"Una tarde de cine" en PocoMás Magazine

Aquí os dejo mi última perla -sin cultivar, eso sí- que he cedido a los amigos de PocoMás Magazine para sus páginas de este mes de marzo. He titulado la columna «Una tarde de cine«, y va dirigida a todos aquellos apasionados del séptimo arte y sus maravillas adyacentes. Para los más perezosos con el ratón, seguidamente tenéis disponible el artículo.

Una tarde de cine

Qué bonito es el cine, ¿verdad? ¿Y de los Oscars qué me decís? Qué emocionante es ver a los premiados recoger su estatuilla. Que se lo merezcan o no es lo de menos, y si no que se lo digan a sus familias y a su patrimonio, en orden inverso eso sí. Dicho lo cual, a partir de aquí me arremango. Pues para que esos héroes de película lleguen hasta la alfombra roja (yo soy más de moqueta), a poder ser sin tropezar, el resto de mortales que vivimos en el sótano del sistema y que lo más rojo que tenemos son los dígitos de la cuenta corriente, hemos tenido que ir peregrinando de sala en sala sorteando bodrios estratosféricos con propiedades narcóticas sin más antídoto que el sueño, hasta dar con una película de la que poder recordar por lo menos el título. Precisamente de mi última odisea en un cine quería hablaros.

Antes de ejecutar la operación ‘una tarde en el cine’, tuve que diseñar un plan preciso y certero. Consulté la cartelera y me encomendé a un método infalible: lancé diez céntimos al aire (la cosa no está para excesos) y el azar y la falta de liquidez de la banca decidieron que el destino de mi subvención debía recaer en Benjamin Button, la más bella historia de amor jamás contada por el guionista de turno, por lo menos en 2008. Con el objetivo identificado, el siguiente paso consistía en elegir el equipamiento y la localización en la que se llevaría a término la misión. En base a criterios de proximidad y logísticos –aparcamiento y comodidad del recinto en cada sesión- me puse en marcha en dirección al cine escogido al que llegué en pocos minutos. Adquirir la entrada, hacerme con provisiones y tomar posiciones serían los pasos a seguir. Nada más entrar en el edificio miré a ambos lados localizando mis próximos destinos. Sigilosamente pero con firmeza me situé en la fila de la taquilla. Fiel a las enseñanzas de El sargento de hierro fijé mi posición guardando en todo momento contacto visual con el enemigo. Llegó mi turno cuando una impostora de unos cincuenta y tantos, agente doble con toda seguridad, haciéndose la despistada mientras contemplaba el tablón de precios hizo un quiebro y violando mi perímetro, me arrebató la posición. Quise localizar entre mis pertenencias la dosis de pentotal sódico apropiada para estos casos, pero ya era tarde. Mis venas cobraron un volumen stallone justo cuando me tocó el turno. La dependienta batió el récord del mundo de recorte de entrada y vuelta de cambio. Supo al mirarme que, de haberlo necesitado, no hubiera dejado rehenes.

Dirigí mis pasos hacia el punto de avituallamiento: la tienda de golosinas. Todos tenemos nuestro punto dulzón, y si no que se lo digan a Clint Eastwood que dejó el cuerpo de Harry para recorrer Los puentes de Madison. Divisé las piezas y busqué el mejor ángulo de visión para capturar mis presas. Dos codazos, una zancadilla y una maniobra acústica de despiste después (lanzan un “¡oye!” a tu lado y mientras tratas de averiguar si tú eres el destinatario, te ventilan el último kojak del expositor), me vi abocado a ceder unos metros. Cambié de estrategia y tomé la delantera en el stand de las palomitas. Vaya suerte la mía. A cambio de mi puntualidad recibí los desechos de la última tanda. Solo me hubiera faltado oír a Briatore gritándome “bravo Hache, bravíssimo” por haber conseguido la pole-popcorn. Al tiempo que recogía los restos de mi dignidad esparcidos por el mostrador, pude presenciar como el charlie que me seguía recibió unos copos de maíz recién salidos de la máquina y más crujientes que los abanderado de Torrente. Quise olvidar todos los contratiempos y enfilé la puerta de la sala. Entré bien posicionado, divisé la mejor ubicación para mi centro de operaciones y levanté mi campamento. Habría más de doscientas butacas, de las que sólo llegaron a ocuparse una treintena. Ducho en las tácticas de guerrilla del entrañable John Rambo, acoté mi territorio colocando mi anorak en el asiento de al lado. Convencido de mi éxito, sabedor de que tan sólo había una de cada cinco plazas ocupada, me dispuse a contemplar el paisaje alimentándome a base de regaliz. En esto veo aparecer a los de ‘el club de todos los jueves, cine’. Miro a izquierda y derecha, arriba y abajo y suspiro tranquilo: es imposible que quieran rebasar mi frontera. ¡Tate! El portavoz de la cuadrilla se dirige a mí: “¿Te importa? –señalando mi chaqueta-; es que somos tropecientos, justo el número de butacas libres en esta fila”. No respondí. Me limité a ceder parte de mi espacio vital mientras blasfemaba en arameo clásico y en dual. Era mi día de suerte. Vistos los precedentes, la cosa pintaba bien. Después de todo era imposible que la película no mejorara lo presente. Durante casi tres horas tuve que soportar miles de ruidos palomiteros, conversaciones con volumen para sordos, parejas de sin techo entregadas a Cupido y tipos con el intelecto desbordado tratando de entender la juventud anciana de Pitt. Eso fue todo. Una maravillosa tarde de cine.

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