Descubro
Mi vida con hijos, el blog de una periodista y madre de tres hijos que lucha cada día contra los elementos para apuntalar su existencia, sacando la cabeza para tomar aire de vez en cuando en medio de la asfixiante ciudad. El éxito de sus experiencias, contadas a ras de tierra y sin envoltorios, ha colocado a esta bitácora entre las 11 finalistas como mejor blog en español de los premios
The BOBs, los más prestigiosos de la blogosfera internacional. Quizá porque me identifique de manera muy cercana en sus vivencias o tal vez porque la manera de contarlo sea tan irónica como para atraparme al primer golpe de cursor -o las dos cosas a la vez- me inclino por proponeros esta lectura. Para muestra, un botón:
A la madre de familia numerosa le tocó el otro día ir a un viaje de trabajo. Llevaba tiempo en dique seco y notaba ya que le estaban creciendo raíces (además de hijos).
– No te va a dar tiempo a hacerlo todo en un día, vas a tener que quedarte a hacer noche. ¿Te importa?, le preguntaron.
– No, claro que no, respondió la madre de familia numerosa, con una voz que trataba de ser firme y profesional. En realidad le hubiera gustado decir: No, claro que no, todo lo contrario!!!!. Pero no lo hizo.
Cuando se lo contó al padre de las criaturas también tuvo que reprimir su entusiasmo («No queda otro remedio, he intentado hacerlo todo en un día, pero ha sido imposible», siguió diciendo en tono serio y profesional). Y también tuvo que fingir un poco al despedirse de los niños una mañana lluviosa (el mediano incluso intentó hacer una escena aferrándose al trolley para evitar que se marchara su Mamáaaaaaaaaaaaaa). «¿No te da pena dejar a los niños?», le había preguntado una compañera de trabajo. Y ahí sí que respondió sin disimulos, consciente de que se arriesgaba a que la llamaran madre desnaturalizada: «Pues mira, no, ninguna, más pena me doy yo que estoy sin dormir y estoy al borde de la muerte por agotamiento». Al fin y al cabo, para ser madre, buena o mala, es condición indispensable estar viva. Y a ser posible en buen estado de salud.
Iba con una agenda de entrevistas cargadísima, con un largo viaje en coche por delante, y, sin embargo, su ánimo era como si se fuera de vacaciones. ¡Que me voyyyyyy! Durante la semana previa al viaje, con emoción de adolescente, había ido acumulando libros, revistas, música que llevarse al viaje (de dos días y una noche. Una noche). Su destino era una ciudad feotona, sin nada que ver ni visitar, y lo agradeció porque así nada le distraería de su plan al terminar el trabajo: encerrarse en la habitación del hotel. Ni cine, ni teatros, ni restaurantes de moda podrían desviarla de su camino. Con determinación férrea a las nueve y media estaba ya recluida en su habitación. Abrió el trolley para ver los libros que había traido, le echó un vistazo a uno, pero enseguida decidió aprovechar para hacer lo que verdaderamente le apetecía: Dormir. Dormir. Toda una noche entera ante sí. Sin ruidos. Sin lloros. Sin miedos. Sin toses. Sin biberones. Sin chupetes perdidos. Sin peluches extraviados. Sin pijamas meados.
Y se durmió en los brazos de Morfeo (que no los hubiera cambiado ni por los de George Clooney). Como no estaba acostumbrada a dormir toda una noche seguida se despertó varias veces, lo cual aumentaba más el placer de pensar que podía volver a dormirse, porque nadie iba a echarse a llorar, nadie iba a tener miedo, ni a mearse, ni a tener sed, ni pesadillas.
Y al amanecer se despertó como nueva, aunque con la cabeza embotada, sin duda por la falta de costumbre de dormir tanto. Y por la tarde cuando regresó a casa y sus hijos la recibieron entusiasmados como si regresara de vencer una guerra, los quiso más todavía. Y mejor, sin duda. Que cuando se ha dormido todo se hace mejor.