Educación para la prepotencia
Los primeros 6 años de vida
Para los que tengáis más tiempo os recomiendo que veáis la última emisión de Redes.
Cita postuaria: «Es imposible educar niños al por mayor; la escuela no puede ser el sustitutivo de la educación individual». Alexis Carrel (1873-1944)
Un ser civilizado anda suelto en la ciudad
El tipo, que debía rozar los cuarenta San Fermines y vestía de sport (seguro que encontraremos a alguien a quien le interese este dato) se dio la media vuelta y comenzó a caminar con la serenidad del que acaba de cumplir con una de las tareas, que un día sus padres le pusieron de por vida. Antes de que se alejara le dí las gracias, al tiempo que brotaba incontrolable de mi garganta la siguiente expresión: «Ya no quedan personas así». La dependienta del negocio, al oír mi sentencia más casposa que responsable, soltó un «ya lo puedes decir porque como están las cosas, 20 euros son 20 euros». Y lo vi claro. Debía insistir en mi agradecimiento y así lo hice. Miré en la dirección en la que había tomado distancia y lo encontré sentado en su vehículo con la ventanilla bajada, a punto de iniciar la marcha. Levanté mi brazo y le grité «muchas gracias» a lo que respondió sobriamente «de nada», sin sonrisas gratuitas y deseando poner fin a más reconocimientos.
Con el pifostio social y económico que tenemos montado últimamente por aquí en el primer mundo -en los otros ya hace tiempo que esto no es noticia-, que un pavo que no conoces de nada (probablemente a algunos os vendrá a la mente alguna de vuestras ex parejas) tenga este gesto de civismo, me deja esperanzado. Lástima que yo no haya estado a la altura de los acontecimientos para rematar la faena llevándome las dos orejas y el rabo -en este último punto soy más conformista-. En un mundo tan económico y financiero como el nuestro (he obviado «depresivo» porque se presupone que es así) haberle compensado con una comisión del 10% del botín recuperado hubiera sido más que apropiado, teniendo en cuenta las leyes del mercado vigentes (ya sabéis: oferta, demanda o «¡mira un tordo!, mientras te birlo el fajo gordo»). Siguiendo sus designios, me vi beneficiado por los eficaces servicios de un ciudadano profesional al que su buen hacer no le reportó rédito alguno. Para dar carpetazo al asunto me amparé en que quizá la recompensa personal del deber bien hecho haya colmado sus aspiraciones. Con esta fenomenal excusa de andar por casa aquí lo dejo.
"El ascensor" de PocoMás Magazine
Ha llegado la primavera y el mes de abril, he vuelto a las andadas. La gente de PocoMás Magazine, en el marco de su obra social, han decidido reiterar su confianza en un servidor (dudoso término éste) y me han encargado la página mensual que tanto os reconforta, especialmente cuando envolvéis en ella vuestro sándwich de mortadela con el que alimentáis vuestro desgana laboral. Es hora de que me deje de historias y os reproduzca el contenido en cuestión titulado:
El ascensor
Todo sucedió en un día cualquiera del pasado mes de marzo. Lugar: el ascensor de un conocido centro comercial; hora: la del té (17.00h). Aprieto el botón de llamada mientras permanezco en solitario a la espera de su llegada. Siempre procuro dejar una distancia prudencial con respecto a la puerta, no tanto por si tiene que bajarse alguien que también, sino por si algún descerebrado macho o hembra carente de civismo decide de motu proprio que es y será siempre el primero allá donde vaya. Y a los demás que nos vayan dando, a poder ser por varias cavidades y en cantidades industriales. Pero esta vez tuve suerte. Ningún gilipollas había aprovechado mi generosidad para adelantarme de forma sorpresiva (he sustituido “sorprendente” porque parece ser que utilizar este adverbio está penado). Sin embargo, justo cuando me las prometía muy felices y hacer el trayecto en solitario, me vi rodeado por una familia casi al completo. Sólo faltaba la madre -pensó mi intelecto más ortodoxo-, o el otro padre –apuntó mi trocito de hombre moderno- o la madre de alquiler –se atrevió a sugerir mi hemisferio más científico y reducido-, y ahí lo dejé para no exprimir en exceso a mis neuronas. Faltaban muchas horas para ponerme en stand by y no debía sobresaturar el sistema…
Recompongamos el escenario. Por un lado tenemos una figura masculina de unos cuarenta abriles que a la altura de sus manos se encuentra rodeado por tres niñas encantadoras, ataviadas con la indumentaria escolar oficial. En estos casos siempre peco de moderado y un “vestidas como Dios manda” no estaría de más. A golpe de rabillo del ojo, analicé a ese ejemplo de familia española de clase media alta. Sus ropajes y los modales de las herederas ponían de manifiesto que cuando alguien se preocupa por la educación de los suyos, pueden pasar varias cosas y entre ellas está que se consigan tales propósitos. Otra diferente es que el progenitor descuide la suya y se convierta en un imbécil estándar, rompiendo el manido refrán “de tal palo tal astilla” para buenaventura de su descendencia. Pues bien, este último era el caso del pájaro en cuestión.
El marqués de La Prepotence se posó en el montacargas y a mi saludo de “hola” ni se inmutó lo más mínimo. La mayor de su estirpe, una princesita encantadora, hizo ademán de separar los labios pero viró repentinamente la cabeza en un gesto brusco frenando en seco cualquier señal de civismo expreso, para no ser reprendida por papá tordo. A todo esto volví a repetir “hola” –como espécimen humano procuro tropezar con la misma piedra todo lo necesario- esperando romper la barrera del miedo de la joven heredera. Al tiempo que no obtuve respuesta redimí de toda responsabilidad al trío de damas. Por el contrario toda mi ira –un cuarto de kilo a lo sumo- recayó en el basto de la baraja. Es sorprendente que un tipo que aparenta haber sido compañero de pupitre de Los Albertos, hecho hombre según los principios del gurú del marketing familiar Don Escrivá de Balaguer (autor de campañas como “Un coito, un hijo” o “Donde pongo el ojo, hay negocio”, entre otras) y haber pasado por las más crueles novatadas del colegio mayor del tipo “ducha de Moët & Chandon”, “todo un día vestido con vaqueros Lee” o “ser fotografiado repostando sin la ayuda del gasolinero”, no sepa desenvolverse socialmente en un ascensor. Invadido por mi espíritu redentor materno, pude ver la luz… la de la tercera planta para ser más exactos. Cuando se abrieron las puertas, el virrey dio la orden a las meninas para que iniciaran la marcha. Las tres miraron de reojo, y pude intuir su demostración de que a pesar del padre que las parió (para que luego digan que no soy un activista en por la igualdad de género) habían aprendido lo correcto en la guardería, que no era otra cosa que saludar cuando se entra o sale de un sitio. Y así lo hicieron, pero en silencio y con un golpe de ojos a lo Margaret Astor para no dejar evidencias. Entiendo el trauma que puede suponer para un niño que le priven de su partida a la Nintendo DS por saltarse las reglas. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Jamás consentiría que un infante antepusiera el corresponderme cortésmente a cambio de prescindir de su dedicación amistosa con su videoconsola de confianza. Segundos después se cerraron las puertas. Para olvidar el desplante decidí adoptar medidas ejemplares. Subí hasta la sección “Imagen y Sonido” y dejé que mi tarjeta de cliente le contara las penas a la caja registradora. Fue todo un acto de generosidad por su parte del que siempre le estaré agradecido.
Para prevenir el aburrimiento espontáneo aquí os dejo una canción de fácil digestión para compensar vuestra solidaridad.
"Una tarde de cine" en PocoMás Magazine
Aquí os dejo mi última perla -sin cultivar, eso sí- que he cedido a los amigos de PocoMás Magazine para sus páginas de este mes de marzo. He titulado la columna «Una tarde de cine«, y va dirigida a todos aquellos apasionados del séptimo arte y sus maravillas adyacentes. Para los más perezosos con el ratón, seguidamente tenéis disponible el artículo.
Una tarde de cine
Qué bonito es el cine, ¿verdad? ¿Y de los Oscars qué me decís? Qué emocionante es ver a los premiados recoger su estatuilla. Que se lo merezcan o no es lo de menos, y si no que se lo digan a sus familias y a su patrimonio, en orden inverso eso sí. Dicho lo cual, a partir de aquí me arremango. Pues para que esos héroes de película lleguen hasta la alfombra roja (yo soy más de moqueta), a poder ser sin tropezar, el resto de mortales que vivimos en el sótano del sistema y que lo más rojo que tenemos son los dígitos de la cuenta corriente, hemos tenido que ir peregrinando de sala en sala sorteando bodrios estratosféricos con propiedades narcóticas sin más antídoto que el sueño, hasta dar con una película de la que poder recordar por lo menos el título. Precisamente de mi última odisea en un cine quería hablaros.
Antes de ejecutar la operación ‘una tarde en el cine’, tuve que diseñar un plan preciso y certero. Consulté la cartelera y me encomendé a un método infalible: lancé diez céntimos al aire (la cosa no está para excesos) y el azar y la falta de liquidez de la banca decidieron que el destino de mi subvención debía recaer en Benjamin Button, la más bella historia de amor jamás contada por el guionista de turno, por lo menos en 2008. Con el objetivo identificado, el siguiente paso consistía en elegir el equipamiento y la localización en la que se llevaría a término la misión. En base a criterios de proximidad y logísticos –aparcamiento y comodidad del recinto en cada sesión- me puse en marcha en dirección al cine escogido al que llegué en pocos minutos. Adquirir la entrada, hacerme con provisiones y tomar posiciones serían los pasos a seguir. Nada más entrar en el edificio miré a ambos lados localizando mis próximos destinos. Sigilosamente pero con firmeza me situé en la fila de la taquilla. Fiel a las enseñanzas de El sargento de hierro fijé mi posición guardando en todo momento contacto visual con el enemigo. Llegó mi turno cuando una impostora de unos cincuenta y tantos, agente doble con toda seguridad, haciéndose la despistada mientras contemplaba el tablón de precios hizo un quiebro y violando mi perímetro, me arrebató la posición. Quise localizar entre mis pertenencias la dosis de pentotal sódico apropiada para estos casos, pero ya era tarde. Mis venas cobraron un volumen stallone justo cuando me tocó el turno. La dependienta batió el récord del mundo de recorte de entrada y vuelta de cambio. Supo al mirarme que, de haberlo necesitado, no hubiera dejado rehenes.
Dirigí mis pasos hacia el punto de avituallamiento: la tienda de golosinas. Todos tenemos nuestro punto dulzón, y si no que se lo digan a Clint Eastwood que dejó el cuerpo de Harry para recorrer Los puentes de Madison. Divisé las piezas y busqué el mejor ángulo de visión para capturar mis presas. Dos codazos, una zancadilla y una maniobra acústica de despiste después (lanzan un “¡oye!” a tu lado y mientras tratas de averiguar si tú eres el destinatario, te ventilan el último kojak del expositor), me vi abocado a ceder unos metros. Cambié de estrategia y tomé la delantera en el stand de las palomitas. Vaya suerte la mía. A cambio de mi puntualidad recibí los desechos de la última tanda. Solo me hubiera faltado oír a Briatore gritándome “bravo Hache, bravíssimo” por haber conseguido la pole-popcorn. Al tiempo que recogía los restos de mi dignidad esparcidos por el mostrador, pude presenciar como el charlie que me seguía recibió unos copos de maíz recién salidos de la máquina y más crujientes que los abanderado de Torrente. Quise olvidar todos los contratiempos y enfilé la puerta de la sala. Entré bien posicionado, divisé la mejor ubicación para mi centro de operaciones y levanté mi campamento. Habría más de doscientas butacas, de las que sólo llegaron a ocuparse una treintena. Ducho en las tácticas de guerrilla del entrañable John Rambo, acoté mi territorio colocando mi anorak en el asiento de al lado. Convencido de mi éxito, sabedor de que tan sólo había una de cada cinco plazas ocupada, me dispuse a contemplar el paisaje alimentándome a base de regaliz. En esto veo aparecer a los de ‘el club de todos los jueves, cine’. Miro a izquierda y derecha, arriba y abajo y suspiro tranquilo: es imposible que quieran rebasar mi frontera. ¡Tate! El portavoz de la cuadrilla se dirige a mí: “¿Te importa? –señalando mi chaqueta-; es que somos tropecientos, justo el número de butacas libres en esta fila”. No respondí. Me limité a ceder parte de mi espacio vital mientras blasfemaba en arameo clásico y en dual. Era mi día de suerte. Vistos los precedentes, la cosa pintaba bien. Después de todo era imposible que la película no mejorara lo presente. Durante casi tres horas tuve que soportar miles de ruidos palomiteros, conversaciones con volumen para sordos, parejas de sin techo entregadas a Cupido y tipos con el intelecto desbordado tratando de entender la juventud anciana de Pitt. Eso fue todo. Una maravillosa tarde de cine.