Rey

Monarquía razonable

El monárquico Luis María Anson ha puesto el ejemplo perfecto esta mañana: «Prefiero la república de Austria a la monarquía de Arabia Saudí». El que esto escribe no es monárquico, ni republicano, ni todo lo contrario. Solo está agradecido al rey Juan Carlos por haber propiciado el periodo más largo de paz, libertad y progreso de la Historia de España. En estos 38 años largos, la monarquía parlamentaria ha funcionado razonablemente bien, pese a los graves errores del rey (y especialmente de la familia real) en los últimos años. Importa más el fondo, las libertades, que la forma, el régimen político elegido, en este caso la monarquía democrática refrendada en el referéndum constitucional de 1978. Y el de España no es ninguna rareza en el panorama europeo. Países tan avanzados y democráticos como Reino Unido, Suecia, Noruega, Dinamarca y Holanda tienen como régimen político una monarquía parlamentaria. Resulta curioso que la izquierda se olvide de ellos cuando los ponen como ejemplo en otras cuestiones, como el Estado del bienestar y la educación pública.

Va contra la lógica que la jefatura del Estado sea hereditaria, eso es algo difícilmente discutible. Pero si la monarquía cumple razonablemente con su función representativa y simbólica, y ha sido aprobada en referéndum (lo fue en 1978), no tiene sentido cambiar. Como dicen los anglosajones, no arreglemos lo que no está estropeado, sobre todo cuando la historia nos enseña que las experiencias republicanas han terminado en fracaso. Invito a repasar la Historia de España de los siglos XIX (sobre todo) y XX. Después de hacerlo se valoran en su justa medida la paz y estabilidad que hemos disfrutado durante los últimos 38 años.

Además, la gran mayoría de los que defienden la república no defienden la república en general, el modelo de Estado de Alemania, de Estados Unidos o de Francia, por poner tres ejemplos, sino el régimen sectario que dio al traste con la II República, primero en 1934 y luego en 1936. Son los que han colgado una guillotina con la bandera tricolor en Valencia y los que exhiben símbolos comunistas en las manifestaciones a favor de la III república. Los mismos que consideran a regímenes como el venezolano, el cubano e incluso el de Corea del Norte como ejemplos. Si esos son quienes han de traer la república, me quedo con la monarquía, por muchos errores que haya cometido la actual.

Y, en resumidas cuentas, ¿a alguien se le ocurre algún político español que pueda ser presidente de la III república? ¿Alguna figura política de consenso? Adolfo Suárez está muerto. ¿Felipe González tiene ese perfil? ¿Aznar? ¿Zapatero? Las únicas figuras de consenso que se me ocurren están en el ámbito del deporte. Nadal, Del Bosque, Casillas, Iniesta, Gasol… Y no me los imagino de presidentes de la república. Al contrario de lo que ocurre en Portugal, en este país cainita y dividido no se respeta a ninguna figura política hasta ese punto.

Mucha suerte a Felipe VI. No me gustaría estar en su piel ante lo que se avecina.

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Quienes practican la intolerancia

«Quienes practican la intolerancia». Así se refirió el Rey a los militantes de Herri Batasuna que interrumpieron su histórica alocución en la Casa de Juntas de Guernica hace casi 31 años, en la que fue la primera visita del monarca al País Vasco. Puede parecer que ha transcurrido una eternidad, pero hay ciertos síntomas que nos indican que no hemos avanzado tanto. Lo hemos visto estos días, tras la muerte de Manuel Fraga, con comentarios fuera de tono.

Ya han sido muchos los que han glosado la figura del político gallego. No voy a repetir lo que otros han recordado mejor que yo, sus logros indiscutibles, su amor por el poder y los recodos más oscuros de su biografía, como las muertes de Vitoria o la ejecución del dirigente comunista Julián Grimau. Fraga asumió su responsabilidad por haber pertenecido a los gobiernos de Franco durante aquellos hechos. Hasta qué punto fue culpable, y no solo parcialmente responsable (Fraga no estaba en España durante los sucesos de Vitoria, y era ministro de Información y Turismo, no de Gobernación, cuando juzgaron sumariamente a Grimau) es algo que decenas de libros no han conseguido poner en claro. Resulta inevitable la comparación con Santiago Carrillo, por su más que probable responsabilidad en la matanza de Paracuellos (sostenida por historiadores como Paul Preston, nada sospechoso de derechista), y en mito de la Guerra Civil como Pasionaria, Largo Caballero o Lluis Companys, por citar solo tres, hoy «canonizados» por la izquierda (y no tan izquierda), pero cuya trayectoria política arroja sombras a menudo siniestras. Sería enredarse en el «y tú más» y en una discusión histórica sin fin.

Lo que parece tristemente claro es que parte de la sociedad española no está todavía preparada para hablar de la Guerra Civil y de la dictadura sin crisparse. Muchas veces son los más jóvenes, los que ni siquiera habían nacido cuando murió Franco, los más crispados. El recientemente fallecido Isaac Díaz Pardo, histórico galleguista e intelectual de izquierdas cuyo padre fue fusilado por el bando franquista, siempre se mostró contrario a remover ese trágico pasado. No es que personas como él quieran olvidar el pasado, es que no quieren revivirlo.

Recordaba Díaz Pardo lo absurdo de una guerra fratricida en la que cada cual luchaba según dónde le hubiese pillado el alzamiento. No fueron pocos los que tuvieron que disparar contra sus vecinos en contra de sus ideas políticas o religiosas. A mi abuelo, por ejemplo, la guerra le sorprendió en Madrid. Alguien delató sus simpatías con el bando sublevado y fue llevado a una checa. Tenía todas las de perder: era un hombre muy religioso y escondía los vehículos de la empresa en la que trabajaba para que no los requisasen los milicianos. En aquellos días, llevar una estampita de la Virgen en la cartera o no entregar un coche para la causa de la guerra podía significar una sentencia de muerte. A mi abuelo le salvó de la «saca» la intercesión de un familiar, que tenía algún contacto, creo recordar que sentimental, con un militante socialista. «De la que te has librado», le dijeron a mi abuelo los que custodiaban la checa. Pues bien, terminada la guerra, mi abuelo, aquel hombre que escuchaba clandestinamente el parte radiofónico y deseaba secretamente que las tropas de Franco liberasen Madrid, lloró con amargura cuando, de vuelta en Vigo, sus amigos y vecinos le contaron que también había habido «paseos» (fusilamientos) en la llamada «zona nacional». «¿Para esto tantas muertes, tanto sufrimiento?», se preguntó mi abuelo entre lágrimas, en la única ocasión en la que mi padre le vio llorar. Mi abuelo pensó, seguramente, lo mismo que le había espetado Unamuno a Millán-Astray en el 36: «Venceréis, pero no convenceréis».

Pasados los años, mi padre, que sufrió de niño las penalidades y el hambre de la Guerra Civil en Madrid, tuvo como uno de sus mejores amigos a un militante anarquista y posteriormente histórico dirigente socialista, Leopoldo García Ortega, natural de Valladolid y fallecido en 2008 a los 91 años. Una década antes de morir, Leopoldo me dio una exclusiva periodística que tenía mucho de confesión histórica: él había ayudado a ocultarse en Vigo a Delgado y Granados, dos anarquistas que fueron acusados de colocar una bomba en la Dirección General de Seguridad de Madrid (el edificio del reloj en la Puerta del Sol), y que fueron ejecutados por el cruel método del garrote vil en 1963, pocos meses después de la ejecución de Grimau. Estuvieron ocultos, al parecer, en el colegio Curros Enríquez (hoy, Alborada) de Candeán, Vigo. Más tarde los verdaderos autores del atentado confesaron los hechos, evidenciando el grave error judicial.

La historia sirve para poner de manifiesto cómo dos personas de ideologías completamente opuestas como mi padre y Leopoldo, uno marcado desde niño por haber vivido la guerra en el bando contrario; el otro, luchador antifranquista que sufrió la cárcel y el exilio, podían charlar durante horas de lo divino y de lo humano, sin pelearse, sin levantar la voz, y sobre todo, sin perder su inquebrantable amistad. Su relación de décadas ejemplifica para mí el espíritu de la transición, ese proceso hoy tan denostado por muchos, en los extremos de la derecha y de la izquierda.

Por desgracia todavía hay quienes, aunque minoritarios, practican la intolerancia. Ocurrió el pasado lunes en Vigo, cuando el nieto de Franco, Francisco Franco Martínez-Bordiú, vino al Club Faro de Vigo, un foro de opinión abierto, gratuito y plural, a hablar de la relación con su abuelo, una charla sobre la faceta familiar, no política, del que fuera dictador de España durante 36 años, justamente los mismos que llevamos de democracia. Baste decir que la siguiente conferencia en el programa, la de la periodista Nativel Preciado, versa precisamente sobre los luchadores antifranquistas como Leopoldo García Ortega, el gran amigo de mi padre. Pocas imágenes como las que muestra este vídeo retratan mejor a los intolerantes que impiden el ejercicio de la libertad de expresión, y que tuvieron que ser desalojados por la Policía. Vídeo en YouTube:

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Véase en el minuto 3.24 cómo una señora se acerca por detrás al conferenciante, Francis Franco, y le recrimina algo al oído, sin que el conferenciante se inmute lo más mínimo. El comportamiento del público, organización, presentadora e invitado, ignorando las continuas provocaciones e insultos, les engrandece; la conducta de los alborotadores les envilece. Deberíamos dar las gracias a los militantes del movimiento independentista NÓS-UP por retratarse a sí mismos en este vídeo tan esclarecedor.

Quizá deberían saber, señoras y señores de NÓS-UP, que ser nieto o hijo de un dictador no significa, necesariamente, comulgar con sus ideas. Ahí tienen el caso de Alina Fernández, hija de Fidel Castro y muy crítica con el régimen de su padre. O el de Svetlana Alilúyeva, única hija de Stalin, que pidió asilo político en Estados Unidos en 1967. Claro que, para ustedes, estas personas son individuos alienados por el capitalismo…

El Rey pronunció aquel tenso discurso en Guernica pocos días antes del golpe de Estado del 23-F. Afortunadamente, hoy no escuchamos ruido de sables en el estamento militar ni ETA comete ya asesinatos. En algo sí hemos avanzado.

 

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Rafael Rodríguez López (Rafa López)
Periodista + información

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