Los viejos latiguillos de la demagogia universal nunca mueren. El trasnochado dilema hombre-rico, hombre-pobre, que marcó los discursos más radicales de la izquierda, renace en plena crisis de las ideologías. El candidato Rubalcaba recupera el impuesto de Patrimonio con el fin de que los «ricos paguen más», aunque todos seamos conscientes de que casi nunca los ricos terminan pagando más. El propio Alfredo P. R. anuncia que va a poner un impuesto a los bancos, con el mismo espíritu y entusiasmo que demostró cuando estaba en el gobierno (que ha sido casi toda su vida) a la hora de perseguir impositivamente a la banca en defensa del pobre impositor. Pero la guinda más grande del pastel la ha puesto el secretario general de los socialistas madrileños, Tomás Gómez, que aprovechando el conflicto en la enseñanza, ha pedido que se «eliminen los regalos fiscales a las familias más ricas, y con ello se daría trabajo a los maestros interinos». Y otra frase grandilocuente de Gómez: «Con mis impuestos no quiero que se financie a las familias que llevan a sus hijos a la enseñanza privada no concertada, mis impuestos son para sostener servicios públicos como la educación, no para hacer regalos fiscales a los más ricos». Pues a algunos de sus compañeros, correligionarios o conmelitones que llevan a sus hijos a colegios privados no les habrá gustado lo dicho por Gómez.
Hemos vuelto al viejo discurso de ricos y pobres, de clases dominantes y clases dominadas. Eso ya no se lleva ni se lo cree nadie en este país y en el siglo en que vivimos. Quizá la razón se encuentre en este viejo anónimo: «La política es el arte de obtener el dinero de los ricos y el voto de los pobres con el pretexto de proteger a los unos de los otros».