ha tenido relaciones de pareja con hombres, no vive la presión de la heteronorma con tal violencia.

En cambio, esta conversación me llevó a darme cuenta de otra cosa: en mi círculo de amistades, yo diría que no hay ni una sola mujer que no admita con naturalidad sentirse atraída hacia las mujeres, y un buen porcentaje ha mantenido relaciones sexuales con mujeres. Sin embargo, no se definen como bisexuales, y sus escarceos con mujeres son puntuales y anecdóticos. Siguen ligando con hombres, enamorándose de ellos, iniciando relaciones con ellos. Y cuando después de varios fracasos sentimentales -influidos en gran medida por el impacto del machismo en la relación- dicen de coña eso de «me voy a hacer lesbiana», se queda en una broma. Siguen esperando a su príncipe azul (o a su compañero de vida, que suena más moderno).

Yo ya he dicho muchas veces que soy queer para esto de la orientación sexual, que no creo demasiado en las categorías «homosexual», «heterosexual» y «bisexual», más allá de que cada quien se defina como más le apetezca, y que no me identifico con ninguna de esas etiquetas. Sin embargo, considero que quienes no nos hemos sentido y definido como homosexuales, tendemos a seguir por el carril de la heteronorma sin desviarnos demasiado, porque es lo más cómodo, el territorio conocido.

En el artículo que escribí con motivo del Orgullo LGTB me preguntaba cómo hubiera sido mi vida sentimental y sexual si la heterosexualidad no hubiera sido la norma; si cuando sentía atracción por una amiga, hubiera actuado en consecuencia en vez de creerme los consejos de la SuperPop de que es normal confundir los sentimientos hacia las amigas. Es un poco como esto de los genes dominantes: de la misma forma que si un embrión tiene boletos de tener los ojos azules o marrones, es más probable que los tenga marrones, si una persona siente atracción hacia personas del sexo opuesto y de su mismo sexo, es más probable que se instale cómodamente en la heteronorma. Quiero decir que, por lo general, se impone el modelo hegemónico de amor y de sexualidad. Porque lo contrario siempre supone cierto conflicto tanto con una o uno mismo, como con el entorno (porque, no nos engañemos, la diversidad sexual no está normalizada ni de lejos).

En el caso de las mujeres, esto se une a que estamos más socializadas en ser objetos de deseo que sujetos de deseo; estamos más entrenadas para hacer que nos seduzcan que para seducir. Simplificando mucho: si a mí me gusta un chico en un bar, le echo alguna mirada, y espero a que venga a hablar conmigo. Tal vez me invite a una copa, tal vez me saque a bailar. Si me gusta una chica, ¿qué hago? ¿Voy a hablar con ella? ¿Y si no es lesbiana? ¿Y si le molesta? ¿Le echo miradas a ver si viene? ¿Tendrán las lesbianas otros códigos de ligoteo? Estás son algunas de las preguntas e inseguridades que se nos pueden pasar por la cabeza y por las que nos acaba entrando la pereza. Mucho más seguro para nuestra autoestima quedarnos en el mercado hetero y esperar a que un tío que nos guste se lance a conquistarnos.

Este es uno de los argumentos que esgrimía mi amiga en su defensa de la bisexualidad: cuando una reconoce ante sí misma y ante su gente que le gustan las mujeres y los hombres, eso le lleva a cambiar ciertas inercias. Le lleva a explicitar la posibilidad de iniciar relaciones con mujeres. Le lleva a estar más receptiva. Si va en el metro, y ve una chica guapa, igual se anima a echarle una sonrisa o una miradita pícara, como hubiera hecho con un chico guapo.

Al fin y al cabo, si hacemos caso a Beatriz Preciado en que las sexualidades se pueden aprender como quien aprende varios idiomas, para ello habrá que ser un poquito proactiva. Es como si tratamos de aprender inglés limitándonos a ver pelis en versión original, a ver si de tanto  hacer oído un día nos arrancamos a soltar un speech con perfecto acento de L.A. Pues no, tenemos que poner un poquito más de nuestra parte, atrevernos a chapurrear, hacernos un viajecito a Londres o proponer clases de intercambio a algún o alguna guiri (sí, hoy estoy sembrada con las metáforas).

En todo caso, estoy de acuerdo con las que defienden la identidad «lesbiana política» en cuanto a que lo importante no es cómo se sienta cada persona y con quien se acueste, sino que empecemos por hacer una apuesta decidida por la diversidad sexual, como un derecho que nos beneficia a todas las personas. Por tanto,  insisto en lo importante que es que todas las personas nos impliquemos contra la homofobia, empezando por revisar y superar nuestros propios prejuicios heterosexistas.

 

El macho que llevo dentro

24 Oct

Mike, Yago y Ander acaban de nacer

Anteayer nació Yago. Nació con 23 años. Le gusta bailar hip-hop y break en el parque con los colegas. Está buscando algún curso en Lanbide porque no le sale curro. Suele parecer avinagrado, aunque es bastante pacífico, y le entran ataques de risa a menudo. Bueno, cuando no le entra la depre, porque se siente solo en el mundo.

Y eso que anteayer nacieron otros también: su bro’ Ander; Leo, el bohemio; Mike, un hijo de escoceses que toca la guitarra en la calle; Anartz, tío de izquierdas y mendizale, y Salva, miembro del movimiento de hombres por la igualdad. Cada uno de su padre y de su madre, vaya. Prácticamente lo único que tienen en común es Mario: un madrileño sexy que hace trabajillos de modelo y actor, y cuando no le salen pone cocktailes. Mario no nació ayer, sino que lleva ya años alumbrando nuevos hombrecillos.

Por si alguien no se ha enterado de nada, estoy hablando de mi primer taller drag king. Quien no sepa lo que es un taller drag king, que se lea este artículo de M en Conflicto, quien dinamizó la actividad, organizada por Pikara Magazine. En resumen, se trata de practicar técnicas de performar la masculinidad, con el objetivo de desnaturalizar los géneros: es decir, así como sabemos que una mujer no nace sino se hace (Simone de Beauvoir), un hombre también se puede hacer. El fundamento teórico de esta práctica es la teoría queer, que nos enseña que los géneros son construcciones sociales y nos anima a transitar entre las identidades «mujer», «hombre», «heterosexual», «lesbiana», etc., en vez de vivirlas como categorías fijas e inmutables.

La primera vez que tuve a un king frente a frente fue con las Medeak en las Jornadas Feministas de Euskal Herria de 2008. Además de interesarme como propuesta teórica y política, he de reconocer que me quedé fascinada con uno de los kings. En fin, nos pasa a casi todas. Una de las cosas más interesantes de los drag king, como siempre comenta M en Conflicto, es explorar las dinámicas de deseo que genera: en mujeres que se definen como heteros (pese a que saben que eres una mujer), en lesbianas (aunque estás performando la masculinidad), en hombres que se definen como heteros (pese a que tienes aspecto de hombre), en hombres que se definen como homosexuales (aunque sepan que eres una mujer)… Lo explica de maravilla en este post. (Una curiosidad: si leéis los comentarios, veréis que ahí le dejé el mío animándole a colaborar con Pikara, que en aquél momento era un embrión). Nosotros no ligamos demasiado, aunque fue curioso pasar de ese rol pasivo de ponerte guapa, que los chicos te miren y te aborden, a dedicarnos a buscar a chicas que nos motivasen, pensar en cómo entrarlas y temer su rechazo.

Se trata de un taller muy valioso para reflexionar sobre los géneros: cómo se construyen, cómo se reproducen, cómo los percibe la gente, cómo performamos feminidad y masculinidad en nuestro día a día… Otra utilidad del king es testar cómo nos sentimos ante la ambigüedad. A la gente le desconcierta muchísimo no poder clasificarte automáticamente como hombre o mujer. Y yo misma sentí resistencias tránsfobas (por decirlo de alguna manera) al ver por ejemplo a un compañero drag con su barba y unas tetas generosas.

Los drag king no tienen por qué imitar y parodiar la masculinidad más hegemónica y burda. Hay tantas masculinidades como hombres, y tantos kings como masculinidades. Hay kings sensibles, tímidos, intelectuales, femeninos, osos, punkies… Lo que ocurre es que a veces elegir un personaje típico como fue en mi caso el rapero, puede resultar más fácil para empezar. También se tiende a la caricatura porque una de las funciones de los talleres drag king es la de permitirnos imitar esas actitudes consideradas masculinas que nos han vetado a las mujeres, porque no son de señoritas. Así es que nos lo pasamos genial tocándonos el paquete, diciendo tacos, hablando de culos y tetas, poniéndonos farrucos… Pero también fuimos conscientes de lo aburrida y encorsetadora que es la masculinidad hegemónica. Eso de apostarte en la barra birra en mano y hablar de deportes no es lo mío.

En todo caso, una de las lecciones más interesantes que he sacado de esta experiencia es que no se trata de buscar modelos fuera sino de explorar mi propia masculinidad. Estábamos cenando en un restaurante chino (la camarera, que se reía todo el rato, estuvo genial cuando se dirigió a nosotros con un: «Chicos, chicas: ¿queréis postre?»), y cuando me puse a manejar los dineros, Anartz (drag king de una buena amiga que me conoce mucho) dijo: «Ahora ha salido tu lado masculino auténtico». Al día siguiente, fui consciente de roles asociados a la masculinidad que me salen de forma natural todo el rato, pese a que en espacios queer he tendido a definirme como femenina.

Por tanto, para la próxima experiencia king, voy a sustituir a Yago (que no tiene nada que ver conmigo) por alguien que me permita conectar con aquellas cualidades que son mías, pero que tal vez no desarrollo tanto, o no soy tan consciente de ellas, como en el caso de mis cualidades asociadas a la feminidad. Así que mi próximo king rozará los 30 años, será exitoso, ambicioso, emprendedor, micromachista (bajo el barniz de tío progre enrollado), algo ególatra, seductor…

El king es interesante también como ejercicio de autoconocimiento. La cuestión es que cuando identificas todas las piezas que componen lo que eres, puedes reordenarlas y construir el puzzle como más te apetezca. Reconocer todas esas actitudes, ver cuáles hemos potenciado y cuáles hemos reprimido, distinguir cuáles son elegidas y cuáles impuestas, cuáles nos hacen felices y cuáles nos lastran. Como ya he defendido en alguna otra ocasión, la teoría queer resulta muy liberadora, porque esto de reconocer el género como una performance, como un disfraz de quita y pon, permite romper un montón de esquemas mentales rígidos, y vivir tanto la feminidad como la masculinidad (y la ambigüedad) de forma más ligerita y satisfactoria.

Porque, para quienes tengan estos prejuicios freudianos de que los talleres drag king denotan envidia de pene (o, en jerga feminista, que se trata de imitar modelos masculinos), conviene subrayar que el resultado no es necesariamente renegar de la feminidad, sino incorporar (o descubrir) nuevos elementos para enriquecer nuestra identidad. Por simplificar un poco, no soy partidaria de renunciar a los tacones y la minifalda, sino de alternarlos con los calzoncillos y la gomina. Porque ambas opciones son igual de artificiales en mí, y a la vez es tan propio de mí jugar con unas como con otras. Mucho más divertido que limitarnos a vestir de uniforme igualitario, dónde va a parar.

Si os tienta la idea, espero que pronto organicemos otro taller o una quedada drag. Aviso: me consta que no soy la única que tiene la cabeza puesta en la próxima vez. Esto engancha.

De izquierda a derecha, Mario, Yago, Leo, Mike y Ander, en un bar del centro de Bilbao

¿Jóvenes sin futuro?

9 Oct

Se licenció en Biología con buenas notas, pero no encontró trabajo de lo suyo y con lo que ganaba en empleos precarios no le daba para sobrevivir en Madrid. Así que se volvió a Extremadura, al pueblo de sus padres. Ahí necesita menos dinero para vivir, y vive mejor. Cultiva en la huerta, charla con las ancianas, respira. Es una de las protagonistas del documental que acaban de emitir en Documentos TV, titulado «¿Generación perdida?»

Cada vez que escucho la expresión «jóvenes sin futuro» para definir a mi generación me pregunto: «¿Pero cuál es ese futuro que esperábamos y que se nos ha negado?». Porque claro, si creemos que el futuro que nos corresponde incluye una vivienda en propiedad, un sueldo de 2.000 euros, un coche nuevo y ahorros como para irnos al Caribe todos los años, indignarse por no poder llegar a eso me parece un poco injustificado.

No dudo de que la inmensa mayoría de personas implicadas a fondo en el Movimiento 15-M estén defendiendo la transformación social. Lo que me gustaría es que fuéramos capaces de explicar a la juventud que no se trata de recuperar los privilegios de la generación de nuestros padres. Que tenemos que discernir entre los derechos que conquistaron (las 40 horas de trabajo, las pensiones de jubilación, las prestaciones sociales) de los privilegios de los que se beneficiaron (un chalé adosado y un Mercedes). Que se trata de construir otro modelo económico y social porque este es injusto e insostenible.

Siempre me chirrió el concepto «mileurista». Que se considerara un agravio ganar 1.000 euros en un mundo en el que hay unos índices de pobreza brutales, me parecía cuanto menos arrogante y clasista. En vez de apuntar a la carestía de la vida como la fuente del problema, no pedíamos que las cosas costasen menos dinero, sino que nos pagasen más. Las y los mileuristas sentían que merecían ganar más, entre otras cosas por estar sobrecualificados. ¿Pero por qué estaban sobrecualificados? Vale que se nos vendiera que en cuanto más nos preparásemos mejor, pero ¿acaso para mucha gente encadenar posgrados no era una forma de retrasar el acceso al mercado laboral y, por tanto, el paso de la vida de estudiante a la vida de adulto? Quien se encuentra con que con 32 años no ha cotizado en su vida, ¿no es responsable al menos de haber elegido no currar en tiempos de bonanza?

Luego está el tema del derecho a la vivienda. ¿De qué derecho estamos hablando exactamente? Cuando yo reivindico el derecho a una vivienda digna tengo en mente fundamentalmente a las personas sin techo. Tengo en mente a las personas inmigrantes que sufren discriminación a la hora de alquilar un piso. Tengo en mente a las personas que están siendo desahuciadas de sus casas. No tengo en mente a quienes siguen viviendo con sus padres hasta tener el suficiente dinero como para pagar la entrada de un piso.

Yo he vivido de alquiler desde los 17 años, primero compartiendo piso y desde hace tres años sola. He tenido que escuchar miles de veces, en boca de gente de todas las edades, eso de que estaba tirando el dinero. Mis parejas me han intentado convencer de meterme en una hipoteca con ellas, bajo la lógica de que me va a costar poco más que el alquiler mensual, y que alquilar es tirar el dinero.  Pero yo seguía erre que erre con que no creo en la propiedad privada, con que no quiero atarme a un piso, ni a una ciudad ni a un banco, y que me va mucho mejor así. Entre trabajillos que iba buscando, una pequeña ayuda social y bastante austeridad, me daba como para pagar en torno a 200 euros por mi habitación y para vivir sin estrecheces. Y el corto periodo en el que disfruté de una nómina de mileurista, me daba para vivir sola pagando un alquiler de 510 euros mas gastos (bueno, se me quedaba en eso gracias a la ayuda para la emancipación), y todavía ahorraba un poquillo.

Claro que por ahorrar un poquillo me refiero a lo suficiente como para pagarme pequeños caprichos de vez en cuando, no lo suficiente como para comprar un piso, que es para lo que ahorra la gente. Quienes se quejan de que les cuesta llegar a fin de mes, resulta que tienen coche, o se hacen viajes internacionales todos los años, o se dejan el sueldo en cañas y porros. Poca gente está por la labor de ser austera. Ojo, sé que es difícil ser austera en una sociedad cuya gasolina para seguir funcionando es el consumo. En la que en tiempos de crisis la clase política anima al «consumo patriótico».

Otra queja que me choca es la de tener que depender del colchón familiar, es decir, las personas que argumentan que si no tenemos en cuenta el apoyo de sus padres, se encuentran por debajo del umbral de la pobreza. Ya, claro, pero lo cierto es que no viven en la pobreza, que no les falta de nada.

Creo que esa obsesión por la independencia y la autosuficiencia es nueva. Cuando mis abuelos emigraron de Galicia a Barakaldo en 1960 se vino toda mi familia materna (o sea, mis abuelos y bisabuelos maternos, mis tías abuelas, y mi madre, que era un bebé). Se apoyaban entre ellos. Mis padres se casaron en 1980 y tardaron un tiempo en irse de casa; se compraron el piso con la ayuda de la familia, que les hizo algún préstamo. Mis tíos, otro tanto.  El hermano pequeño de mi abuelo emigró años después que él, y estuvo un año y medio viviendo en el salón de mis abuelos hasta que pudo hacer su vida. Y vaya, yo no estaba ahí, pero creo que nadie vivía esas situaciones como un síntoma de pobreza, que nadie lloraba por no poder irse a vivir solo a un piso de más de 60 metros cuadrados.

No podemos creer que vivir solos, en un piso de dos habitaciones en un barrio céntrico de una ciudad cara sea un derecho. ¿No os acordáis de aquello de los minipisos? ¿De cuando la juventud se escandalizaba porque los gobiernos les proponían vivir de alquiler en pisos de 30 metros cuadrados por poco dinero? Es algo que (yo que era un poquito rara) tampoco entendía. Hubiera firmado sin dudarlo. Volviendo a mis abuelos, vivían cinco o seis personas en un piso de unos 60 metros cuadrados, y a nadie se le ocurría llamarlo  «piso patera».

No hay que tener una conciencia social de la pera para saber que hay unas desigualdades flagrantes entre los países del Norte y del Sur, para saber que somos tan afortunadas de haber nacido en este lado del planeta que resulta insultante considerar que un sueldo de mileurista es mísero, para tener en cuenta además que sería insostenible un mundo en el que todo quisqui llevase nuestro nivel de consumo y que por tanto nos toca a nosotras y nosotros decrecer. Pero claro, entiendo que es una putada ser la generación en la que se interrumpe el crecimiento y asumir con naturalidad que los tiempos de bonanza fueron algo excepcional. Además, la clase política se empeña en seguir hablando de recuperación de la economía, como si la crisis hubiera sido un bachecillo del que saldremos en cualquier momento para volver a esa dinámica del «sueño ibérico», por llamarlo de alguna manera: ese en el que un matrimonio de origen humilde, con trabajos normalitos, termina siendo propietario de seis viviendas; tres para uso y disfrute propios y otras tres para alquilar (estoy pensando en unos parientes míos).

Sí, debemos indignarnos y movilizarnos, pero no para recuperar privilegios de nuevos ricos sino para defender los derechos sociales conquistados por la clase obrera, y por apoyar también a quienes están sufriendo de verdad la crisis; a personas desahuciadas, a viudas que sí que viven por debajo del umbral de la pobreza, a inmigrantes que se quedan sin trabajo y por tanto sin papeles, a parados de larga duración…

Pero, además de indignarnos y movilizarnos, tenemos que cambiar nuestra mentalidad y nuestras expectativas. Agradezco un montón que en la tele salga una chica que entienda que el problema no son los sueldos, sino que el problema es el sistema, y se pire al pueblo a cultivar tomates. Que entienda que no se trata de conseguir adaptarnos con nuestros sueldos mileuristas al ritmo loco del capitalismo, sino de aprender a vivir de otra manera. No es la única. Yo he tenido la suerte de tener cerca a personas que han optado por otros modelos.

Me toca mucho la moral cuando se critica con brocha gorda a la gente de izquierdas y se piensa que nadie es coherente con lo que piensa y que todo el mundo termina apoltronándose. Pues no, en mi entorno abunda la gente que con treinta, cuarenta y hasta cincuenta años sigue sin creer en la propiedad privada, la gente que sigue compartiendo piso no como solución transitoria sino como apuesta vital, la gente que ni tiene carné de conducir porque se mueve estupendamente en transporte público y bici. Compran la comida a través de grupos de consumo ecológico. Intentan vivir más despacio, coger menos aviones y tirar por carreteras secundarias. Visten el mismo jersey durante diez años, ese jersey que se ponen en casa en vez de fijar el termostato a 22 grados.

Hay mucha gente trabajando muy bien a favor de un mundo mejor, empezando por lo más cotidiano. Lo difícil es mostrar al resto de la juventud que se puede salir de la rueda, convencer de que sí que hay futuro, pero que no incluye un apartamento en Jaca.

*

Me apetece dedicar este post a algunas de esas personas que con su ejemplo me estimulan a llevar una vida más austera, solidaria y sostenible: Aitziber, Patxi, Itziar, Iván, Ander y mi aita, Mikel.

 

Rabiosas

1 Oct

Uno de los lemas que coreamos con más fuerza en las manis feministas es «En caso de duda, tú la viuda». Lo gritamos con una sonrisa maliciosa, como si fuera una transgresión de la leche defender algo tan obvio como que cuando nuestro maltratador intenta asesinarnos, es legítimo y necesario defendernos incluso aunque si el resultado es que terminamos asesinándole nosotras a él.  Otro de los lemas que sentimos un poco macarra es «picha violadora, a la licuadora». Sin embargo, siempre me he preguntado, como lo hace Virginie Despentés (bueno, creo recordar que se lo pregunta en Teoría King Kong) por qué no hay más mujeres que arrancan de cuajo la polla de sus violadores cuando éstos les obligan a hacerle una mamada.

Maitena Monroy, la gran formadora en el País Vasco de autodefensa feminista, llama la atención en sus talleres sobre lo mucho que empatizamos con los agresores. Cuando nos cuenta estrategias para prevenir una agresión o plantar cara a un acosador (no puedo contar qué estrategias son, pero algunas les ponen en evidencia en público, otras les hacen un poco de daño) es habitual que alguna diga «qué pobre, ¿eso no es pasarse un poco?», y que la mayoría lo pensemos. Nos da apuro pasarnos de bordes y de agresivas con un tío que nos está agrediendo. Ella suele poner el símil del robo: cuando tenemos la sospecha de que alguien nos va a robar, no andamos con esos remilgos para defendernos.

El uso de la violencia es uno de los debates más novedosos, transgresores y delicados del feminismo (bueno, igual las feministas de los setenta lo debatían, pero yo no estaba ahí). Hay colectivos como Medeak que de alguna forma quieren romper con el esquema mujer víctima y hombre agresor, propiciando que las mujeres se reapropien del uso de la violencia. Vaya, no hablan de dedicarse a apalear a hombres. Hablan de autodefensa. De cabreo legítimo. De no dejar que los machistas sigan acosándonos, maltratándonos, asesinándonos. Mirad este párrafo:

«En los tribunales nos juzgan como lesbianas, como feministas radicales. Nos dicen que salimos en manada a matar hombres heterosexuales. Seguramente, será pura casualidad que sean las nuestras las que acaban siempre muertas. Mientras tanto, sus leyes solo pueden leernos como victimas. No nos dejan contestar; la autodefensa es violencia, pero paradójicamente su violencia nunca es violenta… (…) y aprenderemos a defendernos de vuestra violencia!! CABRONES!!!»

Ilustran el post con imágenes impactantes: una mujer desnuda desangrándose ante la mirada de un hombre, un grupo de monjas con rifles, y una manifestaciones de mujeres árabes en las que una porta un fusil. Soy la primera a la que me cuesta la forma de expresarse de Medeak y que recurra a esa iconografía violenta. No he sido capaz de ver Kill Bill (ya lo sé, imperdonable) ni Fóllame, dos películas de culto para las jóvenes feministas cabreadas. Cuando en los debates han sacado el tema de reapropiarnos de la violencia en según qué situaciónes, se me ha rayado el disco y sólo era capaz de pensar: «Soy pacifista, soy pacifista, soy pacifista, soy pacifista…» Pero estoy cambiando de idea.

El sábado pasado, en un bar, un tipo que estuvo a punto de recibir una hostia de una feminista (la paró el camarero) por lo mismo, se puso a acosar a una amiga mía (también feminista, pero de estética nada sospechosa de serlo). Por acosar me refiero a que se puso a ligar con ella invadiendo su espacio vital, ella le dijo que la dejara en paz, y él siguió insistiendo, acorralándola de forma que ella, que es super alta, no podía salir de ahí ni empujándole. Se había quedado sola en el bar, así que no veía a nadie conocido que le echase un cable. Una cuadrilla de tíos miraban el espectáculo divertidos. Hay que ser gilipollas. Un par de días después, estaba en la calle con mi amiga cuando el acosador pasó por delante de nosotras y le dijo algo tipo «qué guapa eres». Ella le contestó: «¿A que te pego una hostia?» Y a él eso le hizo gracia. ¡Le hizo gracia! A mí me han llegado a soltar eso de «qué guapa te pones cuando te enfadas». Mi amiga me decía que igual tenemos que conseguir que vean que vamos en serio, que podemos soltarles una hostia perfectamente, para que se lo piensen dos veces antes de agredirnos.

Claro que hay un pequeño problema: al menos yo no sé pegar una hostia. Nunca lo he hecho. Ni tan siquiera he jugado a pelearme con nadie (al contrario de estos niños que se pelean como cachorritos de león). La mayoría de las mujeres somos analfabetas en materia de lucha. Monroy se preguntaba en el taller al que asistí cómo es posible que los padres sigan enseñando a pelear a los hijos, cuando son las hijas las que necesitan ese conocimiento para defenderse de las agresiones sexistas. Es decir, aún hoy se refuerza ese binarismo: al hombre se le sigue enseñando a usar la violencia y se sigue sin instruir a la mujer sobre cómo defenderse.

No se trata sólo de  sentirnos con el derecho de usar la violencia cuando está en riesgo nuestra integridad. Se trata también de darnos cuenta de que a las mujeres nos han educado en la dulzura, la empatía, la comprensión, y nos han reprimido otras emociones necesarias como la rabia.  Una cosa que me pasa todo el rato es que, como tengo un gesto serio, los hombres me dicen: «sonríe un poco, mujer». ¿Por qué tengo que sonreir? ¿Te crees que soy una azafata o algo? Se extrañan si nuestra actitud no es la de gustarles y complacerles.

Otro ejemplo: cuando he descubierto que alguien en quien confiaba ciegamente me ha engañado, mi primera reacción ha sido intentar comprenderle y excusarle, y hacer como que no me afecta demasiado. ¡Eso no es sano! ¡Tenemos derecho a enfadarnos, necesitamos enfadarnos! ¡Necesitamos pegar un puñetazo a la pared o una patada a una silla! Lo contrario, esto de tragarnos la mala hostia todo el rato, nos lleva a la neurosis.

Fans de Mad Men: sabéis que esa serie está inspiradísima en «La mística de la feminidad», ese clásico imprescindible de Betty Friedan, en el que retrataba a la mujer de los años cincuenta y sesenta. Os hablé de ello en este post. Como os contaba, Friedan habla del «confortable campo de concentración» que es la vida de la ama de casa. Las mujeres de los Mad Men tienen todo lo que habían aprendido a desear. Sin embargo, van acumulando día a día frustración. Sus maridos las hacen sentir todo el rato poca cosa. Ese Don Draper que siempre tiene alguna amante abronca a Betty Draper por haberse comprado un bikini que «es de buscona». Y ella baja la mirada y le contesta: «Perdona, no lo sabía». ESO NOS SIGUE PASANDO. Y tenemos que cabrearnos por ello.

El pacifismo es uno de los rasgos más postivos del feminismo; siempre se dice que es el único movimiento revolucionario que ha conseguido cambiar tan radicalmente la realidad sin derramar una gota de sangre. Es cierto. En la construcción de nuestras nuevas identidades como mujeres más o menos emancipadas, no queremos imitar roles masculinos violentos. No es esa la cuestión. Pero de ahí a amputar nuestra capacidad de enfadarnos y defendernos cuando nos agreden, va un trecho.

¡¡¡¡NINGUNA AGRESIÓN SIN RESPUESTA!!!!