Guerra Civil

80 años

Cada 18 de julio se repite el mismo curioso fenómeno: españoles de a pie que discuten sobre quién tuvo la culpa de la guerra civil, una cuestión que apenas han podido dilucidar los miles de libros y estudios que se han escrito sobre la materia. Porque la guerra civil española es, probablemente, el conflicto armado de un país sobre el que más ríos de tinta han corrido en toda la historia.

Estamos en 2016, se han cumplido 80 años del comienzo de la guerra civil, y los mayores nostálgicos del franquismo están en la izquierda. Afortunadamente, no toda. Joaquín Leguina ha dicho en Twitter no entender “una izquierda que quiere ganar ahora una guerra perdida en 1939 y que cree que desde 1975 en España no ha pasado nada bueno”.  No se puede describir mejor el absurdo de una parte de la izquierda revanchista y maniquea, empeñada en dividir a los españoles y en considerar la contienda del 36 como una lucha entre clases sociales perfectamente delimitadas, una guerra de ricos contra pobres, de opresores contra oprimidos. En definitiva, entre malos y buenos.

Ha dicho Errejón: “Esta noche hace 80 años, (sic) las mejores de nuestras abuelas y abuelos comenzaban a salir en alpargatas a luchar por los humildes y la libertad”. No, señor Errejón. Había personas humildes en ambos bandos. Mi familia paterna pasó mucha hambre y penalidades en la zona roja de Madrid, y ni los republicanos ni los franquistas podían arrogarse el mérito de defender la libertad, tal como la entendemos hoy.

Fraga y Carrillo

Santiago Carrillo y Manuel Fraga, en el Club Siglo XXI, Madrid, 27 de octubre de 1977.

A mi abuelo José, trabajador y padre de familia numerosa, lo metieron prisionero en una checa de Madrid y le hubieran fusilado si no hubiera sido por la mediación de un allegado socialista. Su único “delito” fue ser católico practicante. Esta historia no la supe hasta hace bastante poco. Mi padre sí que nos contaba el hambre que pasó en la guerra (tenía entre 6 y 9 años), cómo un día comprobaron que un edificio adyacente había sido reducido a escombros por un bombardeo, o la imagen de “la bella tapada”, la estatua de La Cibeles protegida contra las bombas. Pero lo que más me impresionó fue el relato, recogido en su libro (“Yo también estuve allí”, pendiente de publicación), del regreso de la familia a Galicia. Cuando mi abuelo, el mismo que estuvo a punto de ser pasado por las armas por el bando republicano, escuchó las duras historias sobre la represión en Vigo, en zona nacional como toda Galicia, rompió a llorar. Se dio cuenta de que en el bando en el que él creía también se habían cometido atrocidades, asesinatos, o “paseos”, como se les llamaba entonces de forma eufemística.

 

Mi abuelo tuvo siempre amigos de todo signo político, y mi padre también. Uno de los mejores amigos de mi padre fue el histórico socialista vallisoletano Leopoldo García Ortega, que combatió en el bando franquista durante la guerra civil (obligado, naturalmente), y cuya biografía puede leerse en este enlace de la Fundación Pablo Iglesias. Pocos años antes de morir, Leopoldo me reveló que él había dado refugio clandestino a Joaquín Delgado y Francisco Granados, anarquistas que fueron ejecutados a garrote vil en Madrid el 18 de agosto de 1963 acusados de haber puesto una bomba en la Sección de Pasaportes de la Dirección General de Seguridad en Madrid. Con su permiso y supervisión, conté la historia en un reportaje de Faro de Vigo. A mi padre le incomodó. Creía que no había necesidad de que se supiese aquello, tal vez porque se podrían reabrir viejas heridas.

Como periodista, solo puedo defender que se averigüe toda la verdad, pero la llamada “memoria histórica” no puede convertirse en un ejercicio de revanchismo, ni puede servir para echar por tierra lo conseguido durante la Transición, el espíritu de reconciliación. Afortunadamente, poco o nada se parece la España de 2016 a la de 1936, salvo en el afán de los que quieren dividirla, bien desde el independentismo o bien desde planteamientos populistas.

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Quienes practican la intolerancia

«Quienes practican la intolerancia». Así se refirió el Rey a los militantes de Herri Batasuna que interrumpieron su histórica alocución en la Casa de Juntas de Guernica hace casi 31 años, en la que fue la primera visita del monarca al País Vasco. Puede parecer que ha transcurrido una eternidad, pero hay ciertos síntomas que nos indican que no hemos avanzado tanto. Lo hemos visto estos días, tras la muerte de Manuel Fraga, con comentarios fuera de tono.

Ya han sido muchos los que han glosado la figura del político gallego. No voy a repetir lo que otros han recordado mejor que yo, sus logros indiscutibles, su amor por el poder y los recodos más oscuros de su biografía, como las muertes de Vitoria o la ejecución del dirigente comunista Julián Grimau. Fraga asumió su responsabilidad por haber pertenecido a los gobiernos de Franco durante aquellos hechos. Hasta qué punto fue culpable, y no solo parcialmente responsable (Fraga no estaba en España durante los sucesos de Vitoria, y era ministro de Información y Turismo, no de Gobernación, cuando juzgaron sumariamente a Grimau) es algo que decenas de libros no han conseguido poner en claro. Resulta inevitable la comparación con Santiago Carrillo, por su más que probable responsabilidad en la matanza de Paracuellos (sostenida por historiadores como Paul Preston, nada sospechoso de derechista), y en mito de la Guerra Civil como Pasionaria, Largo Caballero o Lluis Companys, por citar solo tres, hoy «canonizados» por la izquierda (y no tan izquierda), pero cuya trayectoria política arroja sombras a menudo siniestras. Sería enredarse en el «y tú más» y en una discusión histórica sin fin.

Lo que parece tristemente claro es que parte de la sociedad española no está todavía preparada para hablar de la Guerra Civil y de la dictadura sin crisparse. Muchas veces son los más jóvenes, los que ni siquiera habían nacido cuando murió Franco, los más crispados. El recientemente fallecido Isaac Díaz Pardo, histórico galleguista e intelectual de izquierdas cuyo padre fue fusilado por el bando franquista, siempre se mostró contrario a remover ese trágico pasado. No es que personas como él quieran olvidar el pasado, es que no quieren revivirlo.

Recordaba Díaz Pardo lo absurdo de una guerra fratricida en la que cada cual luchaba según dónde le hubiese pillado el alzamiento. No fueron pocos los que tuvieron que disparar contra sus vecinos en contra de sus ideas políticas o religiosas. A mi abuelo, por ejemplo, la guerra le sorprendió en Madrid. Alguien delató sus simpatías con el bando sublevado y fue llevado a una checa. Tenía todas las de perder: era un hombre muy religioso y escondía los vehículos de la empresa en la que trabajaba para que no los requisasen los milicianos. En aquellos días, llevar una estampita de la Virgen en la cartera o no entregar un coche para la causa de la guerra podía significar una sentencia de muerte. A mi abuelo le salvó de la «saca» la intercesión de un familiar, que tenía algún contacto, creo recordar que sentimental, con un militante socialista. «De la que te has librado», le dijeron a mi abuelo los que custodiaban la checa. Pues bien, terminada la guerra, mi abuelo, aquel hombre que escuchaba clandestinamente el parte radiofónico y deseaba secretamente que las tropas de Franco liberasen Madrid, lloró con amargura cuando, de vuelta en Vigo, sus amigos y vecinos le contaron que también había habido «paseos» (fusilamientos) en la llamada «zona nacional». «¿Para esto tantas muertes, tanto sufrimiento?», se preguntó mi abuelo entre lágrimas, en la única ocasión en la que mi padre le vio llorar. Mi abuelo pensó, seguramente, lo mismo que le había espetado Unamuno a Millán-Astray en el 36: «Venceréis, pero no convenceréis».

Pasados los años, mi padre, que sufrió de niño las penalidades y el hambre de la Guerra Civil en Madrid, tuvo como uno de sus mejores amigos a un militante anarquista y posteriormente histórico dirigente socialista, Leopoldo García Ortega, natural de Valladolid y fallecido en 2008 a los 91 años. Una década antes de morir, Leopoldo me dio una exclusiva periodística que tenía mucho de confesión histórica: él había ayudado a ocultarse en Vigo a Delgado y Granados, dos anarquistas que fueron acusados de colocar una bomba en la Dirección General de Seguridad de Madrid (el edificio del reloj en la Puerta del Sol), y que fueron ejecutados por el cruel método del garrote vil en 1963, pocos meses después de la ejecución de Grimau. Estuvieron ocultos, al parecer, en el colegio Curros Enríquez (hoy, Alborada) de Candeán, Vigo. Más tarde los verdaderos autores del atentado confesaron los hechos, evidenciando el grave error judicial.

La historia sirve para poner de manifiesto cómo dos personas de ideologías completamente opuestas como mi padre y Leopoldo, uno marcado desde niño por haber vivido la guerra en el bando contrario; el otro, luchador antifranquista que sufrió la cárcel y el exilio, podían charlar durante horas de lo divino y de lo humano, sin pelearse, sin levantar la voz, y sobre todo, sin perder su inquebrantable amistad. Su relación de décadas ejemplifica para mí el espíritu de la transición, ese proceso hoy tan denostado por muchos, en los extremos de la derecha y de la izquierda.

Por desgracia todavía hay quienes, aunque minoritarios, practican la intolerancia. Ocurrió el pasado lunes en Vigo, cuando el nieto de Franco, Francisco Franco Martínez-Bordiú, vino al Club Faro de Vigo, un foro de opinión abierto, gratuito y plural, a hablar de la relación con su abuelo, una charla sobre la faceta familiar, no política, del que fuera dictador de España durante 36 años, justamente los mismos que llevamos de democracia. Baste decir que la siguiente conferencia en el programa, la de la periodista Nativel Preciado, versa precisamente sobre los luchadores antifranquistas como Leopoldo García Ortega, el gran amigo de mi padre. Pocas imágenes como las que muestra este vídeo retratan mejor a los intolerantes que impiden el ejercicio de la libertad de expresión, y que tuvieron que ser desalojados por la Policía. Vídeo en YouTube:

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Véase en el minuto 3.24 cómo una señora se acerca por detrás al conferenciante, Francis Franco, y le recrimina algo al oído, sin que el conferenciante se inmute lo más mínimo. El comportamiento del público, organización, presentadora e invitado, ignorando las continuas provocaciones e insultos, les engrandece; la conducta de los alborotadores les envilece. Deberíamos dar las gracias a los militantes del movimiento independentista NÓS-UP por retratarse a sí mismos en este vídeo tan esclarecedor.

Quizá deberían saber, señoras y señores de NÓS-UP, que ser nieto o hijo de un dictador no significa, necesariamente, comulgar con sus ideas. Ahí tienen el caso de Alina Fernández, hija de Fidel Castro y muy crítica con el régimen de su padre. O el de Svetlana Alilúyeva, única hija de Stalin, que pidió asilo político en Estados Unidos en 1967. Claro que, para ustedes, estas personas son individuos alienados por el capitalismo…

El Rey pronunció aquel tenso discurso en Guernica pocos días antes del golpe de Estado del 23-F. Afortunadamente, hoy no escuchamos ruido de sables en el estamento militar ni ETA comete ya asesinatos. En algo sí hemos avanzado.

 

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Rafael Rodríguez López (Rafa López)
Periodista + información

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