Política

Quienes practican la intolerancia

«Quienes practican la intolerancia». Así se refirió el Rey a los militantes de Herri Batasuna que interrumpieron su histórica alocución en la Casa de Juntas de Guernica hace casi 31 años, en la que fue la primera visita del monarca al País Vasco. Puede parecer que ha transcurrido una eternidad, pero hay ciertos síntomas que nos indican que no hemos avanzado tanto. Lo hemos visto estos días, tras la muerte de Manuel Fraga, con comentarios fuera de tono.

Ya han sido muchos los que han glosado la figura del político gallego. No voy a repetir lo que otros han recordado mejor que yo, sus logros indiscutibles, su amor por el poder y los recodos más oscuros de su biografía, como las muertes de Vitoria o la ejecución del dirigente comunista Julián Grimau. Fraga asumió su responsabilidad por haber pertenecido a los gobiernos de Franco durante aquellos hechos. Hasta qué punto fue culpable, y no solo parcialmente responsable (Fraga no estaba en España durante los sucesos de Vitoria, y era ministro de Información y Turismo, no de Gobernación, cuando juzgaron sumariamente a Grimau) es algo que decenas de libros no han conseguido poner en claro. Resulta inevitable la comparación con Santiago Carrillo, por su más que probable responsabilidad en la matanza de Paracuellos (sostenida por historiadores como Paul Preston, nada sospechoso de derechista), y en mito de la Guerra Civil como Pasionaria, Largo Caballero o Lluis Companys, por citar solo tres, hoy «canonizados» por la izquierda (y no tan izquierda), pero cuya trayectoria política arroja sombras a menudo siniestras. Sería enredarse en el «y tú más» y en una discusión histórica sin fin.

Lo que parece tristemente claro es que parte de la sociedad española no está todavía preparada para hablar de la Guerra Civil y de la dictadura sin crisparse. Muchas veces son los más jóvenes, los que ni siquiera habían nacido cuando murió Franco, los más crispados. El recientemente fallecido Isaac Díaz Pardo, histórico galleguista e intelectual de izquierdas cuyo padre fue fusilado por el bando franquista, siempre se mostró contrario a remover ese trágico pasado. No es que personas como él quieran olvidar el pasado, es que no quieren revivirlo.

Recordaba Díaz Pardo lo absurdo de una guerra fratricida en la que cada cual luchaba según dónde le hubiese pillado el alzamiento. No fueron pocos los que tuvieron que disparar contra sus vecinos en contra de sus ideas políticas o religiosas. A mi abuelo, por ejemplo, la guerra le sorprendió en Madrid. Alguien delató sus simpatías con el bando sublevado y fue llevado a una checa. Tenía todas las de perder: era un hombre muy religioso y escondía los vehículos de la empresa en la que trabajaba para que no los requisasen los milicianos. En aquellos días, llevar una estampita de la Virgen en la cartera o no entregar un coche para la causa de la guerra podía significar una sentencia de muerte. A mi abuelo le salvó de la «saca» la intercesión de un familiar, que tenía algún contacto, creo recordar que sentimental, con un militante socialista. «De la que te has librado», le dijeron a mi abuelo los que custodiaban la checa. Pues bien, terminada la guerra, mi abuelo, aquel hombre que escuchaba clandestinamente el parte radiofónico y deseaba secretamente que las tropas de Franco liberasen Madrid, lloró con amargura cuando, de vuelta en Vigo, sus amigos y vecinos le contaron que también había habido «paseos» (fusilamientos) en la llamada «zona nacional». «¿Para esto tantas muertes, tanto sufrimiento?», se preguntó mi abuelo entre lágrimas, en la única ocasión en la que mi padre le vio llorar. Mi abuelo pensó, seguramente, lo mismo que le había espetado Unamuno a Millán-Astray en el 36: «Venceréis, pero no convenceréis».

Pasados los años, mi padre, que sufrió de niño las penalidades y el hambre de la Guerra Civil en Madrid, tuvo como uno de sus mejores amigos a un militante anarquista y posteriormente histórico dirigente socialista, Leopoldo García Ortega, natural de Valladolid y fallecido en 2008 a los 91 años. Una década antes de morir, Leopoldo me dio una exclusiva periodística que tenía mucho de confesión histórica: él había ayudado a ocultarse en Vigo a Delgado y Granados, dos anarquistas que fueron acusados de colocar una bomba en la Dirección General de Seguridad de Madrid (el edificio del reloj en la Puerta del Sol), y que fueron ejecutados por el cruel método del garrote vil en 1963, pocos meses después de la ejecución de Grimau. Estuvieron ocultos, al parecer, en el colegio Curros Enríquez (hoy, Alborada) de Candeán, Vigo. Más tarde los verdaderos autores del atentado confesaron los hechos, evidenciando el grave error judicial.

La historia sirve para poner de manifiesto cómo dos personas de ideologías completamente opuestas como mi padre y Leopoldo, uno marcado desde niño por haber vivido la guerra en el bando contrario; el otro, luchador antifranquista que sufrió la cárcel y el exilio, podían charlar durante horas de lo divino y de lo humano, sin pelearse, sin levantar la voz, y sobre todo, sin perder su inquebrantable amistad. Su relación de décadas ejemplifica para mí el espíritu de la transición, ese proceso hoy tan denostado por muchos, en los extremos de la derecha y de la izquierda.

Por desgracia todavía hay quienes, aunque minoritarios, practican la intolerancia. Ocurrió el pasado lunes en Vigo, cuando el nieto de Franco, Francisco Franco Martínez-Bordiú, vino al Club Faro de Vigo, un foro de opinión abierto, gratuito y plural, a hablar de la relación con su abuelo, una charla sobre la faceta familiar, no política, del que fuera dictador de España durante 36 años, justamente los mismos que llevamos de democracia. Baste decir que la siguiente conferencia en el programa, la de la periodista Nativel Preciado, versa precisamente sobre los luchadores antifranquistas como Leopoldo García Ortega, el gran amigo de mi padre. Pocas imágenes como las que muestra este vídeo retratan mejor a los intolerantes que impiden el ejercicio de la libertad de expresión, y que tuvieron que ser desalojados por la Policía. Vídeo en YouTube:

Imagen de previsualización de YouTube

Véase en el minuto 3.24 cómo una señora se acerca por detrás al conferenciante, Francis Franco, y le recrimina algo al oído, sin que el conferenciante se inmute lo más mínimo. El comportamiento del público, organización, presentadora e invitado, ignorando las continuas provocaciones e insultos, les engrandece; la conducta de los alborotadores les envilece. Deberíamos dar las gracias a los militantes del movimiento independentista NÓS-UP por retratarse a sí mismos en este vídeo tan esclarecedor.

Quizá deberían saber, señoras y señores de NÓS-UP, que ser nieto o hijo de un dictador no significa, necesariamente, comulgar con sus ideas. Ahí tienen el caso de Alina Fernández, hija de Fidel Castro y muy crítica con el régimen de su padre. O el de Svetlana Alilúyeva, única hija de Stalin, que pidió asilo político en Estados Unidos en 1967. Claro que, para ustedes, estas personas son individuos alienados por el capitalismo…

El Rey pronunció aquel tenso discurso en Guernica pocos días antes del golpe de Estado del 23-F. Afortunadamente, hoy no escuchamos ruido de sables en el estamento militar ni ETA comete ya asesinatos. En algo sí hemos avanzado.

 

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Rajoy y el fin del principio

Tuve la oportunidad de conocer a Mariano Rajoy hace pocos años. En Faro de Vigo me encargaron entrevistarle en más de una ocasión, en una de ellas en la célebre «sala de maitines» de la sede del PP en la calle Génova. No puedo presumir de haberle tratado a fondo, dado que mis encuentros con el ahora presidente han sido puntuales y en el ámbito profesional, pero creo conocerle más allá de la distancia -casi siempre, abismal- que separa al entrevistado del entrevistador. Aquellas entrevistas en profundidad las preparé a conciencia, leyendo multitud de documentos sobre su persona, y hasta una voluminosa biografía. Hice mis deberes. Quería que Rajoy dejase ver a la persona que hay detrás del político a través de algunas preguntas más personales o culturales (lo mío es la cultura más que la política), y creo que lo logré en cierta medida. Sin embargo, lo más revelador para mí de esos encuentros fue lo que pude ver y oír cuando la grabadora estaba apagada.

Mi última entrevista con Rajoy fue poco antes de las elecciones generales de marzo de 2008. La planta donde se encontraba el despacho de Rajoy estaba «tomada» por el equipo de Andreu Buenafuente. Esa misma mañana el popular humorista y presentador tenía una cita con el jefe de la oposición para hacerle una amplia entrevista, que sería emitida en horario de máxima audiencia. Pero la de Faro de Vigo era la primera de la mañana, o a eso se había comprometido el equipo de Mariano Rajoy. Buenafuente tenía que esperar a que terminase de hacer su entrevista un desconocido periodista de un periódico «de provincias». Con bastante puntualidad me recibió el presidente del PP, y en los pasillos de la sede de Génova nos encontramos con Buenafuente. Rajoy le estrechó la mano al de Reus por primera vez (no me consta que se conocieran de antes), con mayor cordialidad (al menos, eso percibí), que la que mostró el «showman» (algo tenso) con el político. Acto seguido, Rajoy me presentó a Buenafuente, que parecía nervioso y ansioso por saltarse el orden establecido en la agenda. Al fin y al cabo, había desplazado un equipo de grabación entero (incluido Jordi Evolé, «el Follonero») de Barcelona a Madrid, y yo no era más que un joven y desconocido periodista de un periódico (el decano de España, eso sí) de ámbito regional. El hecho de que Rajoy me presentase a Buenafuente (a veces, uno se siente invisible en según qué situaciones) y que respetase el tiempo y el orden de la entrevista me pareció muy significativo. Otro político más preocupado por su imagen se hubiera enclaustrado en maquillaje y peluquería, preguntando insistentemente a sus asesores qué corbata da mejor en cámara. El periodista «galleguiño» podía esperar. Pero no. Rajoy es recto, serio y previsible en el mejor sentido de estas palabras. Y se sometió a la media hora de entrevista a solas conmigo, sin su jefa de prensa, la periodista Carmen Martínez Castro, una buena profesional que a veces lleva demasiado lejos su afán por evitar cualquier desliz por la espontaneidad de su jefe (pesaban aún los «hilillos» del Prestige).

Repetía Rajoy en aquellos años que si pudiera tomarse un café con cada uno de los votantes españoles arrasaría en las elecciones. Y tenía razón, aunque no le ha hecho falta demostrarlo. El político gallego gana mucho en las distancias cortas, algo que reconocen incluso políticos y periodistas de signo ideológico opuesto al suyo. Uno, que es un tímido incurable, sabe muy bien que la timidez se suele confundir, en la primera impresión, con adustez de carácter. Rajoy no es el tipo en el que cualquiera pensaría en primer lugar para tomarse unas cañas, pero es dueño de un humor muy fino, al estilo de su admirado paisano Pío Cabanillas Gallas, y es incluso capaz de reírse de sí mismo, en la medida en que esto es posible en un político, cuando no hay cámaras de por medio. Recuerdo que le pregunté si se sentía el Poulidor de la política española. Él, gran aficionado al ciclismo, entendió el símil, como es natural, y me contestó sin vacilar que él iba a ser un Eddy Merckx. Tras ocupar varios ministerios y puestos clave en todas las administraciones, salvo la municipal, parece claro que es el mejor preparado para afrontar el Tourmalet que le espera.

Los que antes (sobre todo desde la derecha) le reprochaban a Rajoy su supuesta falta de carisma y firmeza cambian su opinión al ver al otrora gris registrador de la propiedad como nuevo inquilino de la Moncloa, y clavando sus ojos en el portavoz de Amaiur para espetarle: «Yo a usted no le debo nada». No hay duda de que el hábito hace al monje, y que ganar unas elecciones (más si es por abrumadora mayoría absoluta) aporta un extra de carisma. Recordemos la escasa capacidad de liderazgo que se atribuía a José María Aznar antes de 1996 y lo que significa ahora, tanto para sus acólitos como para sus rivales políticos, la figura del expresidente del Gobierno del PP.

Como otro de sus referentes políticos, Winston Churchill, Rajoy no puede prometer más que «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor». Es el tortuoso camino que hay que recorrer para rectificar el rumbo del país. Pero su seriedad, su previsibilidad, su sensatez y su bonhomía -no quiso hacer leña del árbol caído al despedir a Zapatero en el Congreso- son cualidades que ahora jugarán a su favor, y no en su contra. Para salir de la crisis, los españoles quieren un mirlo blanco, no un taimado halcón de la política. Necesitan a alguien que les diga la verdad de la situación, por muy dolorosa que sea. Que haya elegido a sus ministros sin atender a cuotas, ni territoriales, ni políticas, ni de sexo, es otra buena señal en la dirección correcta. Ojalá que sus decisiones sigan siendo acertadas para que pronto pueda anunciar no ya el fin de la crisis, ni tan siquiera el principio del fin; pero, al menos, sí el fin del principio.

 

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11-S: la duda ofende

Diez años después del 11-S, poco o nada nuevo se puede añadir a los millones de reflexiones que se han vertido sobre este acontecimiento, los mayores atentados terroristas de la historia, los más investigados, vistos en directo por buena parte de la humanidad, y los mejor documentados. Lo que acabo de afirmar, que es obvio para casi todo el mundo, es todavía negado, pasada una década, por algunas personas que se tienen por inteligentes. Parafraseando a Aznar, quienes ponen en cuestión la responsabilidad del terrorismo islamista en el 11-S no viven en el Pakistán profundo, «no se esconden en desiertos lejanosni en montañas remotas. No diré más». Solo que algunos de estos listos escriben en la prensa, y hasta alguno ha tenido familiares muy cercanos como testigos de la tragedia.

Seguramente yo no estoy tan bien informado como los que sostienen la teoría de la conspiración. Es muy posible que sea un ingenuo al considerar imposible que la CIA o el FBI, o el Departamento de Defensa de EEUU hayan decidido matar a miles de ciudadanos norteamericanos para poner en marcha una escalada bélica en Irak y Afganistán. Seguramente no sé nada de las Torres Gemelas, aunque pude visitarlas, ni del carácter de los norteamericanos, pese a que viví allí cierto tiempo.

No perderé el tiempo en refutar uno a uno los argumentos de los que sostienen que fue EEUU, y no Al Qaeda, quien planeó los ataques. Lo piensan quienes aseguraban que Osama Bin Laden no existía, o que había sido agente de la CIA. Que un avión no impactó contra el Pentágono, que fue un misil. Que es imposible que un piloto sin mucha experiencia pudiese acertar en las Torres Gemelas (cualquiera que haya estado en esos edificios soltará una carcajada al leer esto)… Que los judíos fueron avisados para abandonar las Torres Gemelas antes de los atentados (tenía que aparecer el antisemitismo por algún lado). Y otras argumentaciones que no llegan ni a la categoría de leyendas urbanas. Curiosamente, los que creen a pies juntillas en esta teoría de la conspiración tachan de fascista al que cuestione cualquier aspecto de la versión oficial sobre el 11-M.

Los que siguen manteniendo estas absurdas teorías no solo ofenden a las miles de víctimas y a las personas que, heroicamente, ayudaron en las labores de rescate y recuperación, en muchos casos, entregando sus propias vidas de una forma admirable. También persisten en el error de minusvalorar la peligrosidad del terrorismo islamista, una amenaza comparable a la que supuso el nazismo en los años 3o del siglo pasado.

La Real Academia define «necio» como «ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber», «imprudente o falto de razón», «terco y porfiado en lo que hace o dice». No se me ocurre un calificativo más preciso para ellos.

P.D.: Viendo uno de los numerosos documentales que se emiten estos días sobre el 11-S, me entero del testimonio de un corredor de bolsa musulmán, que en su huida del derrumbe de una de las torres cayó y fue levantado del suelo por un ultraortodoxo judío, tocado con una kipá y con los característicos tirabuzones. «Vamos, hermano, salgamos de aquí», le dijo. Una anécdota que define el espíritu de Nueva York en aquellos trágicos días.

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Acampada en Sol – pásalo

Esto, como casi siempre, es una reflexión a botepronto y a bocajarro, y sé lo políticamente incorrecta que resulta.

¿Será casualidad que la movilización en Sol se celebre una semana antes de las elecciones y que Rubalcaba se haya apresurado a apoyarla? No hay duda de que las intenciones de gran parte o la mayoría de los movilizados son muy loables: contra la rigidez del bipartidismo y de las listas cerradas, contra los privilegios de los políticos, contra las maldades del sistema… Pero, ¿se apropiarán los antisistema de esta iniciativa? De momento reporteros de varios medios de comunicación, públicos y privados, han sido zarandeados, golpeados y escupidos. Bien harán los cabecillas (si se les puede llamar así) del «mayo del 11» (como les ha bautizado atinadamente mi amigo Leandro Pérez Miguel) en mantener a raya a los violentos y mantener el carácter pacífico de las protestas.

Lo que no está muy claro es si esta iniciativa va a ser fagocitada por elementos partidistas, interesados, sectarios y politizados, como ocurrió con las movilizaciones del «No a la guerra», y en parte con las de «Nunca máis». Tal vez Rubalcaba ha visto en esto una oportunidad de «crear tensión» antes de las elecciones, como le dijo Zapatero a Gabilondo hace unos años. A la frase de «no les votes» le quiere poner el PSOE un complemento directo, PP, pasando por alto que la movilización se dirige al gobierno igual o con más fuerza que a la oposición.

Creo que hay pocas movilizaciones espontáneas. Solo cuando un acontecimiento muy concreto golpea a la opinión pública y es difundido masivamente (asesinato de Miguel Ángel Blanco, 11-M, guerra de Irak…), la gente sale a la calle. Esta vez el «casus belli», la gota que colma el vaso de esta movilización, es más difuso. ¿Cinco millones de parados? Hace tiempo que el paro es socialmente insoportable. ¿Por qué ahora?

Habrá que ver cómo termina todo esto, pero no deja de tener un aspecto inquietante en cierto modo. Leo en Twitter que algunos usuarios denuncian el funcionamiento de «inhibidores» de internet en Sol. ¿No será que la red se colapsa y que por eso no pueden «tuitear»? También dicen que apagaron las cámaras web cuando la policía intentó disolver la concentración. ¿Comienzan ya a surgir teorías conspiranoicas contra quienes ostentan el poder en Madrid, que ya sabemos de qué partido son?

Solo cabe esperar que algunos de los que acampan esta noche en la Puerta del Sol no acaben el sábado, jornada de reflexión, ante las sedes de un partido en concreto. «Pásalo».

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Nucleares y electoralismo

Más que alerta nuclear, vivimos una alerta demagógica. Ahora resulta que puede haber un tsunami en Burgos y que por ello la central de Garoña es insegura. Primero fue Angela Merkel la que reculó, echando atrás sus planes nucleares, y ahora Esteban González Pons, portavoz del PP, ha dicho que «si la energía nuclear es insegura, habrá que renunciar a ella». ¿Y qué ha cambiado en los últimos 50 años para que ahora sea insegura y antes no? ¿Es que los políticos solo saben decir lo que sus votantes quieren oír?

En primer lugar, resulta patético que en la UE se preocupen de si una nube radiactiva vaya a llegar a Europa cuando hay miles de muertos y desaparecidos, y cientos de miles de significados en Japón que hay que atender. En el peor de los casos, lo que ocurrirá es que una zona del noreste de Japón quedará abandonada como desde hace 25 años lo está el área circundante a Chernobyl. Una tragedia, sin duda, pero nada comparable a lo que hasta ahora ha padecido Japón con el terremoto y el tsunami. Además, se ha repetido hasta la saciedad que no es posible una explosión como la de la central ex soviética, porque los reactores están apagados. Lo que dice el comisario de Energía de la Unión Europea, el alemán Günther Oettinger, sobre el «apocalipsis» recuerda mucho a las llamadas de alarma de la OMS sobre la gripe A. Este señor (economista de formación) se ha basado únicamente en recortes de prensa y sabe tanto de centrales nucleares como el que esto escribe, o menos.

Que la seguridad es prioritaria resulta obvio, y el principio de precaución, un mandamiento para cualquier científico, debe prevalecer. Pero no hay que olvidar que todas las fuentes de energía y todas las plantas de producción industrial conllevan riesgos: no hace falta hacer una estadística para saber que las plantas de producción química han causado, históricamente, muchas más muertes y enfermedades que las nucleares. ¿Hay que recordar el desastre de Bhopal (1984), que mató a nada menos que a 20.000 personas en la India y dejó centenares de miles de afectados? Y no se planteó abandonar la producción de pesticidas, seguramente porque los muertos eran ciudadanos indios, de un país en desarrollo. Mucho más cerca, en España, se han producido muertes en una planta de Repsol Petróleo (Puertollano, 2003, nueve fallecidos), en las minas asturianas (pozo San Nicolás, Mieres, 1995, catorce muertos), en buques que repostaban… Más fácil aún, las presas suponen un riesgo real en caso de terremotos o crecidas, aunque pocos se acuerdan ya de los 144 muertos de Ribadelago (Zamora) hace 52 años, y de los nueve fallecidos por la rotura de la presa de Tous (Valencia) en 1982. Que se sepa, nadie ha reclamado el cierre de las presas y el abandono de la generación de energía hidroeléctrica.

El verdadero problema de las centrales nucleares es la eliminación de los residuos, algo que las centrales de nueva generación (no las construidas hace 40 años) gestionan con mucha mayor eficiencia. Eso es lo que dicen los verdaderos expertos, los científicos, a los que los políticos hacen tantas veces, y ahora más que nunca, oídos sordos. La ciencia y la razón son las únicas maneras de salir a flote de este tsunami de demagogia y electoralismo. Ojalá que bajo esta marea de alarmismo injustificado y mentiras no queden proyectos como la investigación de la fusión nuclear, una energía barata, inacabable y sin riesgos, que los científicos sitúan en un horizonte de unos 50 años (lo dice el conocido físico y catedrático José Manuel Sánchez Ron). Aunque ni a los gobiernos, cegados por el cortoplacismo de los cuatro años de mandato, ni por supuesto las grandes empresas de energía, aferradas al petróleo, les interesa lo más mínimo la inversión en esta vía de investigación.

Mientras no llega la fusión, y mientras las energías renovables no sean más eficientes, el mundo desarrollado no puede renunciar a la energía nuclear de fisión, que en España supone el 20% de la producción eléctrica. Si lo hacemos, renunciaremos a nuestro estilo de vida y daremos la puntilla a cualquier posibilidad de recuperación económica, amén de encarecer mucho más la factura eléctrica.

Los políticos europeos han descubierto (¡oh, albricias!) que existen los tsunamis, y que pueden afectar a la segunda potencia económica mundial (de hecho inventaron allí la palabra). No solo asolan Indonesia, Tailandia y otros países menos desarrollados. Fue un error de los japoneses construir una central nuclear cerca del mar, expuesta a un tsunami, que fue lo que neutralizó las bombas de refrigeración de los reactores. Estas olas gigantes son relativamente frecuentes en Japón, y allí algunas poblaciones disponen de muros de contención para frenarlos, en lo posible. Pero, tranquilícense, señores políticos, un hipotético tsunami no llegaría a Garoña, ni a Almaraz, ni a Trillo. Y es muy improbable un tsunami en el Mediterráneo que afectase a las de Vandellós, Ascó y Cofrentes. Si ese tsunami ocurriese, las centrales nucleares serian lo último que debería preocuparnos, porque estaríamos ante un cataclismo. Deberían hablar más con los científicos y ver más documentales de National Geographic.

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Sensación de «déjà vu»

Aficionado al revivalismo político, el Gobierno ha decidido recuperar medidas de un pasado muy lejano, como reducir los límites de velocidad en las carreteras, como hace casi 40 años, cuando la grave crisis del petróleo de 1973 -mucho más profunda que la actual- aconsejó tomar tal medida en muchos países. No es el único hecho que nos retrotrae al décadas pretéritas. Recién celebrado el 30 aniversario del golpe de Estado del 23-F, reside (más bien resiste) aún en La Moncloa un presidente del Gobierno amortizado, criticado hasta por sus propios correligionarios, y sin un ápice de crédito politico. Igual que Adolfo Suárez al inicio de 1981, aunque no parece que la talla politica de Zapatero le lleve a dimitir como su ahora tristemente desmemoriado antecesor.

Se añade a esa sensación de «déjà vu» la crisis de Nueva Rumasa, 27 años después de la polémica expropiación de su antecesora por el gobierno de Felipe González. ¿Es que no se ha aprendido nada en casi treinta años? La inflación vuelve a repuntar, aunque sin llegar a los niveles de principios de los 80, y el paro continúa en cifras galopantes, manteniéndonos en un eterno «día de la marmota» económico en el que lo único que cambia -y a peor- son las cifras del INEM. Estamos mucho mejor que hace treinta años, como dijo el rey, pero convendría recordar de dónde venimos para no volver a ese lugar.

Por si fuera poco, como hace un cuarto de siglo, Gadafi vuelve a ser el malo de la película. Como en «Regreso al futuro» -una de las favoritas de Rajoy, por cierto-, donde un grupo de terroristas libios tirotea a Michael J. Fox.

Está claro que se nos olvida pronto el pasado, porque estamos condenados a repetirlo.

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Yo sí me acuerdo

Al ver (grabado) un programa de La Sexta sobre el 23-F, en el que expertos en la materia como Patricia Conde, Martina Klein, Leire Pajín y Boris Izaguirre cuentan sus (des)memorias sobre el golpe, me he preguntado por qué no escribo yo también sobre el particular. Me da a mí que el 23-F es nuestro mayo del 68 particular: al igual que muchos se arrogan haber estado en las manifestaciones estudiantiles de París, bastantes más de los que podían contener las calles de la capital francesa, treinta años después del sainete protagonizado por Tejero, ahora casi todos aseguran haber sentido miedo aquel día, hasta el punto de temer seriamente por sus vidas. No solo los políticos y militantes de los partidos de izquierda, cuyo pavor se puede considerar lógico, sino también no pocos escritores, periodistas, músicos… Hasta la periodista Julia Navarro, presente en el Congreso de los Diputados, ha dicho que pensó que aquel día iba a ser el último de su vida. Vamos, si todos esos temores estuviesen justificados, en España no hubiese quedado ni la tercera parte de la población. A la terrible represión posterior solo hubiesen sobrevivido los militantes de la Falange y de Fuerza Nueva, tal era la manifiesta militancia política del resto de los españoles. Si la «memoria histórica» de 1981 es así de veraz, imagínense cómo será la del 36…

Pero esta entrada pretendía ser un guiño melancólico y no una reflexión política. Aunque tenía ocho años y tres meses, yo sí me acuerdo bien de aquella tarde. Acababa de llegar del colegio de los Hermanos Maristas, en Vigo, y tenía la tele encendida mientras hacía los deberes. Ponían «La mansión de los Plaff» en la segunda cadena, la UHF. De aquella serie infantil recuerdo la cara y la calvorota de Valeriano Andrés, un actor de comedia que falleció hace poco más de un lustro. Mi padre llegó del trabajo en la fábrica de Citroën. Un padre de 2011 dejaría a su hijo ver tranquilamente el Disney Channel, Shin Chan o alguno de los seis o siete canales infantiles existentes, pero hace treinta años la autoridad del progenitor estaba fuera de toda duda -ya ven qué aberración-, por lo que puso la sesión de investidura de Calvo Sotelo como presidente del Gobierno en la única televisión de la casa. De niño veía todos los telediarios y aprendí a leer en las páginas de Faro de Vigo, y ambas cosas tuvieron que ver sin duda en mi vocación periodística.

El 23-F supe que algo grave e inusual estaba ocurriendo, aunque no relacioné la asonada con la vuelta del franquismo. No creo que en mi casa hubiera miedo (mis padres votaban a UCD, el partido mayoritario entonces), pero sí preocupación. Y yo sentía mucha curiosidad. Recuerdo mis primeros años como un batiburrillo de confusión política. Josep Tarradellas fue uno de los primeros políticos que pude identificar, como un anciano querido y adorable, la personificación de lo que luego supe que era el «seny» catalán, lejos de los actuales delirios de ERC. Fraga, Suárez, Felipe González, Pasionaria, Carrillo, el rey… y sobre todo las canciones de la Transición, como «Libertad sin ira», de Jarcha. La conflictividad social y política podía ser palpable incluso para un niño como yo, que muchos días veía desfilar ataúdes cubiertos de banderas españolas en la pantalla de televisión a la hora de la comida. Con cerca de ochenta asesinados al año en aquellos «años de plomo» del terrorismo etarra, que entrase un guardia civil en el hemiciclo, pistola en mano, tampoco parecía tan impresionante.

No recuerdo muy bien si al día siguiente fui al colegio. Probablemente sí, porque los Maristas no eran de suspender las clases fácilmente. Tanto da. La lección más importante la había recibido en casa.

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Solana y la carpeta de Zapatero

Las declaraciones de Zapatero demuestran que España, más que una democracia, es una partitocracia. Si hace años acaparaba artículos la famosa «libreta azul» de Aznar, ahora parece que es ZP el que se gusta deshojando la margarita. Una de dos, o no ha tomado una decisión sobre su continuidad, lo cual no dice mucho acerca de su claridad de ideas, o sí la ha tomado y la oculta a los votantes y a la opinión pública internacional. No sé sabe cuál de las dos opciones es peor. En un país con cerca de cinco millones de parados debería estar delimitado ya ese horizonte. El futuro del actual presidente del Gobierno no tendría que ser objeto de controversia. Hay asuntos mucho más importantes de los que ocuparse. Tal vez Zapatero y el PSOE saben, a la luz de las encuestas, que designar ahora un candidato sería marcar al caballo perdedor, y esperan a mejores tiempos.

Personalmente no deja de sorprenderme que en ninguna de las quinielas a la candidatura del PSOE, ni actualmente ni en el pasado, figure alguien como Javier Solana. No hay nadie en ese partido con el perfil internacional, la experiencia y la preparación de Solana. Ha ostentado tres carteras ministeriales, ha sido secretario general de la OTAN y ha desempeñado el cargo de responsable de Exteriores y Seguridad de la Unión Europea durante diez años. Físico de carrera y diplomático, estudió en universidades de Estados Unidos y habla perfectamente inglés. No despierta fobias y destaca por su talante moderado y pragmático. Milita en el PSOE desde 1964, cuando el partido aún era ilegal, por lo que no cabe acusarle de oportunismo. Todos estos méritos, claro está, contrastan con el escaso bagaje de alguno de los posibles sucesores de Zapatero como posibles candidatos del PSOE. José Blanco, Carmen Chacón… Tan solo Rubalcaba puede presumir de una trayectoria comparable a la de Solana, aunque muy inferior en prestigio internacional. La edad juega en contra de Solana (tiene 68 años), pero lo cierto es que tampoco en anteriores legislaturas se contó con él. A mí siempre me ha caído bien, y además ha tenido el detalle de buen gusto de elegir Bueu, en Galicia, para veranear año tras año. Por eso, vistos sus méritos, nunca he entendido que el PSOE le dejase de lado. Tal vez es demasiado inteligente como para enfangarse en el cenagal de la política española. En cualquier caso, la marginación de Solana demuestra que en este país no cuentan tanto los méritos profesionales como la camarilla a la que pertenezcas y, particularmente en la política, la capacidad que tenga el político de turno de manejar los hilos del partido de forma maquiavélica, y de situarse siempre cerca del «One». Ya se sabe que «el que se mueve no sale en la foto». Esa ha sido la gran asignatura pendiente de Javier Solana. Por eso hace tiempo que ya no aparece en la foto del PSOE.

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Pinganillos en el Senado

«El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». ¿Tan difícil es de entender este artículo? Les da igual la crisis y la austeridad exigible al Estado en estos momentos, en realidad eso -los 12.000 euros del ala que pagamos los españoles a escote por cada sesión- es un asunto menor comparado con el complejo de inferioridad que sienten algunos políticos socialistas respecto del castellano. Produce pena y vergüenza ajena. Hace tiempo que un amplio sector de la izquierda -salvemos UPyD y algunos políticos del PSOE- se siente en inferioridad moral respecto a los nacionalismos, como si tuvieran una deuda pendiente con ellos o pensaran que cualquier oposición a la ideología nacionalista es intrínsecamente reaccionaria y franquista. Sin otra bandera a la que aferrarse, buena parte de los socialistas han hecho suyo el ideario nacionalista, haciendo el caldo gordo al separatismo -real o de salón- y olvidando de paso la esencia internacionalista de la izquierda.

Resulta plausible que senadores de una misma comunidad autónoma -Galicia, pongamos por caso- hablen en su lengua cooficial dentro de una comisión del senado que debata sobre temas que atañen a la Comunidad Gallega, entre senadores gallegos. Y que lo hagan en Madrid, en Pekín (o Beijing, como diría un snob) o en la Cochinchina.  Pero cuando son senadores de toda España cuando les escuchan, ¿por qué no utilizar la lengua común? La Constitución deja claro que ni el vasco, ni el gallego, ni el catalán ni el valenciano son lenguas oficiales fuera de sus respectivas comunidades autónomas. Reduciendo esto al absurdo, un senador tendría el mismo derecho a dirigirse a la Cámara Alta en francés y a pedir traducción simultánea que a hacerlo en euskera. De acuerdo, el francés no es una lengua española, y el euskera -por mucho que les chirríe a los aberzales-, sí. Pero, siendo una lengua española, el euskera no es oficial en Madrid. Y aunque fuera oficial ante el Senado, ¿para qué sirve toda esta pantomima? ¿De verdad creen que los intérpretes traducirán con rigor todas las intervenciones? ¿No habrá datos importantes que se queden «lost in traslation»? ¿No está por encima del fomento de la lengua el sentido común y el pragmatismo? ¿Por qué despreciar una lengua que utilizan 400 millones de personas? Tal vez la respuesta la tenga Zapatero, que después de siete años en La Moncloa es incapaz de responder a una sencilla pregunta en inglés. Tal vez habría que invertir esos 12.000 euros en un buen profesor de inglés para nuestro presidente del Gobierno. Pero, nada, que aprendan ellos, pensará ZP.

Esto recuerda al complejo de inferioridad y a la claudicación en materia de libertad religiosa. Aquí todos pueden llevar velo integral y burka, como la señora musulmana que vi el otro día en el supermercado, suponiendo que fuera señora, que es mucho suponer, porque de su anatomía solo se podía ver el mínimo resquicio que dejaba una mínima hendidura a la altura de los ojos… El caso es que los nacionalistas tienen barra libre para utilizar sus respectivas lenguas cooficiales, así en Hernani como en Vic, Lalín y Madrid, pero un castellanohablante no tiene derecho a que se dirijan a él en su lengua, que pasa por ser la única oficial en todo el territorio nacional. No hace mucho, un amigo recibió en su domicilio de Vigo una multa de tráfico que le habían puesto en Cataluña, en un impreso redactado completamente en catalán. Sin comentarios.

Esto lo dice alguien que ha nacido en Galicia y que conoce y habla la lengua gallega, por más que los continuos cambios en la normativa lingüística hayan cambiado palabras tan comunes como «gracias» (desde hace unos años, «grazas») y la gramática gallega actual tenga poco que ver con la que uno estudió (con más esfuerzo que el inglés, por cierto) hace veinte años. Hablo gallego con un señor de Cambados con la misma naturalidad con la que hablé castellano con un catalán en Nueva York, sin «pinganillos».

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El poder de internet

Hay quien solamente ve el lado malo de internet: su falta de seguridad, las quiebras en la privacidad, la falsedad de buena parte de la información que contiene, su carácter adictivo y su poder para difundir falsedades y fraudes. Yo prefiero ver el lado bueno.

Además de la ingente cantidad de información que podemos encontrar y de la capacidad para conectar a miles de millones de personas con un «click», internet acarrea una revolución democrática, y no me refiero a esas engañosas encuestas en la red, tan utilizadas por medios de comunicación supuestamente serios. Lo vimos en la Revolución (frustrada) Verde de Irán, en la censura de China (de Corea del Norte y de Cuba mejor no hablamos) y en los actuales acontecimientos de Túnez, donde el presidente del país ha prometido eliminar las restricciones a portales tan populares como YouTube. Internet es un espejo imposible de ocultar en el que todos los ciudadanos pueden ver lo que ocurre al otro lado del mundo, compararse con los demás habitantes del globo. Y es mucho más difícil de controlar que la televisión. Al igual que ocurría con la legendaria Radio Free Europe (que dio título a una canción de R.E.M.), muchos ciudadanos de regímenes no democráticos se enteran de lo que pasa fuera de las fronteras gracias a internet.

Si yo fuera Obama, «bombardearía» Corea del Norte con iPhones e iPads dotados de acceso libre y gratuito a internet. No creo que la dictadura norcoreana durase demasiado después de eso.

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Rafael Rodríguez López (Rafa López)
Periodista + información

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