El placer de poseer certezas
10 Abr
Estoy leyendo ‘Cómo me convertí en un estúpido’ una delirante novela de Martin Page cuyo protagonista, Antoine, se siente tan atormentado por su inteligencia que se propone convertirse en un imbécil feliz. Está harto de racionalizar y analizar todo, de no sentirse integrado en la sociedad porque en vez de fundirse en ella se dedica a diseccionarla. En fin, me identifico bastante con esa «enfermedad de meditar demasiado», con sus deseos de aprender a detener el cerebro de vez en cuando, con sentir que el empeño por comprender la vida impide saborearla del todo. En el manifiesto que escribe explicando su proyecto para que trascienda por si muere en el intento, dice algo que me ha parecido brillante (intentad obviar el uso del masculino como genérico):
«Los hombres simplifican el mundo mediante el lenguaje y el pensamiento, de ese modo poseen certezas; y poseer certezas es el placer más poderoso de este mundo, mucho más poderoso que el dinero, el sexo y el poder juntos. La renuncia a una auténtica inteligencia es el precio que se paga por poseer certezas, y supone siempre un gasto invisible en el banco de nuestra conciencia. Para eso, prefiero a quienes no se cubren con el manto de la razón y afirman que su creencia es ficticia. Por ejemplo, un creyente que acepte que su fe no es más que una creencia y no una primacía sobre la verdad de las cosas reales»
Pues sí, resulta muy cómodo enrocarse en certezas simplistas como que los inmigrantes se llevan todas las ayudas. Si alguien se atreve a escuchar y entender que eso es un disparate, se enterará de un montón de cosas que prefiere no saber; por ejemplo, de lo injustas que son las leyes migratorias y el sufrimiento que provocan. Y entonces lo verá a su alrededor y ya no podrá mirar a otro lado. Creo que eso explica el enfado de mucha gente, empezando por la directora del área de igualdad del Ayuntamiento de Bilbao, cuando demostramos que en los bares de Bilbao se discrimina. Mola más pensar que vivimos en un mundo feliz, libre de intolerancia y de injusticias.
Pero ojo: tener conciencia social no nos libra de caer en certezas-trampa. En actitudes dogmáticas y sectarias que nos impiden escuchar a quien no piensa igual, entenderle y respetarle. Las que nos llevan a aplicar dobles raseros, justificar, relativizar u obviar atropellos, cuando los cometen «nuestra gente», en nombre de ideales que compartimos. No me gusta la gente que se siente en posesión de la verdad absoluta (aunque yo también crea en esa verdad); por ejemplo, me irrita la actitud atea-escéptica a ultranza que lleva a ridiculizar a quienes creen en algo más que en la ciencia.
Me preocupa que en la burbujita de los movimientos sociales en la mayor parte de debates nos limitemos a reafirmarnos en nuestras certezas, que evitemos el contacto con personas que nos cuestionan, que nos hacen hilar más fino, matizar ideas panfletarias. Conozco a personas progresistas que tienen buenas amistades en el entorno del Opus Dei. Admiro que se hayan atrevido a comprobar que incluso en los ambientes más hostiles podemos encontrar a gente que merece la pena. Aunque imagino que estas personas abiertas a quienes piensan diferente serán de las que también anhelen de vez en cuando, como el bueno de Antoine, regresar al cómodo refugio de las grandes certezas.
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