Se licenció en Biología con buenas notas, pero no encontró trabajo de lo suyo y con lo que ganaba en empleos precarios no le daba para sobrevivir en Madrid. Así que se volvió a Extremadura, al pueblo de sus padres. Ahí necesita menos dinero para vivir, y vive mejor. Cultiva en la huerta, charla con las ancianas, respira. Es una de las protagonistas del documental que acaban de emitir en Documentos TV, titulado «¿Generación perdida?»
Cada vez que escucho la expresión «jóvenes sin futuro» para definir a mi generación me pregunto: «¿Pero cuál es ese futuro que esperábamos y que se nos ha negado?». Porque claro, si creemos que el futuro que nos corresponde incluye una vivienda en propiedad, un sueldo de 2.000 euros, un coche nuevo y ahorros como para irnos al Caribe todos los años, indignarse por no poder llegar a eso me parece un poco injustificado.
No dudo de que la inmensa mayoría de personas implicadas a fondo en el Movimiento 15-M estén defendiendo la transformación social. Lo que me gustaría es que fuéramos capaces de explicar a la juventud que no se trata de recuperar los privilegios de la generación de nuestros padres. Que tenemos que discernir entre los derechos que conquistaron (las 40 horas de trabajo, las pensiones de jubilación, las prestaciones sociales) de los privilegios de los que se beneficiaron (un chalé adosado y un Mercedes). Que se trata de construir otro modelo económico y social porque este es injusto e insostenible.
Siempre me chirrió el concepto «mileurista». Que se considerara un agravio ganar 1.000 euros en un mundo en el que hay unos índices de pobreza brutales, me parecía cuanto menos arrogante y clasista. En vez de apuntar a la carestía de la vida como la fuente del problema, no pedíamos que las cosas costasen menos dinero, sino que nos pagasen más. Las y los mileuristas sentían que merecían ganar más, entre otras cosas por estar sobrecualificados. ¿Pero por qué estaban sobrecualificados? Vale que se nos vendiera que en cuanto más nos preparásemos mejor, pero ¿acaso para mucha gente encadenar posgrados no era una forma de retrasar el acceso al mercado laboral y, por tanto, el paso de la vida de estudiante a la vida de adulto? Quien se encuentra con que con 32 años no ha cotizado en su vida, ¿no es responsable al menos de haber elegido no currar en tiempos de bonanza?
Luego está el tema del derecho a la vivienda. ¿De qué derecho estamos hablando exactamente? Cuando yo reivindico el derecho a una vivienda digna tengo en mente fundamentalmente a las personas sin techo. Tengo en mente a las personas inmigrantes que sufren discriminación a la hora de alquilar un piso. Tengo en mente a las personas que están siendo desahuciadas de sus casas. No tengo en mente a quienes siguen viviendo con sus padres hasta tener el suficiente dinero como para pagar la entrada de un piso.
Yo he vivido de alquiler desde los 17 años, primero compartiendo piso y desde hace tres años sola. He tenido que escuchar miles de veces, en boca de gente de todas las edades, eso de que estaba tirando el dinero. Mis parejas me han intentado convencer de meterme en una hipoteca con ellas, bajo la lógica de que me va a costar poco más que el alquiler mensual, y que alquilar es tirar el dinero. Pero yo seguía erre que erre con que no creo en la propiedad privada, con que no quiero atarme a un piso, ni a una ciudad ni a un banco, y que me va mucho mejor así. Entre trabajillos que iba buscando, una pequeña ayuda social y bastante austeridad, me daba como para pagar en torno a 200 euros por mi habitación y para vivir sin estrecheces. Y el corto periodo en el que disfruté de una nómina de mileurista, me daba para vivir sola pagando un alquiler de 510 euros mas gastos (bueno, se me quedaba en eso gracias a la ayuda para la emancipación), y todavía ahorraba un poquillo.
Claro que por ahorrar un poquillo me refiero a lo suficiente como para pagarme pequeños caprichos de vez en cuando, no lo suficiente como para comprar un piso, que es para lo que ahorra la gente. Quienes se quejan de que les cuesta llegar a fin de mes, resulta que tienen coche, o se hacen viajes internacionales todos los años, o se dejan el sueldo en cañas y porros. Poca gente está por la labor de ser austera. Ojo, sé que es difícil ser austera en una sociedad cuya gasolina para seguir funcionando es el consumo. En la que en tiempos de crisis la clase política anima al «consumo patriótico».
Otra queja que me choca es la de tener que depender del colchón familiar, es decir, las personas que argumentan que si no tenemos en cuenta el apoyo de sus padres, se encuentran por debajo del umbral de la pobreza. Ya, claro, pero lo cierto es que no viven en la pobreza, que no les falta de nada.
Creo que esa obsesión por la independencia y la autosuficiencia es nueva. Cuando mis abuelos emigraron de Galicia a Barakaldo en 1960 se vino toda mi familia materna (o sea, mis abuelos y bisabuelos maternos, mis tías abuelas, y mi madre, que era un bebé). Se apoyaban entre ellos. Mis padres se casaron en 1980 y tardaron un tiempo en irse de casa; se compraron el piso con la ayuda de la familia, que les hizo algún préstamo. Mis tíos, otro tanto. El hermano pequeño de mi abuelo emigró años después que él, y estuvo un año y medio viviendo en el salón de mis abuelos hasta que pudo hacer su vida. Y vaya, yo no estaba ahí, pero creo que nadie vivía esas situaciones como un síntoma de pobreza, que nadie lloraba por no poder irse a vivir solo a un piso de más de 60 metros cuadrados.
No podemos creer que vivir solos, en un piso de dos habitaciones en un barrio céntrico de una ciudad cara sea un derecho. ¿No os acordáis de aquello de los minipisos? ¿De cuando la juventud se escandalizaba porque los gobiernos les proponían vivir de alquiler en pisos de 30 metros cuadrados por poco dinero? Es algo que (yo que era un poquito rara) tampoco entendía. Hubiera firmado sin dudarlo. Volviendo a mis abuelos, vivían cinco o seis personas en un piso de unos 60 metros cuadrados, y a nadie se le ocurría llamarlo «piso patera».
No hay que tener una conciencia social de la pera para saber que hay unas desigualdades flagrantes entre los países del Norte y del Sur, para saber que somos tan afortunadas de haber nacido en este lado del planeta que resulta insultante considerar que un sueldo de mileurista es mísero, para tener en cuenta además que sería insostenible un mundo en el que todo quisqui llevase nuestro nivel de consumo y que por tanto nos toca a nosotras y nosotros decrecer. Pero claro, entiendo que es una putada ser la generación en la que se interrumpe el crecimiento y asumir con naturalidad que los tiempos de bonanza fueron algo excepcional. Además, la clase política se empeña en seguir hablando de recuperación de la economía, como si la crisis hubiera sido un bachecillo del que saldremos en cualquier momento para volver a esa dinámica del «sueño ibérico», por llamarlo de alguna manera: ese en el que un matrimonio de origen humilde, con trabajos normalitos, termina siendo propietario de seis viviendas; tres para uso y disfrute propios y otras tres para alquilar (estoy pensando en unos parientes míos).
Sí, debemos indignarnos y movilizarnos, pero no para recuperar privilegios de nuevos ricos sino para defender los derechos sociales conquistados por la clase obrera, y por apoyar también a quienes están sufriendo de verdad la crisis; a personas desahuciadas, a viudas que sí que viven por debajo del umbral de la pobreza, a inmigrantes que se quedan sin trabajo y por tanto sin papeles, a parados de larga duración…
Pero, además de indignarnos y movilizarnos, tenemos que cambiar nuestra mentalidad y nuestras expectativas. Agradezco un montón que en la tele salga una chica que entienda que el problema no son los sueldos, sino que el problema es el sistema, y se pire al pueblo a cultivar tomates. Que entienda que no se trata de conseguir adaptarnos con nuestros sueldos mileuristas al ritmo loco del capitalismo, sino de aprender a vivir de otra manera. No es la única. Yo he tenido la suerte de tener cerca a personas que han optado por otros modelos.
Me toca mucho la moral cuando se critica con brocha gorda a la gente de izquierdas y se piensa que nadie es coherente con lo que piensa y que todo el mundo termina apoltronándose. Pues no, en mi entorno abunda la gente que con treinta, cuarenta y hasta cincuenta años sigue sin creer en la propiedad privada, la gente que sigue compartiendo piso no como solución transitoria sino como apuesta vital, la gente que ni tiene carné de conducir porque se mueve estupendamente en transporte público y bici. Compran la comida a través de grupos de consumo ecológico. Intentan vivir más despacio, coger menos aviones y tirar por carreteras secundarias. Visten el mismo jersey durante diez años, ese jersey que se ponen en casa en vez de fijar el termostato a 22 grados.
Hay mucha gente trabajando muy bien a favor de un mundo mejor, empezando por lo más cotidiano. Lo difícil es mostrar al resto de la juventud que se puede salir de la rueda, convencer de que sí que hay futuro, pero que no incluye un apartamento en Jaca.
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Me apetece dedicar este post a algunas de esas personas que con su ejemplo me estimulan a llevar una vida más austera, solidaria y sostenible: Aitziber, Patxi, Itziar, Iván, Ander y mi aita, Mikel.
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