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El año que viví peligrosamente

15 años después

A finales de este 2012 hará quince años que volví a nacer. A pesar de sonar a topicazo, no se trata de un recurso literario sino de los hechos que ocurrieron durante casi un año de mi vida. Algunos ya los conocéis y seguro que, como me ocurre a mí en muchas ocasiones, hasta os parecerá un producto de la factoría de vuestra imaginación. Y es precisamente a ti, a vosotros, a quién va dedicado este post como un modesto, pero absolutamente sincero, reconocimiento que hice prometerme que no dejaría pasar por alto allá por el final de 1998.

Una Navidad cualquiera

Todo empezó en diciembre de 1997. Jamás se me olvidará aquel instante en el que se paró el mundo, aunque sólo fuera en mi reloj. Estábamos en vísperas de las fiestas de Navidad y hacía unos días que me había sometido a una pequeña intervención. Estábamos sentados a la mesa y Papá tomó la palabra. Ya teníamos los resultados. No había ido bien. Rompí aquel silencio estremecedor y pregunté: «¿Cómo que tratamiento? ¡Pues que me vuelvan a operar y ya está! Y entonces se me escurrió el suelo bajo los pies. «No hijo, no puede ser. Tienen que ponerte quimioterapia y radioterapia. Se llama linfoma de Hodgkin«. Me encantaría contarte que fui valiente, que miré a ese destino traidor a los ojos sin bajar la barbilla, pero nada de eso ocurrió. Sentí como mi cuerpo se agrietaba de afuera a dentro, desgarrándome las carnes. Solté un alarido en forma de «no» y rompí a llorar como no había hecho jamás. Me levanté y me encerré en mi habitación sin comer. No quise hablar con nadie en días. El primero en llamar fue David. Se lo acababan de contar mis padres. Papá me pasó el teléfono, creo recordar, y al instante nos pusimos a llorar. Colgó y vino corriendo desde el otro lado de la calle. Subió las escaleras de tres en tres y nos abrazamos. Quizá en ese momento comprendí que no tenía por qué adentrarme en el abismo solo. A partir de ahí empezó la batalla.

Lo primero que me esperaba era una visita al Dr. Antich. Estaba tan aterrorizado que temblaba tanto de epidermis para dentro que los huesos parecían resonar, mientras procuraba que esa imagen no se proyectara hacia el exterior. Empezaba a plantearme que debía tener en cuenta a mi familia, que ellos también sufrían. El Dr. Antich no se anduvo con rodeos: «¿Has hecho la ‘mili’? Pues esto es como un servicio militar: en nueve meses todo habrá acabado y después podrás olvidarte». A continuación empezó con la teoría. Era un linfoma de Hodgkin en estadio I y el pronóstico era bueno. «Tranquilo. Se cura en más del 90% de los casos», concretó mientras no dejé de darle vueltas a ese pendenciero 10%. Al tratamiento a seguir se le llamaba «sandwich» (Quimio – Radio – Quimio) con 12 sesiones de quimioterapia y un mes y medio de radioterapia. Lo tenían claro, parecía. Yo, no tanto. Ese mismo día tomé verdadera conciencia por primera vez del tipo de experiencias que abalanzaban sobre mí en los meses posteriores. Antes de marcharnos con la cita para la primera sesión de quimio en el bolsillo, me tuvieron que someter a una punción lumbar. La verdad es que fueron francos: «Esto te va a doler un poco». Me anestesiaron la zona posterior de la cadera para introducirme una aguja del tamaño de un soplete. «Lo que vamos a hacer es llegar hasta el hueso y coger una muestra», dijo el Dr. Antich. Me enseñó el artilugio y mentiría si dijese que no estuve a punto de entrar en colapso total. En su punta constaba de una suerte de dentadura que se manejaba desde lo que parecían unas asas de tijera situadas en el extremo opuesto. Cuando lo introdujo el dolor era soportable hasta que señaló que a partir de ese instante iba a hacerme «algo» de daño. «Esto te va a doler», dijo sin darme tiempo a digerirlo mientras apoyaba casi todo el peso de su cuerpo sobre mi espalda para arrancarme un trozo de esqueleto. El dolor fue tan intenso que durante unos segundos perdí la voz mientras me caían un par de lágrimas sin sollozo alguno, incapaz de consumir energía alguna en expresar cualquier otra manifestación de tal tortura. Para colmo, tuvo que hacerlo dos veces porque en la primera ocasión el congrio de metal regresó sin tajada. Al acabar fue más elocuente: «Te hemos arrancado un trocito de hueso y la anestesia solo te calma el pinchazo de la inyección. La mordedura del hueso se siente completamente. Pero eso es mejor no decírtelo hasta que ya ha pasado», sonrió. Me aseguró que se trataba de una de las pruebas más dolorosas que existen. Así entendí porque casi me desmayo de dolor. A pesar de lo que pueda parecer, debo ser justo y reconocer que el equipo del Dr. Antich y las Dras. Cladera y Balaguer, responsables de mi supervivencia en aquellos nueve meses, me hicieron conocer la vertiente más humana de la medicina, repleta de profesionales imponentes con un trato personal exquisito.

El entorno

En este punto hago un pequeño alto en el camino para acordarme de Mamá, Papá y Samantha, mi hermana. Todas las sesiones de quimio com Mamá, los análisis semanales para ver mi nivel de defensas, los trayectos en coche en que no cejaba en su empeño de ver la botella medio llena mientras yo le amenizaba el viaje con algo de SKA-P y su Cannabis; las noches de ingresos por daños colaterales al tratamiento… Todo atenciones, siempre con una buena cara como receta. Papá estaba en el mismo bando, codo con codo, organizándose el trabajo para poder escaparse a hacerme compañía en mis maratones de 3 horas de quimioterapia, removiendo cielo y tierra para que la burocracia del seguro médico complementara todo el proceso que la Seguridad Social ya estaba asumiendo, conectando nuestra casa a Internet para hacerme llevaderas la cantidad de horas muertas y poderme comunicar con Josu y Pedro, mis amigos y compañeros de carrera que estaban pasando ese curso de Erasmus en Aberdeen, Escocia. Guardo los emails que me enviaron y todas las cartas y postales manuscritas. Entre aquellos aparece alguno de Marcial. Estuvieron tan cerca que los miles de kilómetros de distancia apenas importaron. Igual que ahora, Josu, que nuestras vidas no coinciden tanto como quisiéramos te intuyo igual de cerca. Y cómo no acordarme de Sami, mi hermana, para la que también fue un calvario durante el que jamás remugó. Compaginar la tortura de sus oposiciones a judicatura con los constantes sobresaltos que le propinaba su hermano supuso para ella un sobre esfuerzo descomunal. Fue uno de tus peores casos, ¿verdad magistrada?

Cartas y postales manuscritas, emails, un relato en una publicación universitaria y otros recuerdos de 1998.

Y la conocí. Hablo de Rebeca, mi mujer. Empezamos a salir en pleno tratamiento; no le importó ni mi lamentable apariencia física en aquellos momentos, ni siquiera el olor a buitre carroñero que en cualquier instante podría sobrevolar mi cogote. Con ella se me olvidaba todo. Se me escabullían las hienas de mi azotea cuando compartíamos el tiempo. El próximo mes de abril hará 14 años que lo dio casi todo. Hace 29 meses cerró el círculo: nos hizo padres.

Tuve el privilegio de poder disfrutar de mi suegro Manolo durante unos meses. Aunque el destino no tuvo tanta paciencia con él, su custodia actual de la familia es incuestionable. El resto de la familia, mis cuñado Alberto e Iván, siempre me hicieron sentir como en casa. Recuerdo el día en el que me presenté oficialmente a la familia. Más de una veintena de familiares y amigos pendientes de un cabeza rapada con ictericia. Los nervios se esfumaron al acabar los saludos. No olvido el camino de regreso en el Golf verde edición Rolling Stone de Mateo y los Dire Straits de fondo. Hoy puedo decir que soy uno más de esa familia.

Daños colaterales

A este apartado corresponden todas aquellas consecuencias derivadas de los efectos aniquiladores que las drogas controladas ejercieron sobre mi cuerpo. Padecí una parálisis intestinal que me obligaba a tomar repugnantes antídotos para combatirla. Tras las sesiones de radioterapia mi cuerpo entraba en estado de letargo y era capaz de dormir la mayor parte del día. La radiación era tan potente que un día me desperté con las axilas en carne viva. La radioterapia propició uno de los momentos más dramáticos, a la vez que estúpido, del calvario. Una tarde me empezó un picor terrible en la nuca, desesperante. Empecé a rascarme con nerviosismo hasta que me quedé con un mechón de pelo en la mano. Luego otro, y otro y así hasta quedarme al raso en esa parte de la cabeza. Salí disparado hacia el baño para comprobar qué me estaba pasando. Llamé a mis padres pidiendo ayuda con un llanto desconsolado. Estaba aterrado porque pensé que el maldito linfoma se había apoderado de mi apariencia y ya no podía pasar desapercibido. No quería dar explicaciones y, sobre todo, me repugnaba el hecho de producir en los demás cualquier sentimiento de compasión. Es cierto que cuando me diagnosticaron lo primero que hice fue comprarme una máquina para raparme el pelo. Era la época en que los De la Peña, Ronaldo -el original- y compañía habían puesto de moda el peinado al cero y eso me ofrecía una cierta coartada. Pero ésta quedó desfasada cuando la radio engulló parte de mi cabellera. Mi familia y amigos se encargaron de hacer invisible esa circunstancia durante muchos momentos.

La neumonitis pulmonar como efecto de una de las drogas de la quimio. Un día, a traición, me quedé a mitad de escalera. Tuve que subir los últimos dos pisos a cuatro patas, me faltaba la respiración. Desde ese momento tuve que someterme a pruebas periódicas para controlar una posible pérdida crónica de capacidad pulmonar. Finalmente se quedó en una huella residual que no me afectaría para nada en mi vida cotidiana.

Una pericarditis en Madrid. Las Navidades siguientes, a los tres meses de finalizar el tratamiento, me entró un fuerte dolor en el pecho y en cuestión de horas apenas podía moverme. Pensé que estaba sufriendo un infarto. Ingresé en urgencias de una clínica próxima al barrio de Arturo Soria y me quedé durante algunos días pensando que por lo menos los pacientes serían de postín, pero no fue así. El susto fue morrocotudo. Mi padrino estuvo allí al pie del cañón, demostrándome lo que significa ser familia aunque solo pudiéramos ejercer en las fechas señaladas.

Recuerdos

De todos esos meses, quedan muchos recuerdos. Como las clases de la facultad a las que acudía en semanas alternas, ausentándome durante las que me tocaba tratamiento. Fue impresionante comprobar como mis compañeros -algunos de ellos forman parte de mi círculo de amistades más íntimo- se desvivieron para que no perdiera el hilo de las clases. Trabajos en equipo hechos a mi medida y gestiones con el profesorado en mi nombre, eran una constante. Todavía me acuerdo de las risas y las continuas bromas que me procuraba el bueno de Jaime. Aquí no puedo olvidarme de algunos de mis profesores que, saltándose el calendario escolar, me examinaron cuando las ondas y la química me concedían una tregua. Recuerdo a Joana Mª Seguí o a Climent Picornell, entre otros, que pusieron su agenda a mi disposición. Ese curso conseguí superar diez asignaturas.

Recuerdo cuando hablé con Mamá sobre el cannabis. Le dije que si las sesiones de quimioterapia se me iban de las manos quería que se lo planteáramos a los doctores. Eran tres días con el cuerpo descompuesto que se hacían interminables. Al final no tuvimos que recurrir al THC.

Recuerdo los partidos en el Fondo Norte del Lluís Sitjar. El día del apagón contra el Real Madrid cayendo el diluvio universal. Durante esos 90 minutos sanaba por completo. Por lo menos mentalmente. El colmo del hooliganismo fue pedir permiso al equipo de oncología para viajar a Valencia, con Martín y David, para asistir a la final de la Copa de Rey que jugaría el RCD Mallorca ante el FC Barcelona, en el Estadio de Mestalla. Me concedieron el deseo y no me lo pensé. Nos sacamos los billetes y nos fuimos para allá en un auténtico disparate de barco de la desaparecida compañía Flebasa. Salimos antes que nadie del puerto de Palma -12.00AM- y llegamos los últimos, con el partido empezado [aquí está la prueba]. Tanto es así que celebramos el gol del mallorquinista Stankovic en la misma bodega del barco, justo antes de desembarcar en la ciudad del Turia. Estaba tan extenuado a la vuelta que me quedé dormido durante todo el trayecto justo al lado de las máquinas recreativas, a la entrada de la sala de butacas. Una experiencia inolvidable, a pesar del atraco futbolístico y sus consecuencias en el resultado.

Recuerdo las llamadas de mi prima Rocío siempre ofreciendo su apoyo y su buen humor, a pesar de la lejanía. Al igual que mi tía Margot, que no necesitará leer estas líneas porque sabe perfectamente cuánto se preocupó por mí. Y como no, mi padrino «Tito Jose» -sin acento-. Recuerdo a mi tía Mª Antonia y su reencuentro después de muchos años, aportando su granito de arena a la familia.

Recuerdo hablar por teléfono con mis abuelos Pepe y Margot cuidando hasta la última palabra o mi entonación. No podían percatarse de nada. Que vivieran en Madrid era condición suficiente para evitarles un sufrimiento inútil en la distancia. No hubieran tolerado nada bien no poder arrimar el hombro.

Recuerdo a la perfección todas aquellas juergas «lights» que me procuraban los buenos de Martín y David. Las semanas de parón en el tratamiento nos reservábamos las noches de los sábados para recorrer el Paseo Marítimo, en mi caso, a base de Coca-Cola para no castigar demasiado al hígado que ya se llevaba un buen tute entre semana con tanta química.

Recuerdo a mi amigo Colau. Cuando me llamaba al portero de casa para que fuéramos a probar su nuevo Fiesta XR2 hasta Valldemossa. O para que fuera a su casa a enseñarme las nuevas adquisiciones de su discografía metalera. El motor, la música y el Mallorqueta nos unieron para siempre.

Recuerdo a otros muchos que, incluso sin percatarse, me allanaron el camino apartándome del lado oscuro simplemente siendo como son. En muchos casos hace años que hemos perdido el contacto y aunque no haya sabido encontrarle un hueco a vuestro nombre en estas líneas, sí que goza de uno, y preferente, en mi recuerdo.

Despedida y cierre

Si te preguntas por qué hago esto ahora, la respuesta es sencilla. Durante aquellos meses me hice algunas promesas que jamás debería traicionar: la primera, hacer un ejercicio periódico de memoria para no olvidarme nunca de cómo he llegado hasta aquí; la segunda, recordar a todos los que contribuyeron a mi ‘renacimiento’ desde sus pequeños detalles hasta los apoyos más incondicionales. Empecé a finales de 1998 publicando en una revista universitaria un relato de agradecimiento para todos aquellos que contribuyeron a la causa [aparece en la imagen adjunta]. Cuando se cumplieron los 10 años desde que recibiera el alta tuve que cumplir el siguiente propósito. Pensé y repensé en una cita que me sirviera para que jamás perdiera de vista lo que me enseñó aquella experiencia vital y, muy a mi pesar, me la tatué: ‘Caer es el primer paso para levantarse’. Elegí colocármela en el abdomen para que después de cada ducha supiera que estaba allí, mientras el resto del día permanecía oculta cumpliendo discretamente con su cometido. Por eso, este reconocimiento de hoy corresponde precisamente a esa lista de tareas pendientes de por vida. Se van a cumplir 15 años de todo aquello y valía la pena este ejercicio de memoria.

Si te das por aludido y deseas compartirlo conmigo -y con el resto de esta modesta familia bloguera- te invito a que dejes tu testimonio en un comentario a continuación. Si te puede la pereza, me conformo con tu paciente lectura, aunque sea por dosis.

Gracias amig@. Gracias a todos. Gracias por todo.

Mi amigo Jaume

Hoy no voy a hablar de comunicación. Bueno, quizá sí pero me referiré en todo momento a su rama de toda la vida: la tradicional, sin intermediarios personales o tecnológicos de por medio. El caso es que he hecho un nuevo amigo y tengo ganas de contarlo. Para ser más exactos es él el que ha llevado la iniciativa en todo momento. Se llama Jaume, tiene 6 años y es autista. La cosa fue así. Hace unas semanas cuando me dirigía a trabajar, en una de las muchas paradas que me incitan a despegar la vista de la lectura protocolaria de turno, subió al autobús un personaje muy especial. Al principio no pasé de echarle un vistazo general justo cuando su figura quedó a la altura de mi perspectiva, mientras se dirigía hacia mi posición en la última fila de asientos. Una vez se sentó a mi lado, todo cambió. Enseguida noté una presencia potente, de energía absorbente que lo bloqueaba todo. Giré el cuello ligeramente a la derecha y allí estaba pegado a mi, mirándome a los ojos con una sonrisa transparente. Cómo iba yo a saber que estaba entregándole la combinación de su caja fuerte a un extraño. La suya fue una conquista por la fuerza, irrevocable y sin concesiones. No tuve más remedio que ofrecerle mis muñecas y someterme a su encantamiento. Mientras todo eso sucedía, a escasos metros se encontraba un héroe anónimo, su padre. Apenas observándolo unos instantes percibías el formidable vínculo que le unía a su hijo, capaz de sortear puertas acorazadas y pasadizos sin lumbre para la mayoría. Una conexión preferente que no siempre soporta la misma densidad de tráfico de subida que de bajada, y en esos casos sólo papá tiene acceso al circuito para restablecer el sistema.

El primer día que coincidimos desconocía que Jaume padecía autismo aunque no en el grado más severo. En aquella presentación su segunda incursión consistió en apostar su cabeza en mi brazo y, tras varios segundos absorto, recuperar esa mirada para acompañarla de otra mueca sonriente inapelable. Ahí me dí cuenta de que era un niño especial, sorprendentemente normal. Era desconcertante comprobar como habiendo coincidido apenas unos minutos en el mismo espacio, alguien tan menudo como misteriosamente interminable podía dejar al descubierto lo mejor de mí sin siquiera pretenderlo.

La segunda vez que coincidimos fue la semana pasada. Todo el proceso discurrió de forma parecida. Yo repetía asiento en la última fila y él se abalanzó hacia allí mientras su padre le señalaba un sin fin de ubicaciones posibles, que Jaume se encargó de descartar a la carrera. Se situó nuevamente a mi lado y sonrió. En ese preciso momento me di cuenta de que ya no era dueño de mi voluntad. Cerré el libro y pausé el reproductor. Mientras su padre le insistía en que no molestara a los demás pasajeros, percibí aquella advertencia como un mero formalismo incapaz de derivar en consecuencia alguna posterior. Jaume repitió el procedimiento del primer encuentro: tras las miradas, unas leves caricias sobre el antebrazo con la emoción de aquel niño insomne en la víspera del 6 de enero. Recreó la misma escena con el joven que se sentaba al otro lado, al que saludó agitando su mano para romper el hielo y alegrarle la tarde. Su tercera víctima fue una chica que, como no, también cayó en sus fauces. Fue entonces cuando el padre reveló que Jaume era un niño diferente, robusto por dentro como un refugio antiaéreo a prueba de cataclismos silenciosos pero vulnerable a las filtraciones. Jaume lo había pasado mal. En realidad desconectó su sistema durante unos años y desde entonces sentía una predilección irrefrenable por obsequiar a los que le rodeaban con dosis extra de electrones, como si tratase de recuperar el tiempo perdido cediéndole a los demás instantes inolvidables. Así recordé todas aquellas lecciones teóricas sobre comunicación no verbal, el lenguaje de gestos, el poder de persuasión de la mirada o el efecto narcotizante de la serenidad. Jamás imaginé que un niño de seis años pudiera llegar a concentrar todas esas virtudes de forma tan aguda, cuando a esa edad ni tan solo somos capaces de imaginar el significado de la mayoría de ellas.

Con el paso de las horas me vino a la cabeza una reflexión muy elocuente que reproducía en su blog Pere Rosales, sobre las relaciones personales y la manera de comunicarnos: ‘He aprendido que la gente olvida lo que dijiste, incluso olvida lo que hiciste, pero nunca olvidará cómo les hiciste sentir’ [Maya Angelou]. Gracias Jaume.

La madre de todos los blogs

Descubro Mi vida con hijos, el blog de una periodista y madre de tres hijos que lucha cada día contra los elementos para apuntalar su existencia, sacando la cabeza para tomar aire de vez en cuando en medio de la asfixiante ciudad. El éxito de sus experiencias, contadas a ras de tierra y sin envoltorios, ha colocado a esta bitácora entre las 11 finalistas como mejor blog en español de los premios The BOBs, los más prestigiosos de la blogosfera internacional. Quizá porque me identifique de manera muy cercana en sus vivencias o tal vez porque la manera de contarlo sea tan irónica como para atraparme al primer golpe de cursor -o las dos cosas a la vez- me inclino por proponeros esta lectura. Para muestra, un botón:

A la madre de familia numerosa le tocó el otro día ir a un viaje de trabajo. Llevaba tiempo en dique seco y notaba ya que le estaban creciendo raíces (además de hijos).
– No te va a dar tiempo a hacerlo todo en un día, vas a tener que quedarte a hacer noche. ¿Te importa?, le preguntaron.
– No, claro que no, respondió la madre de familia numerosa, con una voz que trataba de ser firme y profesional. En realidad le hubiera gustado decir: No, claro que no, todo lo contrario!!!!. Pero no lo hizo.
Cuando se lo contó al padre de las criaturas también tuvo que reprimir su entusiasmo («No queda otro remedio, he intentado hacerlo todo en un día, pero ha sido imposible», siguió diciendo en tono serio y profesional). Y también tuvo que fingir un poco al despedirse de los niños una mañana lluviosa (el mediano incluso intentó hacer una escena aferrándose al trolley para evitar que se marchara su Mamáaaaaaaaaaaaaa). «¿No te da pena dejar a los niños?», le había preguntado una compañera de trabajo. Y ahí sí que respondió sin disimulos, consciente de que se arriesgaba a que la llamaran madre desnaturalizada: «Pues mira, no, ninguna, más pena me doy yo que estoy sin dormir y estoy al borde de la muerte por agotamiento». Al fin y al cabo, para ser madre, buena o mala, es condición indispensable estar viva. Y a ser posible en buen estado de salud.
Iba con una agenda de entrevistas cargadísima, con un largo viaje en coche por delante, y, sin embargo, su ánimo era como si se fuera de vacaciones. ¡Que me voyyyyyy! Durante la semana previa al viaje, con emoción de adolescente, había ido acumulando libros, revistas, música que llevarse al viaje (de dos días y una noche. Una noche). Su destino era una ciudad feotona, sin nada que ver ni visitar, y lo agradeció porque así nada le distraería de su plan al terminar el trabajo: encerrarse en la habitación del hotel. Ni cine, ni teatros, ni restaurantes de moda podrían desviarla de su camino. Con determinación férrea a las nueve y media estaba ya recluida en su habitación. Abrió el trolley para ver los libros que había traido, le echó un vistazo a uno, pero enseguida decidió aprovechar para hacer lo que verdaderamente le apetecía: Dormir. Dormir. Toda una noche entera ante sí. Sin ruidos. Sin lloros. Sin miedos. Sin toses. Sin biberones. Sin chupetes perdidos. Sin peluches extraviados. Sin pijamas meados.
Y se durmió en los brazos de Morfeo (que no los hubiera cambiado ni por los de George Clooney). Como no estaba acostumbrada a dormir toda una noche seguida se despertó varias veces, lo cual aumentaba más el placer de pensar que podía volver a dormirse, porque nadie iba a echarse a llorar, nadie iba a tener miedo, ni a mearse, ni a tener sed, ni pesadillas.
Y al amanecer se despertó como nueva, aunque con la cabeza embotada, sin duda por la falta de costumbre de dormir tanto. Y por la tarde cuando regresó a casa y sus hijos la recibieron entusiasmados como si regresara de vencer una guerra, los quiso más todavía. Y mejor, sin duda. Que cuando se ha dormido todo se hace mejor.

Los primeros 6 años de vida

Para los que sois o seréis padres os dejo este comentario del gran Eduard Punset sobre la importancia de los 6 primeros años de nuestras vidas. Muy interesante.

Para los que tengáis más tiempo os recomiendo que veáis la última emisión de Redes.

Cita postuaria: «Es imposible educar niños al por mayor; la escuela no puede ser el sustitutivo de la educación individual». Alexis Carrel (1873-1944)

Carta abierta a Manolo

Hola Manolo,

Hace tiempo que tenía pensado escribirte pero no encontraba el momento para hacerlo. Quizá no lo busqué lo suficiente. He decidido utilizar esta vía porque como dicen que internet llega a todas partes, por qué no aprovecharlo. La verdad que son tantas las veces que los que me rodean se acuerdan de ti que siempre me digo «de hoy no pasa», y mira hasta dónde he llegado. Bueno, habrá que ir separando el trigo de la paja que aunque tú me has padecido poco te aseguro que cuando me lo propongo puedo llegar a adormecer a Buda y toda su prole o eso dicen los que me quieren, o eso creen creer… ¡Ves lo que te decía!

Esto que te voy a decir nunca se lo había contado a nadie y suena, como mínimo, atípico. Manolo: yo siempre quise tener un suegro. Me gustan esas historias en las que un extraño parece apoderarse de uno de los tesoros más codiciados de un padre que finalmente cae rendido ante su inofensivo yerno. En resumidas cuentas, y prescindiendo de la literatura, me gusta ganarme al hostil. Reconozco que cuando nos conocimos eso se convirtió en una estupidez de campeonato. Eres un relaciones públicas de manual y pronto pude comprobar como lo que decía tu hija de ti, era cierto. Tienes un magnífico sentido del humor, algo que me conquista al instante, eres detallista, servicial y protector con los tuyos. Poco después de que nos presentaran ya pude imaginar lo que me esperaba en adelante. Sobremesas entretenidas, conspiraciones para sorprender a alguien, un teléfono que nunca comunica cuando llamas buscando ayuda, un ejemplo de generosidad anteponiendo siempre los deseos de su gente a los suyos… Estoy convencido de que mis padres y tú hubierais hecho muy buenas migas. Extraordinarias diría yo.

Pero cuando ya me había hecho a la idea de este porvenir, te viste obligado a marcharte con urgencia y sin aplazamientos. En aquel momento supe que era imposible que todo lo que quedaba pendiente no pudiera saldarse nunca. Con el tiempo he ido comprobando como a pesar de la lejanía, has seguido al pie del cañón y muy de cerca las andanzas de toda tu familia -abusando de tu confianza, voy a incluirme yo también-. Ya sabes que tu hija acabó sus estudios universitarios, cómo tú siempre esperaste, que orientó su carrera profesional como deseaba y que se casó. De ese día, qué te voy a contar que no sepas bien. Participaste por delegación en la elección del traje de novia y entraste con ella en la iglesia de la mano de tu hijo. Nada nuevo para ti, Manolo. Por cierto, la música que elegiste para el vals fue todo un éxito.

Ahora viene lo mejor. Dicen de mí que he heredado de mi abuelo materno una especial habilidad con los niños, pero por lo que me han contado de ti siempre que alguien te buscaba en cualquier reunión familiar podía encontrarte rodeado de los más pequeños. Me temo que eso dentro de poco va a cambiar. Ser abuelo es una responsabilidad y requiere dedicación. Desde la distancia me aventuro a asegurar que serás sobradamente capaz de ambas cosas. Te dejamos algo más de cinco meses para que te organices, aunque con la ayuda de tu mujer y tus consuegros te será todo más sencillo.

Se me olvidaba. Si algún día te cuentan que saludo a desconocidos, discúlpame y recuérdales que no he perdido la cordura -todavía-. Seguramente creí haberte visto al volante de algún coche gris o caminando por la calle, y alcé mi mano. Nada que no cure una completa revisión ocular.

Pues creo que eso era todo por ahora. Si te parece bien podemos seguir en contacto de la misma manera. Cuídate mucho.

Un abrazo eterno.

Tu yerno.