Tu calle ya no es mi calle, que es una calle cualquiera camino de cualquier parte. Ya no hay en las calles carreras de cintas como había en otros tiempos cuando llegaban las fiestas del barrio. Ya no hay cintas que cortar, porque la ley prohíbe que se inaugure nada desde casi dos meses antes de las elecciones, y esa ley se vuelve cautelosa, conservadora, para no permitir que alguien haga de su cinta un sayo, es decir que utilice la cinta de la inauguración para canjearla por votos. Se extrema la cautela y llegará el día en que la ley prohíba que se trabaje en las obras públicas en tiempo de precampaña; ordenará que casi dos meses antes de las elecciones, se paren las obras en curso del colegio, de la reposición de aceras, de la instalación de farolas o del bache de mi calle, que es particular, y en él se hunde mi coche como los demás.
Qué tiempos aquellos cuando la calle se tomaba para hacer la pegada de carteles, llenándose de engrudo hasta las cejas y portando fajos de carteles con el careto del líder. Las campañas modernas navegan por la red, por los medios de comunicación y abandonan el escaparate de las fachadas y las tapias. Las campañas electorales ya no son lo que eran. Los militantes de ahora ya no deambulan de madrugada cargados con cubos de cola, cepillos de mango extralargo y cartelones para ir cubriendo fechadas o pegarlos sobre el cartel del rival. Ha decaído la fiesta. Lo que no decae son las promesas idílicas, los cantos de sirena, los proyectos surrealistas, aunque sigue en vigor la máxima de Enrique Tierno: «Una cosa es lo que se promete en campaña y otro lo que se hace después». Es de lo poco cierto.