Yo sí me acuerdo

Al ver (grabado) un programa de La Sexta sobre el 23-F, en el que expertos en la materia como Patricia Conde, Martina Klein, Leire Pajín y Boris Izaguirre cuentan sus (des)memorias sobre el golpe, me he preguntado por qué no escribo yo también sobre el particular. Me da a mí que el 23-F es nuestro mayo del 68 particular: al igual que muchos se arrogan haber estado en las manifestaciones estudiantiles de París, bastantes más de los que podían contener las calles de la capital francesa, treinta años después del sainete protagonizado por Tejero, ahora casi todos aseguran haber sentido miedo aquel día, hasta el punto de temer seriamente por sus vidas. No solo los políticos y militantes de los partidos de izquierda, cuyo pavor se puede considerar lógico, sino también no pocos escritores, periodistas, músicos… Hasta la periodista Julia Navarro, presente en el Congreso de los Diputados, ha dicho que pensó que aquel día iba a ser el último de su vida. Vamos, si todos esos temores estuviesen justificados, en España no hubiese quedado ni la tercera parte de la población. A la terrible represión posterior solo hubiesen sobrevivido los militantes de la Falange y de Fuerza Nueva, tal era la manifiesta militancia política del resto de los españoles. Si la «memoria histórica» de 1981 es así de veraz, imagínense cómo será la del 36…

Pero esta entrada pretendía ser un guiño melancólico y no una reflexión política. Aunque tenía ocho años y tres meses, yo sí me acuerdo bien de aquella tarde. Acababa de llegar del colegio de los Hermanos Maristas, en Vigo, y tenía la tele encendida mientras hacía los deberes. Ponían «La mansión de los Plaff» en la segunda cadena, la UHF. De aquella serie infantil recuerdo la cara y la calvorota de Valeriano Andrés, un actor de comedia que falleció hace poco más de un lustro. Mi padre llegó del trabajo en la fábrica de Citroën. Un padre de 2011 dejaría a su hijo ver tranquilamente el Disney Channel, Shin Chan o alguno de los seis o siete canales infantiles existentes, pero hace treinta años la autoridad del progenitor estaba fuera de toda duda -ya ven qué aberración-, por lo que puso la sesión de investidura de Calvo Sotelo como presidente del Gobierno en la única televisión de la casa. De niño veía todos los telediarios y aprendí a leer en las páginas de Faro de Vigo, y ambas cosas tuvieron que ver sin duda en mi vocación periodística.

El 23-F supe que algo grave e inusual estaba ocurriendo, aunque no relacioné la asonada con la vuelta del franquismo. No creo que en mi casa hubiera miedo (mis padres votaban a UCD, el partido mayoritario entonces), pero sí preocupación. Y yo sentía mucha curiosidad. Recuerdo mis primeros años como un batiburrillo de confusión política. Josep Tarradellas fue uno de los primeros políticos que pude identificar, como un anciano querido y adorable, la personificación de lo que luego supe que era el «seny» catalán, lejos de los actuales delirios de ERC. Fraga, Suárez, Felipe González, Pasionaria, Carrillo, el rey… y sobre todo las canciones de la Transición, como «Libertad sin ira», de Jarcha. La conflictividad social y política podía ser palpable incluso para un niño como yo, que muchos días veía desfilar ataúdes cubiertos de banderas españolas en la pantalla de televisión a la hora de la comida. Con cerca de ochenta asesinados al año en aquellos «años de plomo» del terrorismo etarra, que entrase un guardia civil en el hemiciclo, pistola en mano, tampoco parecía tan impresionante.

No recuerdo muy bien si al día siguiente fui al colegio. Probablemente sí, porque los Maristas no eran de suspender las clases fácilmente. Tanto da. La lección más importante la había recibido en casa.

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Rafael Rodríguez López (Rafa López)
Periodista + información

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