Andrés Montes
ANDRÉS MONTES
La muerte se te lleva en pretemporada, compañero. Demasiado pronto cesa la trova cubana de la locución deportiva. Triste adiós para el son del calvo guasón con gafas de Imagine y verbo de tiroteo. Echas el telón con la función a medio terminar. Ahora que se te habían cortado las alas, ni da tiempo a que busques otros horizontes. Jodido Atlético. Jodida columna perdedora. Yo la adornaría con una pajarita de Hackett de Londres, of course, como flor póstuma.
Hace unos días, soto voce, me contabas tanto desencanto por culpa de tu salida de la televisión… Nada de terciopelo. Nada de recolocación en busca de un destino que se adecuara a tu palabrería sin interrupción. Quizás pensaron que el negro chistoso ya había tenido demasiado balón, balón, balón. Hablabas de tu despedida de la primera línea periodística como la mayor tragedia que habías vivido en 30 años que llevabas en el oficio. Yo te dije: «Por Dios, Andrés, será el berrinche del que le han echado». No quisiste o no pudiste deslizar más detalles. La desilusión era tan grande que no querías salir a la calle para no responder a compañeros ávidos de saber qué derrotero ibas a tomar. Estabas realmente jodido. Y eso es muy triste en un Rh caribeño como el tuyo. Vale, yo tampoco adoraba tu manera de narrar. Sin embargo, detrás de tu calva de Yul Brynner del Trópico percibí un hombre luchador, un cubano que quiso exprimir la vida y hacérsela agradable a los demás. Intuí al niño negro en un colegio de niños blancos con queso blanco del Plan Marshall. Lo corroboré en la distancia corta de tu hogar. Enfrente de tu estantería de cristal, repleta de música y emociones, comprobé que, detrás de la bata cara que llevabas, se escondía la chamba del tío que llegó a esto de juntar palabras por casualidad. Me gustaba la paradoja periodística de que, a dos portales de tu salón, estuviera Europa Press. Me dejaste una foto de Sachetti, un ala-pívot de la selección italiana de los Antonello Riva y Dino Meneghin. María, tu esposa, sigilosa y de modales exquisitos, nos puso patatas y aceitunas mientras echaba de menos al Depor de Bebeto y Mauro Silva. Cómo contrastaba tu atuendo de dandi con los libros de alta política. Me llamaba la atención tu curiosidad por el que hacen llamar conflicto vasco. Tú que habías visitado la Rusia comunista antes de que se derritiera la Guerra Fría. Comentabas, con todo lujo de detalles, la atomización soviética como un niño al que instruyen en relaciones internacionales y le acaban de dar un bloc en blanco. Ahora, preguntarán los detalles, el laberinto de tu adiós, a Roberto Gómez, a García Caridad, a Melchor Miralles, a José María García, a Daimiel, el de la NBA, y al bueno del ruso, Chechu Viriukov, tu agente y el de Iturriaga y el tío que metía los triples más rectos de la historia del baloncesto. No sé si te canonizarán, Andrés. Pero yo hubiera dejado que los niños se acercaran a ti en los campos de fútbol, que una avalancha de chiquillos te sobara y manoseara ese cráneo lleno de paridas y de motes. Si hasta la cadena verde te puso seguridad privada por cuestiones de orden público… La misma donde pasaste a los anales poniendo banda sonora al Mundial de Japón, a la plata de Madrid, y al oro de Polonia.
Bien sabías que la muerte mitifica. Pero tú querías vivir, con tus achaques de juventud, tu abstemia por cuestiones médicas y tu gusto por sentarte a la mesa en templos del buen yantar, preferiblemente en Guipúzcoa. Que suene cualquier tema de Van Morrison en tu honor. Un beso a tus hijos, a los que no tengo el gusto de conocer, pero que si llevan tu sangre, habrán salido cosecha de tiquitaca y juego preciosista. Camarada, espero que donde estés, haya risas, que te pongan apodo y te hagas colega de la pandilla. Y que pasen el balón al niño negro. Que sólo quiere jugar.
Javier Caballero (jefe de Edición de Magazine)