El taxista santero
7 Jun
Me encantan los taxistas. No sé si estaréis de acuerdo, pero a mí me parece que cuando una viaja por ahí siempre dan un montón de pistas sobre la idiosincrasia del país. Recordaréis que en Colombia me marcó el taxista uribista, un joven exmilitar que llevaba tatuado en el pecho Made in Colombia. Cuba no es el mejor país para charlar con taxistas, porque acostumbran a llevar el reggaeton a un volumen de volverse loca. Pero hubo una excepción de lujo: el taxista santero.
Íbamos de Trinidad a La Habana. Lo habitual es ir en el autobús Víazul, que vale 25 CUC (la moneda convertible; dólares, para entendernos). Pero hay taxistas que te ofrecen hacer el viaje a precio Víazul, con la ventaja de que tardan menos y además te dejan en la casa, así que te ahorras el taxi. ¿Competencia desleal? No, porque tanto los Cubataxi como los Víazul son del Estado. Y los taxis privados ofrecen el mismo precio, porque tal y como está la gasolina no lo pueden tirar más.
Bueno, el taxi tarda menos que el bus si el carro no te deja tirada en la carretera, que es lo que nos pasó de Viñales a Trinidad. El taxista nos consiguió un carro americano: ya sabéis, de estos que tienen más de cincuenta años, que son muy monos pero van a paso de burra, no tienen aire acondicionado, meten muchísimo ruido y se caen a trozos. Nuestras maletas no cabían en el maletero, así que cerramos el maletero con una cuerda que se desató en la primera media hora. El tío metió el bidón de gasolina que llevaba (porque, como ya os explicaré en el post sobre los precios, la gente no usa las gasolineras) entre su asiento y el del copiloto que, por cierto, carecían de cinturones de seguridad. Compartíamos el viaje con un italiano y una alemana que estaban enrollados. El italiano estaba colérico, viendo a su chica sin cinturón y con un bidón de gasolina al lado. No nos matamos, pero hubo otras víctimas mortales: dos cabritillos que se llevó por delante pese a ir a 50 km/h o algo así. No sé a qué velocidad iba porque tampoco le funcionaba el cuentakilómetros.
Pero yo os quería hablar del taxista santero, el que nos llevó de Trinidad a La Habana. Menudito, de mediana edad, bigotito canoso, gafas y una camisa beige que dejaba entrever los collares que le protegen. Nos montamos en el coche, me mira fíjamente por el retrovisor, y lo primero que dice es: «Tú eres changó». Se refería a un orisha, un santo yoruba, la religión que profesa buena parte de la comunidad afrocubana. Dado que sincretizó con el catolicismo, todos los santos tienen un equivalente cristiano. Se podría decir que changó es trans: es masculino y, de hecho, es el santo guerrero y de la virilidad, pero su equivalente es Santa Bárbara (desconozco si esta tiene a su vez un toque trans en el catolicismo). La verdad es que me picó la curiosidad, porque lo previsible sería que a una le digan que es Yemayá (la diosa del mar) u Ochún (la de la dulzura, la sonrisa, la protectora de las prostitutas), pero no un dios masculino y guerrero. Me dijo que lo sabía porque él también lo es, y que ve en mí ese carácter.
Hablamos de todo: fútbol, Guantánamo, Silvio… Conducía despreocupado y cuando se emocionaba con la conversación se olvidaba de mirar a la carretera. Qué miedo pasamos. Llevaba de copiloto (es bastante frecuente que un cubano se una para aprovechar el viaje y hacer compañía al chófer) a un chico joven que se declaraba proespañol e hincha del Barça. «Odio el reggaeton. Sólo escucho música española: Bisbal y Melendi». Y se arranca a cantar como si le fuera la vida en ello, mirando a Bea a los ojos, con toda su alma: «Y pido al sieeeeelo, que sepa comprender, esos ataques de selos que me entran si yo no te vuelvo a veeeerrrr».
El chico llevaba un aparato que yo no había visto en la vida y que él presentó como un mp4, sólo que era del tamaño de una memoria externa y era todo pantalla, así que iba viendo ahí videoclips. Nos dijo que cuesta 100 dólares. De vez en cuando le decía al taxista: «Mira qué buena está esta canción», y él se ponía el auricular y nos ponía de los nervios mirando la pantalla en vez de la carretera.
El taxista era como un diccionario de jerga cubana. En un parador se encontró con unos de su barrio (Regla, en La Habana, famoso precisamente por la santería) y exclamó: «Entre el cielo y la tierra no hay nada oculto» (versión cubana del «el mundo es un pañuelo»). Preguntado por Bea, nos dijo que robar se dice «fachar». Y nos cuenta un chiste: «Un italiano va con una mulata cubana a un restaurante. El italiano le dice: ¿Qué facciamos? Y ella le contesta encantada de la vida: Ah, pues todo lo que podamos: las copas, los platos…» Bea le dice que en España a los ladrones se les llama chorizos. «Aquí si dices chorizo la gente piensa en el miembro viril», contesta con picardía. Unos minutos después nos pregunta si nos gusta el chorizo de pata negra: «Yo lo he probado varias veces». Yo me quedo ojiplática. Se refería al jamón. «Me invitaron unos clientes españoles. Un ruso que no hablaba ni una palabra de español ni de inglés se sumó y aportó una botella de vodka. Tremenda guaracha». Y de repente entiende mi desconcierto: «¿Que tú pensabas que yo hablaba de una pinga negra? Jajajajaja».
Nos contó chistes de pinareños (la gente de Pinar del Río, que al parecer son un poco como los de Lepe), de gallegos (españoles), chistes verdes… Pena ser tan mala para recordarlos. Pero no todo fueron risas. No llevábamos ni una hora en la carretera cuando empezó a tronar. Un rayo cayó en el campo de al lado: una explosión y la tierra empezó a humear. Os lo juro. Nosotras a punto de llorar. Él sonriendo. El copiloto se preocupa, y él le contesta con sorna: «¿Qué pasa, que dejaste la ropa tendida?». Era la tercera tormenta que nos hizo tiritar de miedo en cuatro días, allá donde íbamos. En cambio, la gente nos decía que llevaba meses sin llover. «¿Cuál es el dios de la tormenta?», le pregunto. «Changó», y me guiña un ojo. Por unos momentos cedí a la dulce tentación de creer que yo, encarnación del guerrero, llamaba a las tormentas.
Llegamos a La Habana sanas y salvas, algo tristes porque empezó a hablarnos de su querido abuelo, un gallego (literal) rico hasta que triunfó la Revolución, alcohólico, bonachón, al que todo el mundo engañaba. Falleció de cirrosis, sí, pero con más de 90 años. Le dio tiempo a reunir a su familia cuando sintió que iba a morir: lo anunció, cerró los ojos, y se fue en paz.
El taxista nos dejó su teléfono y se ofreció a guiarnos por Regla. No le llamamos. Fuimos por libre. Tal vez fue un mecanismo de defensa. De haberle llamado, igual me hubiera encontrado consiguiendo un pollo, cigarros y ron para mi santo. Me decanté por lo cómodo: pagar un dólar por que una santera para yumas (guiris) me leyera la mano, y no diera ni una. Me dijo que me duele la cabeza a menudo, que alguien de mi familia está muy enfermo, que tengo estabilidad laboral, que voy a encontrar la estabilidad amorosa con un cubano, y que mi santa es Ochún. Así salí de Regla con el bolsillo y el escepticismo a salvo. Pero no puedo quitarme de la cabeza esta canción: «Santa Bárbara bendita, para ti surge mi vida…« ¡Que viva Changó, señores!
Pues a mí me pasa lo contrario con este post: que mi escepticismo se resquebraja y me entran ganas de llamar a un santero.
Porque Santa Bárbara es ¡la santa protectora contra los rayos! Y vosotras os acordastéis de Santa Bárbara ANTES de que tronase.
http://www.meteored.com/ram/725/meteorologia-popular-%E2%80%9Cacordarse-de-santa-barbara-cuando-truena%E2%80%9D/
¡Y porque es evidente que eres Changó!
El uso y abuso de los «santeros» es un negocio más que usan los taxistas para cazar turistas ingenuas, por suerte saliste ilesa de tu aventura por Regla. Me agrada el lenguaje en tu narración. Suerte, Agustín