Carne y pescado
28 Oct
Un buen día recibí un sms de una amiga, en el que me decía que es bisexual, que ha decidido salir del armario como bisexual, y que se ha dado cuenta de que hay una bifobia de la leche. La llamé, un poco desconcertada. No con la revelación en sí, sino con la necesidad de comunicarla, y además con esa solemnidad. Yo sabía que ella había tenido sexo con mujeres (aunque todas sus parejas habían sido hombres), y me llamó la atención esa necesidad de reafirmarse. Me explicó que había decidido que es importante reivindicar la identidad «bisexual» (entendida como persona que puede sentirse atraída y amar tanto a mujeres como a hombres), dado que es cuestionada tanto por las personas heterosexuales, como por gays y lesbianas.
Estoy de acuerdo en lo de la bifobia. He escuchado muchas veces por parte de heteros que pueden entender que a alguien le guste la gente de su mismo sexo, pero que lo de darle a la carne y el pescado es vicio. (Sí, sí, así lo ha expresado gente veinteañera). También he asistido a los prejuicios y cuestionamientos de muchas lesbianas. Las mismas que animan a que todas nos definamos como lesbianas políticas y que llaman a salirse del binarismo y la heteronorma, tachan de heterocuriosas a las que empiezan a plantearse intimar con mujeres.
Sin embargo, le decía a mi amiga que tampoco se trata de ir de víctimas, que lo cierto es que las personas que son percibidas como homosexuales se enfrentan a la discriminación y el rechazo día a día, mientras que ella, como bisexual que sólo ha tenido relaciones de pareja con hombres, no vive la presión de la heteronorma con tal violencia.
En cambio, esta conversación me llevó a darme cuenta de otra cosa: en mi círculo de amistades, yo diría que no hay ni una sola mujer que no admita con naturalidad sentirse atraída hacia las mujeres, y un buen porcentaje ha mantenido relaciones sexuales con mujeres. Sin embargo, no se definen como bisexuales, y sus escarceos con mujeres son puntuales y anecdóticos. Siguen ligando con hombres, enamorándose de ellos, iniciando relaciones con ellos. Y cuando después de varios fracasos sentimentales -influidos en gran medida por el impacto del machismo en la relación- dicen de coña eso de «me voy a hacer lesbiana», se queda en una broma. Siguen esperando a su príncipe azul (o a su compañero de vida, que suena más moderno).
Yo ya he dicho muchas veces que soy queer para esto de la orientación sexual, que no creo demasiado en las categorías «homosexual», «heterosexual» y «bisexual», más allá de que cada quien se defina como más le apetezca, y que no me identifico con ninguna de esas etiquetas. Sin embargo, considero que quienes no nos hemos sentido y definido como homosexuales, tendemos a seguir por el carril de la heteronorma sin desviarnos demasiado, porque es lo más cómodo, el territorio conocido.
En el artículo que escribí con motivo del Orgullo LGTB me preguntaba cómo hubiera sido mi vida sentimental y sexual si la heterosexualidad no hubiera sido la norma; si cuando sentía atracción por una amiga, hubiera actuado en consecuencia en vez de creerme los consejos de la SuperPop de que es normal confundir los sentimientos hacia las amigas. Es un poco como esto de los genes dominantes: de la misma forma que si un embrión tiene boletos de tener los ojos azules o marrones, es más probable que los tenga marrones, si una persona siente atracción hacia personas del sexo opuesto y de su mismo sexo, es más probable que se instale cómodamente en la heteronorma. Quiero decir que, por lo general, se impone el modelo hegemónico de amor y de sexualidad. Porque lo contrario siempre supone cierto conflicto tanto con una o uno mismo, como con el entorno (porque, no nos engañemos, la diversidad sexual no está normalizada ni de lejos).
En el caso de las mujeres, esto se une a que estamos más socializadas en ser objetos de deseo que sujetos de deseo; estamos más entrenadas para hacer que nos seduzcan que para seducir. Simplificando mucho: si a mí me gusta un chico en un bar, le echo alguna mirada, y espero a que venga a hablar conmigo. Tal vez me invite a una copa, tal vez me saque a bailar. Si me gusta una chica, ¿qué hago? ¿Voy a hablar con ella? ¿Y si no es lesbiana? ¿Y si le molesta? ¿Le echo miradas a ver si viene? ¿Tendrán las lesbianas otros códigos de ligoteo? Estás son algunas de las preguntas e inseguridades que se nos pueden pasar por la cabeza y por las que nos acaba entrando la pereza. Mucho más seguro para nuestra autoestima quedarnos en el mercado hetero y esperar a que un tío que nos guste se lance a conquistarnos.
Este es uno de los argumentos que esgrimía mi amiga en su defensa de la bisexualidad: cuando una reconoce ante sí misma y ante su gente que le gustan las mujeres y los hombres, eso le lleva a cambiar ciertas inercias. Le lleva a explicitar la posibilidad de iniciar relaciones con mujeres. Le lleva a estar más receptiva. Si va en el metro, y ve una chica guapa, igual se anima a echarle una sonrisa o una miradita pícara, como hubiera hecho con un chico guapo.
Al fin y al cabo, si hacemos caso a Beatriz Preciado en que las sexualidades se pueden aprender como quien aprende varios idiomas, para ello habrá que ser un poquito proactiva. Es como si tratamos de aprender inglés limitándonos a ver pelis en versión original, a ver si de tanto hacer oído un día nos arrancamos a soltar un speech con perfecto acento de L.A. Pues no, tenemos que poner un poquito más de nuestra parte, atrevernos a chapurrear, hacernos un viajecito a Londres o proponer clases de intercambio a algún o alguna guiri (sí, hoy estoy sembrada con las metáforas).
En todo caso, estoy de acuerdo con las que defienden la identidad «lesbiana política» en cuanto a que lo importante no es cómo se sienta cada persona y con quien se acueste, sino que empecemos por hacer una apuesta decidida por la diversidad sexual, como un derecho que nos beneficia a todas las personas. Por tanto, insisto en lo importante que es que todas las personas nos impliquemos contra la homofobia, empezando por revisar y superar nuestros propios prejuicios heterosexistas.
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